La muerte lenta de Luciana B. / Capítulo UNO

   El teléfono sonó una mañana de domingo y tuve que arrancarme de un sueño de lápida para atenderlo. La voz sólo dijo Luciana, en un susurro débil y ansioso, como si esto hubiera debido bastarme para recordarla. Repetí el nombre, desconcertado, y ella agregó su apellido, que me trajo una evocación lejana, todavía indefinida, y luego, en un tono algo angustiado, me recordó quién era. Luciana B. La chica del dictado. Claro que me acordaba. ¿Habían pasado verdaderamente diez años? Sí: casi diez años, me confirmó, se alegraba de que yo viviera todavía en el mismo lugar. Pero no parecía en ningún sentido alegre. Hizo una pausa. ¿Podía verme?  Necesitaba verme, se corrigió, con un acento de desesperación que alejó cualquier otro pensamiento que pudiera formarme. Sí, por supuesto,  dije algo alarmado, ¿cuándo? Cuando puedas, cuanto antes. Miré a mi alrededor, dubitativo, el desorden  de mi departamento, librado a las fuerzas indolentes de la entropía y di un vistazo al  reloj, sobre la mesa de luz. Si es cuestión de vida o muerte, dije, ¿qué te parece esta tarde, aquí, por ejemplo a las cuatro?  Escuché del otro lado un ruido ronco y una exhalación entrecortada, como si contuviera un sollozo. Perdón, murmuró avergonzada, sí: es de vida o muerte, dijo. No sabés nada, ¿no es cierto? Nadie sabe nada. Nadie se entera. Pareció como si estuviera otra vez por romper a llorar. Hubo un silencio, en el que se recompuso a duras penas. En voz más baja, como si le costara pronunciar el nombre, dijo: tiene que ver con Kloster. Y antes de que alcanzara a preguntarle nada más, como si temiera que yo pudiese arrepentirme, me dijo: A las cuatro estoy allá.


  Diez años atrás, en un estúpido accidente, yo me había fracturado la muñeca derecha y un yeso implacable me inmovilizaba la mano, hasta la última falange de los dedos. Debía entregar en esos días mi segunda novela a la editorial y sólo tenía un borrador manuscrito con mi letra imposible, dos cuadernos gruesos de espirales acribillados /abrumados/ de tachaduras, flechas y correcciones que ninguna otra persona podría descifrar. Mi editor, Campari, después de pensar un momento, me había dado la solución: recordaba que Kloster, desde hacía algún tiempo, había decidido dictar sus novelas, recordaba que había contratado a una chica muy joven, una chica al parecer tan perfecta en todo sentido que se había convertido en una de sus posesiones más preciadas.
   --Y por qué querría prestármela –pregunté, todavía temeroso de mi buena suerte. El nombre de Kloster, bajado de las alturas y aproximado con tanta naturalidad por Campari, a mi pesar me había impresionado un poco. Estábamos en su oficina privada y un cuadro con la tapa de la primera novela de Kloster, la única concesión  del editor a un adorno, daba desde la pared un eco  difícil de pasar por alto. 
   --No, estoy seguro de que no querría prestártela. Pero Kloster está fuera de la Argentina hasta fin de mes, en una de esas residencias para artistas donde se recluye para corregir sus novelas antes de publicarlas. No llevó a su mujer, así que por propiedad transitiva no creo -me dijo con un guiño- que la mujer le haya dejado llevar a su secretaria.
   Llamó delante mío a la casa de Kloster, habló en una efusión de saludos con la que evidentemente era su esposa, escuchó con aire resignado lo que parecía una sucesión de quejas, esperó con paciencia a que ella encontrara el nombre en la agenda, y copió por fin un número de teléfono en un papelito.
   --La chica se llama Luciana -me dijo-, pero mucho cuidado; ya sabés que Kloster es nuestra vaca sagrada: hay que devolverla a fin de mes, intacta.
   La conversación, aun tan breve, me había dejado ver por una grieta imprevista algo de la vida clausurada, privadísima, del único autor verdaderamente callado en un país en que los escritores, sobre todo, hablaban. Al escuchar a Campari había ido de sorpresa en sorpresa y no pude evitar pensar en voz alta. ¿Kloster, el terrible Kloster, tenía entonces una mujer? ¿Tenía incluso algo tan impensado, tan definitivamente burgués, como una secretaria?
