Ajedrez y literatura, 2010

Sala de Ajedrez del Jockey Club, 29 de abril de 2010

DEL AJEDREZ A LA LITERATURA: UN ENCUENTRO CON EL ESCRITOR GUILLERMO MARTÍNEZ

HERNÁN A. HUERGO: Bienvenidos todos ustedes, amigas y amigos. Bienvenido Guillermo Martínez y muchas gracias por estar aquí con nosotros. En estos días el Jockey Club está realizando una serie de actos muy especiales en conmemoración del Bicentenario de la Revolución de Mayo, y en este contexto, la Sala de Ajedrez tuvo la idea de llevar a cabo este acto, que realmente es muy especial, porque contamos con la presencia de Guillermo Martínez, gran escritor, famoso acá y en todo el mundo, que precisamente viene a hablar sobre el ajedrez. Es en verdad un placer y un lujo tenerte hoy aquí Guillermo, y mucho te lo agradecemos. Esta reunión va a ser una suerte de charla en la que habrá preguntas y respuestas. La idea de realizarla la tuvo Marcelo Condomí Alcorta, quien un buen día, mientras consultaba la web, investigando sobre el ajedrez, halló un párrafo de un libro titulado Acerca de Roderer, cuyo autor es Guillermo Martínez; un libro que es uno de los favoritos de su autor. Se trata de una obra que comienza con una partida de ajedrez, y lo que le impresionó a Marcelo, y también a mí, cuando lo leí, fue la precisión de los comentarios, típicos de un ajedrecista. Fue entonces que se le ocurrió a Marcelo conectarse con Guillermo y tuvimos la agradabilísima sorpresa de que estuvo encantado de conocernos, de reunirse con nosotros y es así que aquí estamos hoy en esta suerte de charla informal, de ahí este ámbito que hemos elegido, mucho más íntimo, casi como el de un living, en el que se entablará un diálogo entre Guillermo y los aquí presentes, a través de preguntas que primero haremos nosotros y que luego harán ustedes.


Podemos dar comienzo a nuestro encuentro con la pregunta inaugural de Marcelo Condomí Alcorta.

MARCELO CONDOMÍ ALCORTA: Tengan todos muy buenas noches. Muchas gracias Guillermo por acompañarnos. Creo que, para arrancar, la primera pregunta apunta a conocer cómo la literatura y el ajedrez llegaron a tu vida en Bahía Blanca.

GUILLERMO MARTÍNEZ: Ante todo, muchas gracias por la invitación, tanto a Hernán como a Marcelo. Estoy encantado de estar en este lugar tan hermoso, que he conocido esta tarde gracias a que me han hecho una visita guiada fantástica. Realmente no imaginaba que hubiera edificios tan hermosos en Buenos Aires.
Para contestar a la pregunta de Marcelo quiero decir que tanto la literatura como el ajedrez y tantas otras cosas en mi vida se las debo a mi padre, que fue una persona de un espíritu muy curioso. Si bien se había graduado como ingeniero agrónomo, luego siguió la carrera de Letras y durante toda su vida escribió cuentos, novelas y obras de teatro. Fue él quien nos contagió de chicos la pasión por la lectura y nos inició en la escritura de cuentos. Sin embargo, como también le gustaba la matemática y, entre muchas otras cosas, el ajedrez, nos enseñó a mi hermano menor y a mí a jugar desde una edad muy temprana, según creo recordar antes de los siete años. Lo que sí recuerdo muy bien es el match que en 1971 se llevó a cabo entre Fischer y Petrosian. En esa oportunidad, mi padre se entusiasmó mucho con la llegada de Fischer a la Argentina y, como parte de su enseñanza del juego, seguíamos con él las partidas a través de la radio, y después de una jugada tratábamos de adivinar cuál podría ser la siguiente. Era algo así como un desafío de entrecasa. Él también nos compró libros de aperturas y estudiábamos distintas variantes. A mí me gustaban al principio, por supuesto, los gambitos de peón rey. Después, con negras, jugaba en general alguna variante de la defensa Siciliana. Empecé a jugar en el club Olimpo de Bahía Blanca desde muy chico. Allí había buenos ajedrecistas, algunos que competían en torneos nacionales, como Jorge Dubín, Jorge Sabas, los dos Ramirez (padre e hijo) o Fernando Rey Méndez, que constituían un equipo de jugadores que tenían un cierto nivel en los torneos nacionales, aunque por supuesto no estaban a la altura de un Rubinetti, pero que sin embargo no se desempeñaban mal a nivel nacional.
También recuerdo lo que representó para nosotros la visita de Fischer a Bahía Blanca. Fue una ronda de simultáneas con los veinte mejores ajedrecistas del sur argentino en el Club Estudiantes, un club de básquet de la ciudad que tiene un estadio muy grande. Pidió como condición que hubiera 20 tableros iguales. Él giraba continuamente alrededor de los tableros a una velocidad impresionante. Ganó todas las partidas -sólo hizo tablas en una-, y en lo personal lo que más me impresionó, fue que prácticamente no se detenía ante los tableros. Esa es una imagen que me quedó grabada. Después, a los once años, yo participé dentro de mi escuela en los Torneos Evita. El que ganaba en la ciudad debía ir a jugar el campeonato provincial. El primer viaje que realicé solo en mi vida lo hice para ir a jugar ese campeonato provincial, donde quedé como tercer tablero de la provincia de Buenos Aires. Entre los participantes había un jugador que luego llegó a jugar muy bien, se llamaba Idígoras. Él fue el primer tablero. El segundo no recuerdo quien era; yo fui el tercero y había aún un cuarto, entre todos conformamos el equipo de la provincia, y fuimos a jugar a Córdoba el torneo nacional. Esa fue para mí una gran experiencia, viajaban chicos que practicaban diferentes deportes, y fue precisamente en ese viaje cuando hice la transición al tenis y me perdieron para el ajedrez. Ocurrió que conocí a un chico que practicaba con la raqueta ante un frontón y en un momento me la prestó, empecé a lanzar pelotas y me encantó, a tal punto que, cuando regresé a Bahía Blanca, ya no era el mismo. Comencé a jugar al tenis, y a jugar en los torneos por categorías en mi ciudad natal. Era el comienzo de mi adolescencia y me sentí más atraído por el tenis como deporte, y así, de a poco, fui dejando el ajedrez, pero no del todo, todavía a los 16 años jugué uno de los torneos por edades.
Para ir aproximándome al terreno de la literatura, recuerdo que yo jugaba con los chicos de mi cuadra y siempre les ganaba, y uno de ellos, creo que para vengarse, me llevó un día a jugar contra un primo suyo, de apellido Galindo, que tendría un año más que yo y que había aprendido a jugar solo, por su cuenta, a partir de libros y reproducción de partidas, pero que nunca había tenido la experiencia de jugar una partida contra otras personas. Recuerdo que fui a su casa, una casa muy oscura en la que vivía solo con su madre. Él era bastante extraño y retraído. Recuerdo también que me ganó con bastante facilidad pero de una manera curiosa, jugaba de una forma realmente diferente a la que yo estaba acostumbrado. Hoy no sabría definir muy bien cómo era esa manera, pero digamos que las jugadas no eran las esperables; había algo como indirecto en su manera de jugar, un plan que se formaba demasiado lejos de mi alcance. Inmediatamente me di cuenta que la suya era una mente ajedrecística y que en él había algo que rozaba lo genial, ya que de la nada había logrado jugar de esa manera. Le recomendé que se inscribiera para jugar en torneos, y de hecho compitió en uno con el sistema suizo, y quedó segundo en una competencia en la que participaban los mejores ajedrecistas de la ciudad. Fue sin duda una revelación para todos. Después jugó por un tiempo de una manera cuasi profesional en Bahía Blanca, hasta que empezó a estudiar Relaciones Internacionales y no supe más de él.

