--¿Querés saber con qué te vas a encontrar? –dijo Ezequiel Paz y desplegó una servilleta de papel sobre la mesa, entre las tazas que nos había dejado un mozo malhumorado. Me había citado en un bar de Colegiales, en uno de sus regresos de golondrina a la Argentina. Estaba igual que siempre: animoso, inquieto, alegre, dispuesto a barrer con todas las dificultades. Su nueva vida de profesor itinerante, en vez de apaciguarlo, sólo había multiplicado sus fuerzas. Hizo aparecer una lapicera y marcó unos trazos rápidos y enérgicos, como si fuera un general a punto de enviarme en una misión peligrosa-. El sur de los Estados Unidos –y giró la servilleta para mostrarme una sucesión de rectángulos-: Mississippi, Alabama, Georgia. La universidad está por acá, en Georgia, en la frontera con Alabama. El sur profundo. Mucha población negra, la zona de las antiguas plantaciones. El pueblito se llama Redground y está cerca del fuerte militar más grande de los Estados Unidos. Ya verás a los marines con sus uniformes en las clases de historia. Un estado muy conservador, todos van a la iglesia los domingos. Pero a vos, qué te importa: das tus clases dos veces por semana y el resto del tiempo lo dedicás a escribir, a leer, a lo que quieras. Nadie te va a molestar. La profesora que te recibe, Rachel, ya la conocés –se detuvo un instante al advertir que yo no daba signos de reconocimiento-. Claro que sí: Rachel Green. Estaba en el seminario que diste en Salinas: una mujer de unos sesenta, pelo totalmente blanco, peinado hacia arriba… No te acordás. Es una vieja encantadora, una de las primeras luchadoras por la integración en los colegios del sur. Los alumnos: de todo un poco, en general chicos de veinte años que trabajan para pagarse la cuota. Algunos latinos, o hijos de latinos, que ya saben español y quieren ganarse fácil los créditos. De literatura: nadie nada nunca. Así que despacio. Desde el principio. Si conseguís que lean cuatro o cinco cuentos, podés darte por hecho. Y algo más te voy a decir –se echó hacia atrás en su silla y alzó los brazos detrás de la cabeza, como si tomara distancia para estudiarme, o hubiera tenido un brevísimo momento de duda antes de decidirse a confiarme aquello-. Algo que nadie te va a decir.- Se adelantó otra vez, apuntó la lapicera a mi pecho y bajó un poco la voz-. Cuando des las clases de consulta, en tu oficina, siempre con la puerta abierta. Sea mujer o sea varón. Sé por qué te lo digo. Siempre la puerta abierta.