   --Y una hijita a la que adora –completó Campari-: la tuvo casi a los cuarenta. Me lo crucé un par de veces cuando la llevaba al jardín. Sí, es un tierno padre de familia, quién lo diría, ¿no es cierto?
   Kloster, en todo caso, aunque en esa época no había “explotado” todavía para el gran público, ya era en voz baja, desde hacía tiempo, el escritor que había que matar. Había sido, desde su primer libro, demasiado grande, demasiado sobresaliente, demasiado notorio. El mutismo en que se retraía entre novela y novela aturdía, y nos inquietaba como una amenaza: era el silencio del gato mientras los ratones publicaban. Ante cada novedad de Kloster ya no nos preguntábamos cómo había hecho, sino cómo había hecho para hacerlo otra vez.  Para aumentar nuestra desgracia, no era ni siquiera tan viejo, tan distante de nuestra generación como hubiéramos querido. Nos consolábamos con la conclusión de que Kloster debía ser de otra especie, un engendro malévolo, repudiado por el género humano, recluido en una isla de soledad resentida, de aspecto tan horroroso como cualquiera de sus personajes. Imaginábamos que antes de convertirse en escritor habría sido médico forense, o embalsamador de museo, o chofer de una funeraria. Después de todo, él mismo había elegido como epígrafe en uno de sus libros la frase despectiva del fakir de Kafka: “No como porque no hallé alimento que me guste: me hartaría igual que ustedes si lo encontrara.” En la contratapa de su primer libro se decía con cortesía que había algo “impiadoso” en sus observaciones, pero quedaba claro, a poco que se lo leyera, que Kloster no era impiadoso: era despiadado. Sus novelas, desde los primeros párrafos, encandilaban, como los faros de un auto en la ruta, y demasiado tarde uno se daba cuenta de que se había convertido en una liebre aterrada, quieta y palpitante, incapaz de hacer otra cosa que seguir, hipnóticamente, pasando las páginas. Había algo casi físico, y cruel, en la forma en que sus historias penetraban capas y removían miedos enterrados, como si Kloster tuviera un tenebroso don de trepanador y a la vez las pinzas más sutiles para sujetarte. No eran tampoco exactamente –tranquilizadoramente- policiales (cómo hubiéramos querido poder descartarlo como un mero autor de meros policiales). Lo que había era, en su estado más puro, maldad. Y si la palabra no estuviera ya lavada e inutilizada por los teleteatros, ésa hubiera sido quizá la mejor definición para sus novelas: eran malvadas. La prueba de cuán prodigiosamente ya nos pesaba entonces era el modo callado en que se hablaba de él, como si fuera algo que si nos esforzábamos por mantener en secreto, nadie “afuera” se enteraría. Tampoco los críticos sabían muy bien cómo despacharlo y sólo alcanzaban a balbucear entre comillas, para no parecer impresionados, que Kloster escribía “demasiado” bien. En eso acertaban: demasiado bien. Fuera del alcance. En cada escena, en cada línea de diálogo, en cada remate, la lección era la misma y desanimante, y aunque cien veces yo había tratado de “ver” el mecanismo, sólo había llegado a la conclusión de que detrás del escritorio debía haber una mente obsesiva, magníficamente enferma, que impartía la vida y la muerte, un megalómano apenas sujetado. No es de extrañar que diez años atrás yo estuviera absolutamente intrigado por ver quién podía ser la secretaria “perfecta en todo sentido” de este perfeccionista maniático.
    La llamé apenas regresé a mi departamento -una voz serena, alegre, educada- y acordamos por teléfono un primer encuentro. Cuando bajé a abrir la puerta me encontré con una chica alta, delgada, seria y aun así sonriente, de frente despejada y pelo castaño estirado hacia atrás con una cola de caballo. ¿Atractiva? Muy atractiva. Y terriblemente joven, con aspecto de estudiante universitaria en su primer año, recién salida de la ducha. Jeans y blusa suelta. Cintas de colores en una de las muñecas. Zapatillas con estrellas. Nos sonreímos en silencio dentro del espacio reducido del ascensor: dientes parejos, muy blancos, pelo todavía algo mojado en las puntas, perfume... Ya dentro de mi departamento, nos pusimos enseguida de acuerdo sobre dinero y horarios. Se había sentado con naturalidad en la silla giratoria delante de la computadora, había dejado a un lado su bolsito y hacía oscilar un poco la silla con sus largas piernas mientras hablábamos. Ojos castaños, una mirada inteligente, rápida, a veces risueña. Seria y aun así, sonriente.