De aquel encuentro me quedaron algunas de las impresiones que conformarían, con el tiempo, los rasgos de mi personaje en Acerca de Roderer: un chico que vive solo con su madre y que juega al ajedrez de una manera muy particular. En el fondo, la novela es como una partida de ajedrez que se juega dos veces, la primera sobre un tablero, en el primer capítulo, pero luego hay algo así como una revancha a lo largo de toda una vida; como si la vida de esos dos personajes fuera la continuación de esa partida o la revancha de esa partida.     
Yo quise imaginar de algún modo esa rareza que había en la manera de jugar de mi personaje; cómo debía ser esa primera partida, y entonces –tengan en cuenta que yo hablo como un ex ajedrecista, así que si cometo algún error sepan disculparme–, entonces, decía, elegí la defensa Alekhine, porque tiene una cierta ambigüedad. El narrador juega peón cuatro rey y el adversario, Roderer, que juega con las negras, ataca al peón con el caballo, que es la típica jugada que hace la persona que no sabe jugar demasiado al ajedrez y, por lo tanto, tiene el afán de atacar inmediatamente la primera pieza que se le pone por delante. Pero que a la vez puede ser también el indicio de alguien que sí sabe y conoce una apertura relativamente sofisticada como es la defensa Alekhine. Yo quería mantener esa ambigüedad sobre el modo de jugar, y por eso al comienzo el narrador cree que está ante un principiante, pero luego se da cuenta de que Roderer tiene una manera extraña, indirecta de jugar; justamente una manera que representa ese genio posible o potencial que luego estará en sombras durante el resto de la novela. Por supuesto, yo escribí la novela mucho después de aquella partida inspiradora, la escribí a los 28 años, pero hay una frase que dice que “para los escritores no hay años perdidos”, y yo diría que casi no hay tiempo en el sentido habitual, por eso, cuando uno escribe surgen, emergen recuerdos de tiempos muy diversos, de ahí que, a esa edad, cuando yo ya había olvidado prácticamente todo sobre el ajedrez, pero necesitaba hablar de la inteligencia, de la búsqueda del conocimiento, el ajedrez volvió para ofrecer esa metáfora.

MCA: En la novela, al referirte al club Olimpo, das a entender que era un lugar lo suficientemente potable como para que tu madre o tu padre no te prohibieran concurrir a jugar.
GM: Esa es una de las decisiones que uno tiene que tomar cuando escribe. Hay veces en que hay detalles de la realidad que pueden ser de algún modo decepcionantes o no están en sintonía con los requisitos literarios. Y hay veces, curiosamente, en que encajan a la perfección. Yo necesitaba un nombre para el club. Quería dar a entender que allí se reunían las inteligencias más altas de la ciudad y que era algo así como un Panteón. Y el club real al que iba a jugar se llamaba Club Olimpo. Era perfecto, no necesité cambiar el nombre. Pero a la vez, ese lugar tenía una cierta ambigüedad, que advertí mucho después, porque cuando lo frecuentaba era muy chico, iba acompañado por mi padre y no tenía mucha conciencia de lo que ocurría –como lo comento en la novela. Esa ambigüedad tenía que ver con las características de muchos clubes de ajedrez de los pueblos, que esconden una segunda vida relacionada con las cartas y el juego. Yo veía las mesas de naipes cercanas y a la gente que jugaba con porotos y creía que así se entretenían, pero mi padre me explicó en algún momento que esos porotos después se canjeaban. En aquel momento yo tenía cierta inocencia, y para mí siempre fue un lugar muy amable y todos estaban encantados de que concurrieran chicos, como mi hermano, que a los cinco años jugaba allí al ajedrez y causaba sensación, hasta el punto de que la gente se reunía a su alrededor para verlo jugar. Tanto él como yo éramos como las mascotas del club. Por eso guardo muy buenas experiencias de haber jugado allí durante esos años.
Mi padre también organizó un concurso de ajedrez en la escuela y tenía la idea de que, tal vez, en lugar de enseñar a los chicos matemática, y de martirizarlos con cuentas abstractas, cuando quizá no tenían aún la edad suficiente para comprender, habría que reemplazar esos años iniciales de confrontación con la matemática con algo cercano, pero que fuera más amistoso, como era el ajedrez, que tiene muchos de los requisitos que después se requieren para el pensamiento abstracto. Como sabemos, en el juego del ajedrez se necesitan concentración, anticipación, la figuración mental del tablero, una serie de operaciones que finalmente están cercanas a la matemática.

