Amsterdam / McEwan

NO TODO ES POSIBLE EN AMSTERDAM

Amsterdam
Ian McEwan
Anagrama, 200 páginas, 2000.
Publicada en La Nación con el título Endeble relato de un gran narrador, 2000.

  El entierro de Molly Lane reúne a los cuatro hombres principales en su vida. Dos de ellos, Clive Linley, un exitoso compositor al que le han encargado una sinfonía para celebrar el nuevo milenio, y Vernon Halliday, director de un periódico al borde del amarillismo, fueron en diferentes épocas de la juventud de Molly sus amantes, son buenos amigos entre sí y representan la parte de una generación que pudo escalar posiciones en Inglaterra desde un pasado idealista y bohemio, sin perderlo todo en el camino. Los otros dos hombres pertenecen a la etapa final de la vida de Molly: son su último marido, que fue un férreo carcelero durante la enfermedad y quiere apropiarse de la memoria de su mujer y finalmente el ministro de Relaciones Exteriores y firme candidato de la derecha a primer ministro, que simboliza todo lo que Clive, Vernon y la misma Molly odiaban de jóvenes. El secreto de su relación con Molly, que se revela torpemente en la contratapa, es el que anudará la trama entre los cuatro.
   Pero la novela verdaderamente empieza después del entierro, cuando la enfermedad de Molly, con su rápido e incontenible descenso a la locura, empieza a obsesionar a Clive. Al volver al trabajo y mientras trata de dar cima a su sinfonía, el compositor cree sentir los primeros síntomas de una dolencia similar.
   Con estos materiales y la probada maestría de McEwan para adentrarse en obsesiones (basta recordar Amor perdurable, El inocente, o los cuentos de Primer amor, últimos ritos) uno podría prepararse para otra excelente novela. Sin embargo Amsterdam da la sensación curiosa de un texto parcialmente en borrador que nunca terminó de amalgamarse, como si McEwan no hubiese encontrado el punto de apoyo para mover su mundo. La novela se dispersa más y más y los conflictos morales potencialmente interesantes que están en juego finalmente se trivializan. Uno de los problemas básicos es la caracterización superficial de los personajes. Con la excepción de Clive, en quién se intenta al menos ahondar en su proceso creativo, los otros tres aparecen descriptos de una manera poco convincente, como meras ilustraciones de posibles elecciones morales. A su vez, estas elecciones morales están fuertemente inscriptas en la lógica demasiado rígida de los intereses políticos: esto quita grados de libertad y vuelve bastante previsibles las resoluciones que toma cada uno. El otro problema es la oscilación del punto de vista: las escenas en la redacción del periódico están narradas de una manera esquemática y externa, como si hubieran sido escritas con desgano, o a las apuradas, y tampoco tiene mucho espesor la indagación en la obsesión simétrica, pero mucho menos creíble de Vernon, o en la vida familiar del ministro. McEwan sólo parece estar a gusto con el personaje de Clive, a través del que ensaya incluso una especie de autojustificación irónica sobre sus predilecciones estéticas, con una crítica embozada a los vanguardismos.
   El final, absolutamente inverosímil, intenta un paso de comedia negra, que queda muy fuera del tono y los climas del resto de la novela. La crítica ha considerado a Amsterdam, quizá por el trazo tan marcado de este final, una obra satírica y también una fábula moral. Da la impresión, sin embargo, de que la acentuación de este costado satírico fue un recurso in extremis para disimular la endeblez insalvable del libro.
   Ian McEwan estuvo sentado como finalista al premio Booker en tres ocasiones, con dos libros excelentes. Esta es la novela por la que finalmente se lo dieron.

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