   Le dicté ese primer día durante dos horas seguidas. Era atenta, segura, y por alguna clase de milagro adicional, no tenía faltas de ortografía. Sus manos, sobre el teclado, apenas parecían moverse; se había adaptado de inmediato a mi voz y a mi velocidad y nunca perdía el hilo. ¿Perfecta entonces en todo sentido? Yo, que estaba por llegar a los treinta, empezaba a mirar con una crueldad melancólica a las mujeres “hacia adelante” y no había podido evitar seguir tomando otros apuntes mentales. Había advertido que su pelo, que huía de la frente, era muy fino y quebradizo y que al mirar desde arriba su cabeza (porque le dictaba de pie), la raya en que se partía era algo demasiado ancha. Había advertido también que la línea bajo el mentón no era todo lo firme que podía esperarse y que la leve ondulación bajo la garganta amenazaba convertirse con los años en una papada. Y antes de que se sentara había notado que de la cintura hacia abajo sufría la típica asimetría argentina, la desproporción apenas insinuada, pero acechante, de unas caderas excesivas. Pero esto, de cualquier modo, ocurriría muchísimo más adelante, y su juventud por ahora se imponía y dominaba. Cuando abrí el primero de los cuadernos para dictarle enderezó la espalda contra el respaldo, y corroboré, con algo de desaliento, lo que había intuido en la primera ojeada: la blusa caía recta sobre un pecho liso, liso por completo, como una tábula rasa. ¿Pero no habría sido esto, acaso, un argumento conveniente para Kloster, quizá el decisivo? Kloster, acababa de saberlo, era casado, y difícilmente podría haber presentado a su mujer una nínfula de dieciocho años que tuviera además curvas rampantes. Pero sobre todo, si el escritor quería trabajar, sin distraerse, ¿no era el mejor arreglo posible asegurarse la gracia juvenil de esa cara, que podía admirar de perfil con serenidad todo el tiempo, y quitar de en medio la nota de inquietud sexual que significaría tener a la vista, también todo el tiempo, otro perfil más lleno de peligros? Me pregunté si Kloster habría hecho esta clase de cálculos, de secretas deliberaciones, me pregunté -como Pessoa- si solamente yo sería tan vil, vil en el sentido literal de la palabra, pero en todo caso, aprobaba su elección.
   Sugerí en algún momento que hiciéramos café y se levantó de la silla con esa desenvoltura con que ya se había instalado en mi casa y dijo, señalando mi yeso, que lo prepararía ella, si le indicaba dónde estaba cada cosa. Comentó que Kloster no hacía otra cosa que tomar café (en realidad, no dijo Kloster, sino que lo llamó por su primer nombre, y yo me pregunté cuánta intimidad habría entre ellos) y que la primera instrucción que había recibido de él fue una lección sobre cómo prepararlo. No quise preguntar aquel primer día nada más sobre Kloster, porque me intrigaba lo suficiente como para dejar pasar algún tiempo, hasta que entráramos en confianza, pero sí me enteré, mientras ella buscaba tazas y platitos en la cocina, casi todo lo que sabría de Luciana. Estaba en efecto en la Universidad, en el primer año. Se había inscripto en Biología, pero quizá se cambiara a otra carrera al terminar el Ciclo Básico. Papá, mamá, un hermano mayor, en el último año de Medicina, una hermanita mucho menor, de siete años, que mencionó con una sonrisa ambigua, como si fuera una simpática molestia. Una abuela internada desde hacía un tiempo en un geriátrico. Un novio discretamente deslizado en la conversación, sin nombre, con el que salía desde hacía un año. ¿Habría llegado con este novio a todo? Hice un par de chistes algo cínicos y la escuché reír. Decidí que sí, sin ninguna duda. Había estudiado danzas, pero ya no, desde que estaba en la universidad. Le había quedado en todo caso la postura erguida y algo de la posición de primera al enderezarse. Había viajado una vez a Inglaterra, por un intercambio estudiantil: una beca de su colegio bilingüe. En definitiva, pensé en aquel momento, una hija orgullosa y cara, una muestra acabada, perfectamente educada y pulida, de la clase media argentina, que salía a buscar trabajo bastante más temprano que sus amigas. Me preguntaba, pero no se lo preguntaría, por qué tan pronto, aunque quizá fuera sólo un signo de la madurez y de la independencia que aparentaba haber alcanzado. No parecía en ningún sentido necesitar la pequeña suma que habíamos acordado: estaba todavía bronceada por el sol de un largo verano en la casa junto al mar que sus padres tenían en Villa Gesell y solamente su bolsito, sin duda, costaba más que la vieja computadora mía que tenía delante.