HAH: Guillermo, hablando de matemática. Por lo que sabemos, fuiste un escritor y también un ajedrecista desde muy chico, ¿cómo fue entonces que, en principio, elegiste la carrera de Ingeniería y después estudiaste Ciencias Matemáticas, en lugar de seguir una carrera humanística?
GM: Eso tiene que ver con el gran valor que mi padre le otorgaba a la matemática. Él dictaba en un colegio secundario una materia que se llamaba Construcciones Rurales, y siempre empezaba dándoles a los alumnos problemas de regla de tres, porque, según decía, si no sabían las mínimas herramientas de matemática después no sabrían hacer nada. Hubo un momento en que se impuso en Francia la enseñanza de la Matemática Moderna –la matemática a través de conjuntos, los diagramas de Venn, etc.– y llegaron a nuestro país unos libros llamados “Papi”, en los que se enseñaba esa nueva disciplina; mi padre los compró de inmediato y trataba de enseñarnos, como un experimento educativo, antes de que fuéramos a la escuela. De modo que en mi casa la matemática estuvo siempre situada en un pedestal muy alto, a pesar de que mi padre se dedicaba más a la literatura –yo siempre lo veía escribiendo sus cuentos– y también le gustaba mucho el cine –con mi madre fueron los fundadores del cine club de Bahía Blanca. Sin embargo, no era, de ningún modo, una elección natural para mí, no era, para nada, la materia en la que me iba mejor en el colegio, ni lo que sentía más cercano o afín. Ocurrió que yo empecé a estudiar Ingeniería Electricista porque uno de los temores que tenía mi padre –como algo tradicional de la clase media argentina– era que yo iniciara una carrera con la cual luego no pudiera sobrevivir, y existía la fantasía de que, como ingeniero, uno después iba a tener trabajo siempre. Esa fantasía se desmoronó en los años 80 y 90 del siglo pasado, pero por entonces era una creencia muy fuerte en algunas familias de la clase media. Por eso yo empecé a estudiar Ingeniería, con la idea de que después iba a cursar otra carrera relacionada con las humanidades, que, imaginaba, sería Filosofía, porque en aquella época me interesaba mucho la Filosofía. Sin embargo, ocurrió que las primeras materias que cursé estaban relacionadas con la matemática y tuve excelentes profesores que me enseñaron algunas ideas que fueron las mismas que fascinaron a Borges, como la de la diversidad de infinitos, las paradojas lógicas, los lenguajes artificiales, y también me hicieron comprender que, de algún modo, hay una vinculación profunda de la matemática con la filosofía. En el fondo la filosofía se puede pensar como una disciplina en la que se discriminan los conceptos, se los diferencia dentro del lenguaje, en tanto que la matemática puede pensarse como una disciplina donde conceptos todavía más próximos ya no pueden separarse con el lenguaje natural y se requiere de fórmulas matemáticas para realizar esa separación. Pero en el fondo es la misma clase de juego.

Hubo algo que descubrí en esos cursos iniciales y que fue lo me decidió a estudiar matemática: la matemática tiene intelectualmente algo muy atrayente, porque es un tipo de conocimiento en profundidad –algo que creo tiene también mucho que ver con lo que ocurre en el ajedrez. En la matemática se llega a percibir cómo funciona la mente de alguien superdotado, la altura a la que puede llegar en abstracción y en profundidad. Se trata de una suerte de conocimiento por niveles, y en el ajedrez ocurre algo muy parecido, porque a veces uno se pregunta cómo una persona puede llegar a vislumbrar una situación que está tan lejana. Creo que es ahí donde se hacen los cortes de jugadores: el que puede anticipar tres jugadas, el que puede anticipar cinco y hasta siete. Y en matemática también existe ese factor, junto con otro que tiene que ver con la imaginación, que es más extraño, porque los matemáticos tienen maneras de imaginar que son verdaderamente excéntricas. Por todo eso me pareció, desde un punto de vista intelectual, mucho más fascinante seguir esa carrera en lugar de alguna relacionada con la literatura. Me parecía que en ese campo yo ya tenía las herramientas. Finalmente en la literatura todo tenía más que ver con leer y con cierta erudición, y eso siempre podría hacerlo por mi propia cuenta en algún otro momento de la vida.

MCA: Todo ese conocimiento que tenías desde chico y que seguiste incrementando, tanto acerca de la matemática como del ajedrez, ¿luego lo aplicaste en la estructura de tus libros?
GM: No estoy seguro de eso. Siempre me pregunto qué sucedería si se me ocurriera quitar de la solapa de los libros la información de que soy matemático, que es la etiqueta que más me persigue. ¡Ya en estos momentos agradecería incluso que dijeran que soy ajedrecista!

