Hubo después, como Ezequiel me había anticipado, un lento minué de e-mails. Me escribía un doctor Edward Mac Neal, del departamento de Relaciones Internacionales. Cortés, ceremonioso, impenetrable. El doctor Ezequiel Paz y nuestra profesora de español, Rachel Green, recomendaron calurosamente su nombre. Sin embargo, como también le habrán hecho saber, ése es sólo el primer paso para elevar su postulación. ¿Era una simple precaución, casi retórica, o una advertencia? Me pedía que tuviera la amabilidad de llenar una cantidad de formularios, y de adjuntar un currículum, y una fotocopia autenticada de mi título. Pero había algo que no acababa de decir en el intercambio de frases que parecían convencionales y aún así guardaban un filo, como la repetición de preguntas no del todo inocentes de un oficial de migraciones, y en el pedido posterior de ampliación y precisiones me pareció advertir un resto de desconfianza, o quizá un requisito en clave, encubierto entre las formalidades, una contraseña de otro protocolo que yo no alcanzaba a reconocer. ¿Eran sólo ideas mías? También me había escrito Rachel Green para decirme lo contenta que estaba con la perspectiva de que los visitara durante un semestre. Su mensaje era cálido y entusiasta, con una referencia muy concreta al seminario de Salinas, pero ni aún así logré evocar nada de ella. Decidí de todos modos encomendarme a esa corriente femenina de buena voluntad. Rachel me tranquilizó de inmediato: mi postulación debía elevarse a un Concejo de profesores y querían tener una parva de títulos y comprobantes y certificados para dejar, por así decirlo, que el peso de los papeles decidiera por ellos. Ninguno sabía español, ninguno sabía nada de literatura, la universidad estaba orientada principalmente a negocios, y era la primera vez que contrataban a un escritor. Esto los tenía un poco inquietos, junto con el hecho de que yo no había dictado demasiados cursos. Me sugería que en el currículum extendido que me habían pedido reemplazara cada tanto la palabra “conferencia” por la palabra “cursillo”, y todo se solucionaría.
Así lo hice y la nube invisible en la correspondencia de Mac Neal pareció disiparse. En su e-mail siguiente me felicitaba porque mi postulación había sido aprobada por unanimidad y me dejaba saber, en un primer arrebato de cordialidad, que me ofrecerían, además de un departamento “amplio y confortable”, un auto de la universidad para que usara libremente. Tuve que decirle, después de un párrafo de agradecimientos, que yo no manejaba, y que esperaba que esto no fuera a ser un problema. Mac Neal pareció sumirse otra vez en una cavilación malhumorada y demoró varios días en contestar: el departamento, afortunadamente, estaba a sólo diez minutos de caminata del campus. Pero el campus quedaba a doce millas del pueblo y de los malls. Sólo tendría cerca una lavandería. Él se preguntaba cómo haría yo para aprovisionarme. De todas maneras, se le ocurría una primera solución: alguno de los alumnos becados me acercaría una vez por semana al supermercado, y me llevaría y traería “a intervalos razonables” si necesitaba ir por cualquier otro motivo al centro.
Tuve por un momento la sensación de que me había encerrado sin saberlo en una trampa: un pueblito perdido en un estado del Sur, y una casa separada por kilómetros de toda civilización, de la que sólo podría salir “a intervalos razonables”. Pero no era acaso, por otro lado, como si el brazo largo del azar me concediera una última oportunidad para terminar mi novela: una isla desierta del otro lado del mundo, apenas atenuada por una lavandería y una provisión semanal del supermercado. Elegí con cuidado en mi biblioteca los libros que sospechaba que ya nunca iría a leer, como si también les diera en este viaje la última oportunidad, y el 26 de agosto de 2001, el mismo día en que cumplía 39 años, tomé el vuelo de Delta Airlines con destino Atlanta, adonde Rachel iría a esperarme.