Publicado en Radar, 2002.
La matemática tiene un momento elitista –que corresponde a la intuición correcta de la solución de un enigma, reservada para unos pocos iluminados- y un segundo momento profundamente democrático: el momento en que esa solución se da a conocer a todos mediante una demostración. Mirada de cerca, una demostración matemática es una sucesión de pequeños pasos lógicos encadenados entre sí, de manera que cualquiera pueda examinar los eslabones con toda la detención necesaria. Idealmente, cada uno de los pasos debe ser en sí tan simple, que cualquier persona con un mínimo entrenamiento en símbolos debería ser capaz de realizar el chequeo de una manera casi automática, verificando de una manera “local” cada ligadura, del mismo modo que una computadora traza en ínfimos cuadraditos de la pantalla rayitas inocentes sin saber que armarán finalmente una reproducción de la Gioconda.
Esta combinación de imaginación y libertad para la conjetura de soluciones, y de transparencia y rigor en las pruebas es posiblemente la clave de la profundidad a que ha llegado el pensamiento matemático en comparación con la acumulación de conocimiento, siempre relativamente horizontal, de otras disciplinas. Sin embargo, la complejidad de algunos problemas, y la utilización de computadoras, puede cambiar dramáticamente la idea de “solución”, y la naturaleza de las demostraciones.
Uno de los problemas más importantes del álgebra -cómo clasificar ciertos objetos matemáticos que se llaman grupos finitos- requirió un trabajo de cíclopes de decenas de matemáticos reunidos en un equipo. Es muy probable que sólo el director fuera capaz de entrever el contorno de la gran figura en el rompecabezas que se iba armando: ningún matemático, para convencerse, podría reproducir por sí solo en el lapso de una vida humana todos los detalles. Durante muchos años, en la ex Unión Soviética, los matemáticos rusos pusieron un asterisco de advertencia en sus trabajos si debían usar en algún momento este teorema. Les parecía más un acto de fe en sus colegas occidentales que una pieza admisible del razonamiento matemático. De la misma manera, es interesante el momento de zozobra que vivió el mundo de la matemática luego de que Wiles anunció la solución a la última conjetura de Fermat, una herida abierta por más de trescientos años. Su demostración original tenía un error, que sólo tres o cuatro especialistas podían detectar; son los mismos tres o cuatro especialistas que certifican que el error se ha remendado. No estoy diciendo de ningún modo que desconfíe de que el teorema haya sido finalmente demostrado. Pero son cien páginas que remiten a otros cien libros de álgebra, y a tres siglos de historia de la matemática. Esto quiebra naturalmente el carácter democrático de la demostración. Fermat, vuelto a la vida, seguramente hubiera protestado. El creía tener una demostración elemental, breve, bella, admirable: una demostración de las de antes.
Las cosas pueden volverse peores cuando entran en juego las computadoras. Uno de los problemas más famosos de la matemática es el problema de los cuatro colores: dado un mapa con países cualesquiera, ¿cuál es la mínima cantidad de colores necesarios para pintar el mapa de modo que países limítrofes tengan colores diferentes? Se sabía que cinco eran suficientes y que con tres no alcanzaba. Durante muchos años trató de probarse que el número mínimo era cuatro. Finalmente se dio una “demostración”: es un libro de programas, que una vez corridos, agotan las miles de ramificaciones de una clasificación tan minuciosa como desanimante. Ningún matemático estaría dispuesto a aceptar desde el punto de vista de la belleza, o la necesidad matemática, que algo así sea una demostración. Vence pero no convence, exactamente igual que la computadora Deep Blue, que puede derrotar a Kasparov, pero no juega verdaderamente el mismo juego de ajedrez. Hay, en definitiva, un agudo problema estético que empieza a perfilarse.
Leo que en los Estados Unidos se ofrece un millón de dólares a quien resuelva alguna de siete preguntas matemáticas pendientes. Quizá habría que agregar que la solución debe ser corroborable en un tiempo humano. “Pensamiento Profundo”, la supercomputadora que imagina Douglas Adams en Hitchhiker´s Guide to Galaxy termina su cálculo e imprime la respuesta final “42” en un futuro tan avanzado que ya nadie recuerda cuál había sido la pregunta.
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