HAH: Alguien dijo acerca tuyo –creo que fue el director Alex de la Iglesia- que la película Crímenes de Oxford le parecía, desde el inicio, como la posición en un tablero de ajedrez.
GM: Sin duda tiene algo de eso y, de hecho, una de las cosas que él intentó en la película, y creo que lo hizo muy bien, fue el plantear la ciudad como un tablero. Hay un momento en la película, que está como al pasar, en el que los personajes dialogan con el inspector de la policía y se muestra una mesa en la que hay dispuesta una serie de soldaditos en determinadas posiciones que se van alterando para establecer el desarrollo de una batalla, y de alguna manera eso estaría demostrando que ellos –los protagonistas– son como dos jugadores sobre un tablero de ajedrez que es la ciudad de Oxford.
Volviendo a la pregunta de Marcelo acerca de la estructura de mis libros, quisiera aclarar que yo creo que en realidad es al revés. Empecé a escribir desde muy chico –entre los 14 y los 19 años ya había terminado de escribir un primer libro de cuentos– y siempre concebí mis historias más o menos de la misma manera. Tal vez ocurra que el ajedrez o la matemática me han dado una suerte de facultad para esclarecer un poco más las tramas, para lograr cierta nitidez en las explicaciones o ciertas articulaciones lógicas más claras, pero no afectan en nada el modo en que se me ocurren las historias o las imagino, o en la manera en que intento escribirlas. Para mí eso no cambió demasiado, y diría más: yo me formé como un cuentista junto a mi padre que escribía cuentos –hasta que yo empecé a escribir novelas él no había escrito ninguna, después escribió cinco–, y cuando llegué a Buenos Aires concurrí más o menos durante un año y medio al taller de Liliana Heker, que también tiene una formación en Física. Para mí su aporte fue muy valioso, porque su forma de hablar de literatura era sumamente analítica, no había en ella ningún desborde lírico y era muy minuciosa en detectar los errores, ubicar los problemas y sugerir soluciones. Yo me sentía muy a gusto con esa clase de crítica, que era casi como la crítica desapasionada que se puede hacer de la demostración de un teorema. Creo que algo bueno que tienen los matemáticos es que rara vez se pelean, porque si se dan opiniones diferentes recurren al pizarrón, se hace la demostración y en algún momento salta el error. En ese sentido, la matemática no es muy opinable, y eso hace que entre los matemáticos haya siempre buena convivencia. A lo sumo, se pelean por la importancia del área en que cada uno investiga. Algo de eso había en la forma de ejercer la crítica que tenía Liliana Heker, que fue muy valiosa para mí, y puede ser que de ahí venga también cierto aporte del mundo científico que me lleve a pensar el texto como un objeto fuera de mí, donde no necesariamente se juega quién es uno, los sentimientos propios, sino cierto desapego que permite corregirlo y considerarlo como un texto que puede ser modificado, y eso quizás sea una herencia que proviene del campo científico.

MCA: Sé que has dado charlas y en tu libro Borges y la matemática se recopilaron esas disertaciones que pronunciaste en el MALBA, y muchas veces has hablado de la influencia de Borges, de la matemática, del tema del laberinto, del infinito, y en este sentido siempre me ha llamado la atención que haya disciplinas o ciencias, como es el caso de la matemática, el ajedrez, la música, que son similares y que de alguna manera despiertan fenómenos, como niños prodigios o personas que son geniales en su disciplina pero son incapaces en alguna de las otras. Eso queda planteado en tu libro Borges y la matemática y se relacionaría también con el tema de los gemelos pitagóricos, una experiencia que me gustaría que pudieras explicarnos.
GM: Ese es el caso de uno de los relatos clínicos del libro de Oliver Sacks, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Allí habla de dos gemelos a los que se les había diagnosticado autismo, pero en un momento Sacks los encuentra en una suerte de conversación que consistía en una comunicación de números primos, cada vez más altos. En las caras de los dos se reflejaba felicidad al reconocer estos números muy grandes como números primos. Hay que decir aquí que cuando un número es muy grande es en general difícil decidir si es primo o no en una cantidad pequeña de tiempo. Si a uno le dan un número de 10 cifras y le preguntan si es o no un número primo, se deben hacer una gran cantidad de cálculos para determinarlo, pero Sacks dice que, por los estudios sobre el cerebro y la ubicación de la parte “algorítmica”, los gemelos autistas no serían capaces de hacer esta clase de cálculos. Él sostiene entonces que hay algo de la percepción de lo matemático que no está en el hemisferio algorítmico, sino en el hemisferio izquierdo, que es el más primitivo. Los algoritmos se aprenden, pero también habría algo del orden de lo musical, una sensibilidad armónica aliada quizá con la música, que se podría calificar de sensibilidad “pitagórica”, y que estaría en el hemisferio más primitivo del cerebro. Allí se registrarían las primeras conexiones matemáticas y también las primeras conexiones musicales. Es una idea casi kantiana que Sacks desarrolló a lo largo de varios casos clínicos. Otro caso que plantea es el de una chica con un retardo mental importante y con dificultades motrices, pero que cuando suena música puede bailar y en ese momento es como si recobrara su ser. Hay en ella algo que está como dislocado durante la mayor parte del tiempo, pero de pronto, con música y baile, súbitamente se articula. Por eso Sacks tiene la idea de que en la parte más arcaica del cerebro está impreso de algún modo aquello que resuena o nos permite conocer la música y la matemática. También cree que la matemática tiene algo de lo pictórico, y utiliza este caso como ejemplo. Después yo hice circular este artículo entre los matemáticos, y había algunos que se mostraron muy escépticos sobre la posibilidad de que esta “conversación” de números primos pudiera darse tal como él la relata. A mí el caso me emocionó hasta cierto punto, me resultó absolutamente fascinante. No hay una fórmula clara para generar números primos grandes, y Sacks sugiere que para los gemelos los números primos eran como paisajes que les resultaban gratos y reconocibles inmediatamente. Si un número era primo, ellos lo reconocían de inmediato “mirando” hacia adentro, en una experiencia y gestualidad que parecía del orden de lo gráfico.


MCA: Además, tenían una falta total de desarrollo mental.
GM: Exactamente, se comportaban en muchos otros aspectos como autistas. Había sobre ellos diagnósticos variados, pero presentaban sin lugar a dudas problemas mentales.

