La medición del mundo / Kehlmann


La medición del mundo
Daniel Kehlmann
Emecé, 220 páginas, 2007.
Publicada en La Nación, 2007.

  La medición del mundo, del autor alemán Daniel Kehlmann, parece proponerse en principio como el relato en paralelo de las hazañas de dos de los principales intelectos de los finales del siglo dieciocho: el sedentario matemático Carl Gauss, partidario de la abstracción y la deducción lógica, y el naturalista e incansable viajero Alexander von Humboldt, que no deja planta ni piedra sin revisar, atento a la inmensa variedad de lo concreto. Estos dos nombres representan, o podrían representar, los extremos de dos maneras distintas, aunque no totalmente separadas, de concebir el conocimiento científico: como una tensión permanente entre los modelos y fórmulas generales que conjetura la imaginación humana y el necesario contraste con aquello que la naturaleza opone como ejemplos y contraejemplos.
Sin embargo, a las pocas páginas, debe dejarse atrás toda esperanza. El propio Kehlmann ha reconocido que el retrato de los dos personajes no pretende ningún rigor histórico y que probablemente tanto Humboldt como Gauss quedarían muy enojados con su libro. Si bien la apropiación y distorsión de una biografía es, por supuesto, un recurso artístico casi inevitable en novelas que se ocupan de personajes históricos, se supone que la selección -y los desvíos- deben servir, justamente, a un propósito artístico. Pero aún si pudiera superarse la primera impresión por el retrato caricaturesco de uno y otro, aún si se reemplazaran mentalmente los nombres de Humboldt y Gauss por otros ficticios, lo que queda, es decir, la novela, también es pobrísimo. Basta repasar la construcción del personaje de Gauss: después de recordarnos la sempiterna anécdota de su infancia –la manera en que sorprendió a su maestro de escuela al sumar de un solo trazo los números del uno al cien- el niño prodigio, con sólo ver arder unas velas, rebate la teoría de la época sobre el flogisto y a continuación, en un viaje en globo, también casi de la nada, descubre nada menos que la geometría no euclideana. Dado que Gauss es un genio matemático, tiene que ser insensible y distraído, de manera que Kehlmann nos cuenta un supuesto episodio de su juventud en que fue a pedir una audiencia al duque sin estar enterado ni advertir por ningún signo que su país había entrado en guerra. Un poco más adelante, en el frenesí de las fórmulas, Gauss pasará por alto el nacimiento de su primer hijo y luego –así de repetitiva es la novela- se pierde también, siempre enredado en las cuentas, el nacimiento de los siguientes. Hacia el final, como el hijo mayor no es tan inteligente como hubiera esperado, prefiere exponerlo a que muera en una cárcel antes de hacer el movimiento necesario para salvarlo. Como se ve, lejos de ahondar en la particularidad y complejidad de los procesos mentales de una de las mentes más extraordinarias de todos los tiempos, la descripción del genio matemático se reclina en los lugares comunes más vulgares, el estereotipo de Hollywood sobre científicos locos y ensimismados y la teoría mezquina y consoladora de las compensaciones, según la cual lo que se le da a alguien por añadidura en cuanto a genio, se le debe restar en cuanto a sentimientos, o cordura, o “experiencia de la vida”.
  Igualmente elemental y cercano a lo ridículo es el personaje de Humboldt. Acompañado por un Bonpland perpetuamente quejoso, parece un scout hiperactivo que quiere subirse a cada montaña por la que pasa, y que mide sin ton ni son todo lo que se le pone a su alcance. Su relación de años con Bonpland se reduce a rescatarlo de los prostíbulos y a retarlo como un niño antes de proseguir viaje.
  Si bien la novela es relativamente corta, las repeticiones, la falta de gracia de las peripecias, la ausencia de toda tensión interna, y la nota permanente de falsedad sobre el mundo científico, hacen difícil llegar hasta el final. La traducción, con muchos errores, vuelve todavía más penosa la lectura.

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