Textos recobrados 1956 – 1986
Jorge Luis Borges
Editorial Emecé, 402 páginas.
En “Montaigne, Walt Whitman” –uno de los primeros artículos de Textos recobrados- Borges imagina que la más tranquila de las revoluciones francesas ocurrió quizá dentro de una biblioteca mientras Montaigne releía las obras menores de Plutarco. “Estas cosas me agradan”, reflexiona Montaigne junto a un fuego añadido a la escena, “porque las escribe Plutarco, porque las pronuncia la voz llamada Plutarco”. Montaigne había comprendido, dice Borges, que el pensador griego no era sólo un maestro y una doctrina, sino una entonación individual a la que se había acostumbrado, un hombre y su diálogo. De la misma manera, al recorrer las piezas tan heterogénas de este volumen final de Textos recobrados lo que importa –sentimos- no es el contorno definitivo de una obra, ya completísima, sino la posibilidad de recuperar una entonación, una voz, un modo de reflexionar sobre literatura.
La selección es menos “esencial” que las dos anteriores, quizá porque fue más difícil encontrar en este período final de la vida de Borges textos inéditos. Uno se pregunta, por ejemplo, si era necesario incluir los textos para publicidad turística de Varig y de “La Argentina que usted nunca vio” para Gente (Borges en esos años ya era ciego), varios de los pequeños discursos protocolares de presentación para escritores a los que difícilmente apreciara y poemas que claramente había descartado él mismo con buen criterio.
Entre estos poemas hay sin embargo uno, “La espera”, mucho más interesante, que Borges dictó a un lector desconocido en un café y que se publicó por primera vez en Pájaro de fuego. Es un poema “fantasma”, la vigilia de su propia muerte, nacido, en palabras de Borges, “de lo que se va tachando, de aquellas cosas que uno elige no publicar” y que lo seguía visitando sin resignarse a no ser escrito.
Otro hallazgo es “Un argumento”, en el que Borges anota el bosquejo de una novela que sería el reverso de Guerra del cerdo, de Bioy Casares. Los pormenores y variantes que imagina y su clásica condensación en el final convierten al rápido plan en un cuento. Sobresalen también “Análisis del último capítulo del Quijote”, el resumen de una conferencia sobre Walt Whitman, el discurso sobre Luis de Góngora, el homenaje conmovido a Xul Solar y los artículos “Los amigos” y “Norah” que a través del recuerdo de su padre y de su hermana son por distracción autobiográficos y dan luz indirectamente sobre el Borges niño y los primeros años de su infancia.
En una segunda sección titulada “Misceláneas” se reúnen declaraciones y artículos de Borges sobre distintos temas en debate. Hay una pieza maestra de ironía en una respuesta pública a Manfred Schönfeld (Borges se opuso tanto a la guerra con Chile como a la guerra de Malvinas), hay al menos tres artículos en donde justifica la censura (uno de ellos titulado provocativamente “Sí a la censura”, en el que defiende la prohibición de la película “La intrusa” basada en su propio cuento). Hay un artículo tajante en contra de la reforma de los estudios en 1984 en la Facultad de Letras, que propiciaba la sustitución de literaturas extranjeras por materias como Medios de comunicación, Sociolingüística o Psicolingüística: “Puede sustituirse una taza de café por una de té”, argumenta Borges, “pero no el estudio de Virgilio, o el de Voltaire, por el de canal 13”.
En una tercera sección se reúnen varias entrevistas y cuestionarios que tienen el aire de lo ya suficientemente conocido.
Al mirar en conjunto los tres gruesos volúmenes que lograron sumar las editoras Sara del Carril y Mercedes Rubio a la obra completa de Borges, al recorrer la trama impresionante de lo que fueron sus intereses artísticos y literarios no puede dejar de pensarse que Borges fue como Balzac, como Henry James, más que un escritor, un continente. De otro modo, entre zumbón y resignado, ya lo decía mejor Mujica Láinez:
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No importa cuánto te esfuerces
ni la ilusión que te forjes
lo mejor que hayas escrito
antes ya lo escribió Borges.
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