HCH: Hace un momento comentaste tu trayectoria como cuentista. Al respecto, hay uno de tus libros –Infierno grande– que me ha fascinado como a mucha gente que lo ha leído. Sin embargo, y esta sería mi pregunta, se nota a través de tu trayectoria que no has seguido esa veta cuentística en toda su profundidad. Parecería que has preferido las novelas.
GM: Ese es un planteo muy interesante. Yo creo que en realidad no es así, pero voy a explicar porqué. Todas mis novelas, salvo Crímenes imperceptibles, se originaron en cuentos. Así, por ejemplo, Acerca de Roderer era el tercer cuento de un libro de cuentos que estaba escribiendo a continuación de Infierno grande. La forma de concebir mis obras fueron siempre las mismas. Siempre fueron ideas para cuentos y creo que Acerca de Roderer es en realidad un cuento, es decir, hay una unidad de propósito, hay una unidad de tensión, no hay digresiones; todo tiene que ver con un in crescendo de la misma situación. Yo considero que sigo escribiendo cuentos, pero que se trata de cuentos en los que existe la posibilidad de cierta expansión de los personajes. Creo que, en definitiva, lo que diferencia al cuento de la novela es que en la novela el escritor tiene mayor posibilidad de desarrollar sus personajes. En el cuento, en cambio, siempre están un poco atrapados por la trama, por el efecto, por aquello que se quiere decir y por el hecho de que la conclusión es relativamente pronta. Y si ustedes prestan atención a mis novelas verán que son relativamente cortas, pertenecen prácticamente al género intermedio de la nouvelle, y eso tiene que ver con que todas han sido concebidas como cuentos, y precisamente el próximo libro que pensaba editar es un libro de cuentos en el sentido habitual, incluso se trata de cuentos breves, y por eso me cuesta terminarlo, porque por ahora es un libro de pocas páginas. Son cuentos de sexo y de muerte, se llamará Los reinos de la posición horizontal. Tengo ocho cuentos escritos y tal vez escriba dos o tres más para redondear un libro que espero terminar este año.


ROBERTO CAMOGLI: Me ha parecido muy apasionante todo lo que has contado, pero me gustaría llevarte más al mundo de la literatura, hacer una reflexión y, al mismo tiempo, plantearte una pregunta para que nos orientes. Me da la impresión, por todo lo que se ha hablado hasta aquí, que a veces los artistas van siguiendo un camino, si bien distinto, con una base pareja. Voy a poner un ejemplo muy mundano, que no tiene nada que ver con la literatura. A veces escuchamos a un cantante cantar distintos temas, pero cuando lo escuchamos sabemos que siempre es el mismo, porque tiene la misma forma de cantar. Si el escritor escribe en forma similar todos sus libros, sus novelas, sus cuentos, puede ser que llegue un momento en que el lector, sin saber quién es el autor de un cierto libro puede llegar a decir: esto es de Guillermo Martínez. Mi reflexión es: ¿esto será bueno o será malo para un escritor? Porque yo veo –y voy a ser realmente muy franco–, que cuando me invitaron a esta reunión, el nombre de Guillermo Martínez me era desconocido, pero fui a la biblioteca y encontré un libro que se llama Crímenes imperceptibles, y lo leí casi sin detenerme, y veo, por lo que está contando Hernán Huergo, y por todo lo que se ha dicho aquí, que hay en tu obra como una base común que está llevando siempre al lector al cálculo, a descifrar algún enigma muy ligado con la matemática. Volviendo entonces a la pregunta: ¿será bueno esto de que un escritor se esté identificando con su tema, con su manera de escribir, o al escritor le gustaría que no lo descubriesen tan fácilmente?
GM: Para mí esa es una de las cuestiones que divide aguas entre escritores. Hay escritores que de algún modo siempre vuelven sobre lo mismo y los críticos que los quieren suelen señalar que esas son las “obsesiones” del escritor, para no decir que son sus repeticiones. Por otro lado, hay escritores que tienen registros muy diferentes, y el lector, cuando se acerca a un nuevo libro de ese autor, no está muy seguro de lo que va a encontrar. Un caso típico sería el de Thomas Mann, que escribió libros en registros muy diferentes, incluso algunos que él estaba perfectamente consciente de que no iban a gustar a su público tradicional. Por eso, en algún momento, llegó a decir que el público alemán solo apreciaba el drama y la tragedia, y sin embargo el escribió libros en un tono más ligero, como Las confesiones del estafador Félix Krull o sus memorias de recién casado. Entre los escritores que pulsan siempre la misma cuerda, el ejemplo que se me ocurre es el de Juan José Saer. Uno toma cualquier novela de Saer y es él del principio hasta el fin. Incluso, cierta vez, en un reportaje, dijo que tenía una idea para una novela pero que le preocupaba que no fuese una novela suficientemente “saereana”. Él tenía una idea muy clara sobre cuál era su mundo, su zona. Yo creo que a mí me interesa más escribir cosas que sean siempre diferentes. Claro, yo hablé de matemática, de cálculo, etc., y al leer Crímenes imperceptibles pareciera que todo apunta a que en mi novelística siempre haya mucha matemática. Sin embargo, no es para nada así. Por ejemplo, mi primera novela, Acerca de Roderer, tiene mucho que ver con el ajedrez, pero también creo que tiene que ver con muchas otras cuestiones existenciales, y el teorema matemático que aparece es paradójicamente un teorema vinculado al caos y a lo diabólico, y hay una cantidad de temas que están fuera de la matemática. Mi segunda novela, La mujer del maestro, es un triángulo de escritores, y trata sobre el mundo literario argentino, y allí no hay ningún rastro de matemática. En cuanto a La muerte lenta de Luciana B, es otra vez una novela sobre el mundo de los escritores y más ligada a la venganza, a la justicia, a las proporciones del castigo, a las distintas formas en las que las diferentes civilizaciones se dieron modos de reparar injusticias. Se trata, por lo tanto, de una novela muy diferente. Claro que, muchas veces, uno tiene la ilusión de que está escribiendo cosas diferentes y luego vienen los lectores y nos dicen lo contrario. Tal vez en esto tenga mucho que ver la formación matemática, porque uno aprende que si se resuelve un problema, no solo se resuelve ese problema sino también todas las variantes similares del problema. Una buena solución de un problema es la que ataca una gran cantidad de problemas cercanos, y de algún modo eso también se puede llevar a la literatura. Si se escribió una novela policial y se hallaron los problemas propios de la novela policial y sus variantes, no es necesario después escribir cinco o seis novelas iguales. Por eso, en lo personal, siempre me interesa intentar cosas nuevas, más allá de que luego alguien venga y señale mis limitaciones. Recuerdo haber escuchado una vez a Rosa Montero hablar sobre este tema de las repeticiones: había una lectora amiga suya que detectó que en todas las novelas de Rosa siempre aparecía un enano, en un momento u otro. Rosa tuvo que reconocerle que era cierto y por eso, en la última novela que escribió trató deliberadamente de evitar el enano. Pero apenas la publicó la amiga la llamó por teléfono: ¡Ya encontré la enana! Lo único que Rosa había logrado era cambiarle el sexo.

GUADALUPE WERNICKE: Desearía hacerte dos preguntas. Una tiene que ver con tus manías rituales y hábitos de escritura, y la otra acerca de tu parecer sobre el papel del escritor en la sociedad actual.
GM: Sobre la primera yo diría que mi manía más típica es perder el tiempo. Es algo que no puedo evitar. Me siento ante la computadora y veo si tengo mails y vuelvo a ver si tengo nuevos mails. En ese sentido, soy el respondedor de mails más intrépido de la ciudad. Es de alguna manera una excusa para no ponerme a escribir, porque para mí la escritura es algo muy placentero a partir del momento en que termino el primer borrador, pero algo muy trabajoso y a veces penoso en los estadios iniciales, cuando hay que crear a partir de cero y aparece como una dureza que se interpone entre aquello que está en la imaginación y el texto; hay una gran distancia, hay como un abismo. Me cuesta mucho ese pasaje inicial que es el primer borrador. Cuando me siento a escribir sé cuáles son las ideas principales, se me ocurren cuáles son las conexiones y sé lo que tengo que escribir a continuación, pero el momento en el que hay que bajar la idea para asentarla en el papel y darle continuidad es algo que siempre me resulta muy duro. Entonces tomo un té y luego un café, y más tarde otro té y otro café, así, serialmente. Además escribo solamente por las mañanas porque a la tarde ya no sirvo para nada. Por la tarde me dedico a leer temas cercanos o relativamente cercanos a aquella novela que estoy escribiendo. El único detalle que tal vez sea interesante para transmitir es una vieja lección de Hemingway que a mí me ha dado resultado, que consiste en dejar de escribir en el momento en que se está más o menos seguro de cómo se va a continuar al día siguiente, es decir, no escribir todo aquello que uno logra imaginar en el día, sino dejar un poco antes y así tener lista la continuación para el día siguiente, con algo que, de algún modo, ya está concebido. Eso me ha funcionado a mí en dos sentidos. Por un lado, me da una excusa más para dejar de escribir antes de tiempo. Alguna vez leí que Agatha Christie también era una perdedora irremediable de tiempo, que cualquier excusa era buena para abandonar su novela. La invitaban a una excavación en Egipto y allí partía para Egipto, o sea que perdía todo el tiempo posible, pero igualmente pudo escribir muchas novelas. En lo personal, por otra parte, creo que en la literatura –para hablar con más seriedad– hay también algo del orden de la vigilia. La literatura no es solo escribir. Es también permanecer en un cierto estado que para mí es como de espera, de acecho, que es propicio para escuchar lo que tiene para decir el texto que uno está construyendo, pero que está construyendo de manera un tanto lábil y que admite otras posibilidades. Por eso hay que estar atento a todas esas cosas que el texto permite adherir y a aquellas que por otro lado rechaza. Eso es también muy importante para decidir si el texto finalmente se va a transformar en un cuento o en una novela. Hay textos que permiten que muchas ideas se integren y otros que nos obligan a avanzar solo por el camino que uno había preestablecido.

En cuanto al tema de la función social del escritor, no estoy tan seguro de esa función social. Es posible que exista, pero cuando yo quise incidir de algún modo en la función social elegí una militancia política. Descreo un poco de la figura del escritor y de la figura del intelectual como opinador. Esa figura a mí no me interesa. La del intelectual que aparece firmando solicitadas –más allá de que a veces no se puede dejar de hacerlo– me parece una figura un tanto engañosa, un lugar un tanto cómodo del escritor que se convierte en opinador. Yo siempre traté de huir de ese perfil, porque además las relaciones entre lo social, lo político y lo literario son relaciones muy complicadas. Y yo me inclino más por la clase de literatura que crea mundos relativamente autónomos de lo político o histórico real. Para mí la literatura está más cerca de la matemática que de la historia. Y la ficción tiene una autonomía relativa que es muy importante mantener, sobre todo en el tipo de textos que yo escribo. A mí me interesa la literatura como un acto de ilusionismo, es decir, uno empieza en el registro del sentido común, de lo cotidiano, de lo conocido, pero hay en un momento una torsión, y esa torsión, esa extrañeza, esas bifurcaciones inesperadas son para mí de otro orden, que no tiene porqué ser explicado por las coordenadas políticas y sociales. En lo literario tiene que haber otras fuerzas en acción, y por eso mis novelas están siempre alejadas de lo social más obvio y de lo político. Ahora bien, otra pregunta posible es si sería deseable que hubiera cierta función social del escritor, y la respuesta es sin duda afirmativa. Yo creo que sí, porque de otro modo siempre se trata de lugares que se ocupan de otras maneras, que ocupan otras personas. Quizá sería más interesante que opinaran ciertos escritores, intelectuales, científicos, etc., y no que ese terreno quedara en manos de la farándula, por decir algo, pero también hay que tener en cuenta que la sociedad elige sus faros de pensamiento.

ENRIQUE ARGUIÑARIZ: Mi pregunta tiene que ver con algo que ya te han preguntado, puesto que trata sobre el proceso creativo. Quisiera saber si cuando te viene una idea la escribís desde el vamos, como Mozart, del que decían que nunca hacía correcciones en sus manuscritos, o si por el contrario sos un obsesivo corrigiendo.  
GM: Mas bien como Salieri: muchas tachaduras.

ENRIQUE: … o si incluso dejás dormir las cosas porque no estás satisfecho y las dejás dormir incluso meses hasta que reconocés que allí hay una idea. ¿Hay para los escritores algún ángel que les dice que esa es la idea, que hay que ir para adelante y dar por terminada la creación literaria?
GM: Creo que por suerte hay un momento de fascinación con la idea. Es un momento como de enamoramiento en el que uno percibe la potencialidad que tiene una cierta idea. Como ya lo dije, yo siempre concibo los textos como cuentos, entonces lo que a mí me interesa sobre todo es ese momento de torsión, cuando algo que parecía poder mirarse de una manera, de repente se puede rotar, girar y mirarlo desde otra perspectiva. Ese momento, si se quiere, tiene algo de mágico o del orden de la inspiración. Es lo que enamora, y uno tiene que estar muy enamorado, porque después hay largos años de convivencia con el texto. Yo dejo que las ideas demuestren todo eso que prometían, las dejo en reposo durante cierto tiempo, que es un reposo muy natural que dura todo el tiempo que demoro en concluir la novela anterior.
Mientras escribo una novela estoy ya pensando en la próxima y eso va alimentando de algún modo la novela que está por venir. Siempre llega un momento en que uno se harta de la novela que está escribiendo, y entonces aparece como una posibilidad la nueva novela en que uno hará las cosas como realmente quiere. Hay un texto muy hermoso de Henry James que se llama La próxima vez, y tiene que ver precisamente con un escritor que siempre piensa que con el próximo libro, la próxima vez, las cosas serán mejores.

EDUARDO IGLESIAS: Debo confesar que tengo un problema muy serio con vos, porque tengo una hija que se llama Luciana, que se casó con un Borda, y se me ocurrió regalarle tu libro sobre Luciana B., y a partir de ese momento la relación con mi hija ha cambiado, no digo que se haya deteriorado, pero sí que se ha vuelto más turbulenta. Mi pregunta tiene que ver con el final de tu novela y la duda que se plantea allí: ¿es válida?, ¿tenías una respuesta clara para ella o nos la dejaste a todos nosotros y a mi hija Luciana B.s para especular si se trataba de una duda realmente esencial?
GM: Con esa novela ha ocurrido que muchos lectores consideran que su final es abierto, demasiado abierto. Yo creo que hay realmente una tesis, que es la que sustenta el narrador, y pienso que he conseguido dar los indicios para que esa tesis sea la más creíble, pero a la vez hay una suerte de fascinación de los lectores con uno de los personajes, fascinación que impide que se le asigne la culpabilidad a ese personaje. Por supuesto, no dejo la novela totalmente cerrada, porque consideré que su gracia radicaba precisamente en la oscilación entre las distintas versiones y me interesaba que no hubiera un modo fehaciente de decidir cuál era la correcta. En todo caso, creo que aposté a escribir una versión más creíble que las demás, que es la que desarrolla el narrador. Lo que ocurre es que el narrador se ve imposibilitado para llegar más lejos, de ahí esa suerte de muro con el que se encuentra al final, y en lo personal me atraía la idea de que el lector tampoco pudiera estar 100 x 100 seguro y que también tuviera esa vacilación. Pero hay algo más. No sé si ustedes han seguido las noticias policiales más o menos recientes sobre algunos crímenes, pero a mí lo que siempre me ha parecido más extraordinario de esos crímenes más resonantes, que quedaron sin resolver, es que uno, con total honestidad intelectual, debido a los indicios que aparecen, por la manera en que se alternan las hipótesis, uno tiene toda la sospecha, toda la sensación de que ciertas personas son las culpables, pero más allá de esa intuición es muy difícil que se pueda explicar totalmente lo que ocurrió, porque siempre aparecen elementos que son también de la realidad y que son partículas de tinieblas, como diría Borges. No sé si ustedes han hecho el ejercicio de imaginar quién ha podido ser el criminal en tal o cual caso, pero siempre es muy difícil, a partir de los indicios que van apareciendo, llegar a una teoría que cierre el caso totalmente. Y en mi novela yo también deseaba transmitir algo de eso, de que es muy difícil llegar a una conjetura absolutamente unívoca.

HAH: En uno de tus libros aparece una frase que creo que dice que “el crimen perfecto no es aquel que no se resuelve, sino el que se resuelve con el culpable equivocado”. ¿Tiene esto algo que ver con tus obras? ¿Ha rondado como idea, por ejemplo, en La muerte lenta de Luciana B.?
GM: No. En realidad esa idea yo la tenía para Crímenes imperceptibles. Se necesitaba una forma de cerrar el caso para la policía y también para la opinión pública, de ahí que imaginara esa frase, que se corresponde con lo que sucede en la novela. Hay una instancia en la que parece que se encontró al criminal y con eso se cierra el caso, en tanto que la verdad queda en manos de unos pocos que están involucrados en la acción. De todos modos, no creo que sea una frase absolutamente mía, o por lo menos la idea no es exclusivamente mía. Hay muchas novelas policiales que acuden a esa suerte de truco.

ALFREDO BOSELLI: Yo no soy ni escritor ni ajedrecista. En todo caso pertenezco a las ciencias “duras” puesto que soy físico. Antes de hacer mi pregunta quiero decir que conozco dos de tus libros y que tuve oportunidad de escucharte tres veces. Los dos libros son Crímenes imperceptibles y La muerte lenta de Luciana B. En realidad, este último lo escuché más que leerlo, en tertulias en Bariloche, ya que mientras llovía mis cuñadas leían y los que no leíamos nos fuimos enganchando con tu libro, y después tuve que leer Crímenes imperceptibles. Para mí las dos obras son iguales: creo que están escritas por un matemático; creo que en ambas se está resolviendo el teorema de Lagrange[1] y creo que son interesantes porque para mí son un aporte para entender los mecanismos del pensamiento, cómo se pueden relacionar eventos que tal vez no tienen ninguna conexión, pero que, trabajándolos adecuadamente, se pueden enganchar, cuando son pocos, para tratar de descifrar cuál es el evento que sigue. Tres sucesos, en un crimen, pueden indicarnos que el asesino serial hace tales cosas, que es lo que se plantea en Crímenes imperceptibles, en tanto que en La muerte lenta de Luciana B más bien se presentan muchos hechos que se podrían enganchar o no, o podrían ser como la realidad nos los presenta aparentemente o no. ¿No ves que en realidad en tus libros –por lo menos en los dos que cité– hay claramente una lógica matemática?
GM: Antes de analizar la matriz o la idea matemática que hay detrás de cada uno, quisiera decir que siempre trato que mis libros sean distintos entre sí desde el punto de vista literario, y creo que La muerte lenta de Luciana B es un libro mucho más dramático y, además, desde el punto de vista formal funciona como una obra de teatro, es una obra de suspenso psicológico y su escritura es muy diferente. El hecho de que el ámbito sea la Argentina también hace que el trabajo coloquial, el trabajo del lenguaje sea muy distinto. Creo que tienen una textura absolutamente diferente, y también está el hecho de que Crímenes imperceptibles es lo que se llama un clásico whodunit[2], es decir que, lo que mueve el suspenso, la intriga, es la pregunta sobre quién, entre una serie de personajes que aparecen como posibles sospechosos, es finalmente el que cometió el crimen, cuestión que, desde el punto de vista de la novela policial, en el fondo supone preguntarse cuál es el ordenamiento nuevo que hay que hacer de los hechos para permitir que se ilumine a aquel que es el culpable. Ese es el tipo de intriga que hay en Crímenes imperceptibles. En el caso de La muerte lenta de Luciana B., diría que se trata más bien de una cuestión de tipo moral, porque lo que se plantea es cuál versión, de las dos que se oponen, es la que el lector está dispuesto a creer. Desde el punto de vista matemático, la idea que figura en Crímenes imperceptibles es la idea de Wittgenstein de que una serie de tres elementos pueden continuarse de cualquier manera. Para mí, Crímenes imperceptibles es mas bien una novela epistemológica, que alude a esa suerte de limitaciones en la investigación policial. Y se opone a una creencia del sentido común, a esa ilusión de que adivinando el símbolo que viene a continuación se adivinará quién es el asesino. Digo ilusión porque no hay un único símbolo posible para continuar una serie. Esa es la idea matemática que está detrás de Crímenes imperceptibles, mientras que en La muerte lenta de Luciana B. hay una idea que es más filosófica que matemática, que tiene que ver con la ansiedad humana por darle forma al azar, que es lo que permite ver constelaciones en el cielo. Es una idea que considero muy diferente. Sería la idea de que si a uno le ocurren algunas cosas desgraciadas se debe a que hay alguien que se está vengando, mientras que la experiencia de la vida nos está diciendo que, a medida que pasa una suficiente cantidad de años, a todos nos ocurren cosas cada vez más horribles. Quiero decir que se juega con esa otra idea que es una idea existencial, porque a Luciana se le van muriendo los seres queridos a lo largo de muchos años. Esa es la otra idea que juega y que ya no es matemática. Es una idea que hace a la necesidad humana de darle forma a lo que en principio pueden ser figuras del azar.

CARLOS ALTGELT: ¿Alguna vez te sentaste a leer un libro que ya escribiste?
GM: Sí, lo he hecho y con resultados diversos. Como cada cierta cantidad de años se reeditan mis libros, ese es el momento en el que vuelvo sobre ellos. Por ejemplo, a los diez años de su primera publicación hubo una reedición de Infierno grande y volví a leerlo, y en ese momento es cuando se repara en ciertas cosas que uno detecta como inmaduras, y algunas se pueden resolver, otras no tanto, y uno prefiere ser fiel a la persona que había sido cuando escribió eso en otra época. Siempre son decisiones difíciles las de volver a leer un libro escrito por uno mismo. Lo que es curioso es que, cuando se está escribiendo un libro, se está muy cerca del texto y es como si se vieran los errores microscópicos del texto, y uno se preocupa palabra por palabra por lo que está escribiendo. Así, por ejemplo, a veces estoy semanas tratando de evitar la repetición de palabras y buscando otra posibilidad, una conexión. Después, cuando uno lee mucho después el libro, es como si todas esas cosas desaparecieran, como si ya no importaran, y quizá se ven otras cosas que tienen que ver con el conjunto, y entonces uno piensa que tendría que haber prestado mayor atención a eso otro, la figura general. Esa distancia que uno tiene con los años es algo que uno quisiera tener antes de publicar el libro…

EDUARDO IGLESIAS: Yo he leído varias veces tu cuento Infierno grande y también leí un libro que reúne varios relatos titulado El terror argentino, donde publicaste ese cuento que me pareció una maravilla. ¿Cómo se concilia la inclusión de Infierno grande en esa antología de cuentos de terror?
GM: Si bien ese cuento figura en una antología del terror argentino, y hay que reconocer que es un cuento de terror argentino, figuró también en otras antologías, por ejemplo en Canadá, donde se lo publicó dentro de una antología sobre la resistencia política. El cuento tiene esa ambigüedad: se lo puede pensar como un cuento cuasi policial, como un cuento de horror o como un cuento político. Algo más triste todavía, es que cuando lo voy a leer en las escuelas secundarias, se nota que si no hay una explicación de parte de los profesores los chicos no tienen una percepción inmediata sobre aquello de lo que habla el cuento. Me ocurre también cuando lo leo en el exterior, donde debo hacer algunas consideraciones previas para que se pueda entender algo del final. Eso muestra también la manera tan curiosa en que se procesa lo político a lo largo de los años: un cuento que en una determinada época tiene una lectura absolutamente inmediata, política, al pasar los años puede transformarse en un cuento de terror o casi sobrenatural. HAH: Estamos llegando casi al final y tengo que agradecerte, Guillermo, porque hemos pasado un rato realmente estupendo. Te queremos ofrecer un obsequio como recuerdo de este día y por eso te entregamos este libro titulado Jockey Club, un siglo, en el que encontrarás mucha más información sobre la historia y la vida del Jockey Club. Agradecemos también al público presente y los invitamos a concluir este acto con un brindis de honor. Así que solo nos resta brindarle un aplauso a nuestro invitado de hoy.



[1] Este teorema dice que dados n puntos siempre se puede encontrar un polinomio que pase por esos puntos. Ese polinomio sería la “razonabilidad” matemática, la figura racional que une los puntos. De la misma manera, las muertes iniciales aparentemente disconexas de un relato policial pueden ser unidas por la conjetura racional del detective (nota de Guillermo Martínez).
[2] Esta es la abreviatura de Who['s] done it (¿quién lo hizo?) y hace referencia al subgénero de novela policial en que se proveen indicios acerca de la identidad del autor del delito para que el lector pueda deducirlo antes de la solución que se revela en las últimas páginas del libro.


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