   Le dicté durante un par de horas más y sólo en un momento la vi hacer un gesto de cansancio: durante una de mis pausas inclinó la cabeza a un lado y después al otro y su cuello, su bonito cuello, sonó con un crujido seco. Cuando se cumplió su horario se puso de pie, recogió las tazas, las dejó lavadas sobre la pileta, y me dio un beso rápido en la mejilla al despedirse.
   Esa fue en adelante nuestra rutina: beso al llegar, su bolsito dejado, casi lanzado, a un costado del sofá, dos horas de dictado, un café y una breve conversación sonriente en el espacio estrecho de la cocina, dos horas más de dictado y en algún momento, infaltable, la oscilación, a medias dolorida, a medias seductora, a ambos costados de su cabeza y ese ruido seco y crujiente de vértebras. Empecé a conocer su ropa, las variantes de su cara, algún día más adormilada, los vaivenes de su pelo y sus hebillas, los signos cifrados del maquillaje. En una de estas mañanas iguales le pregunté por Kloster, cuando ya me interesaba mucho más ella que él, cuando empezó a parecerme también perfecta en todo sentido para mí, e imaginaba variantes improbables para quedármela. Pero Kloster, hasta donde pude ver, también era el jefe perfecto en todo sentido. Era muy considerado con sus días de exámenes, y me dejó saber, con delicadeza, que le pagaba casi el doble de lo que había acordado conmigo. ¿Pero cómo era él, el hombre, el misterioso Mr. K? insistí. ¿Qué quería saber yo?, me preguntó desconcertada. Quería saber todo, por supuesto. ¿No sabía ella que los escritores éramos chismosos profesionales? Nadie lo conoce, le expliqué, no da entrevistas y hacía mucho que su foto había dejado de aparecer en la tapa de sus libros. Ella pareció sorprendida. Era cierto que lo había escuchado varias veces rechazar reportajes, pero nunca hubiera imaginado que podía haber algo misterioso en él: no parecía guardar ningún secreto. Tendría algo más de cuarenta años, era alto, delgado, había sido de joven un nadador de largas distancias, en su estudio había fotos de esa época y copas y medallas, todavía nadaba a veces por la noche hasta muy tarde en la pileta de un club cerca de su casa.
   Había elegido con cuidado unas pocas palabras al describirlo, como si quisiera asegurar un tono neutro y yo me pregunté si lo encontraría interesante en algún sentido. Así que alto, delgado, gran espalda de nadador, recapitulé: ¿atractivo?, disparé. Ella rió, como si ya lo hubiera pensado y desestimado: no, no para mí, por lo menos, y agregó algo escandalizada: podría ser mi padre. Además, me dijo, era muy serio. Trabajaban también cuatro horas seguidas, todas las mañanas. Tenía una hijita muy linda, de cuatro años, que siempre le regalaba dibujos y quería adoptarla como hermana. Se quedaba a jugar sola en un cuarto de la planta baja junto al estudio mientras ellos trabajaban. La mujer nunca aparecía, aquello sí le parecía un pequeño misterio, ella apenas la había visto en un par de ocasiones. A veces le gritaba algo a la hija, o la llamaba desde la planta alta. Posiblemente fuera depresiva, o quizá tuviera alguna otra enfermedad, parecía pasar gran parte del día en la cama. Era él sobre todo el que se ocupaba de la hija, terminaban a tiempo para que pudiera llevarla al jardín.  ¿Y cómo trabajaba? Le dictaba por las mañanas, como yo, sólo que se sumergía cada tanto en silencios eternos. Caminaba todo el tiempo, recorría la habitación como si estuviera enjaulado, de pronto estaba en un extremo del cuarto, de pronto lo tenía a sus espaldas. Y tomaba café, eso ya me lo había dicho. Al final del día no hacían más de media página. Corregía, corregía cada palabra, le hacía leer una y otra vez la misma frase. ¿Qué estaba escribiendo? ¿Una nueva novela? ¿Cuál era el tema? Era una novela, sí, sobre unos asesinos religiosos. Eso parecía hasta ahora, al menos. Incluso ella le había prestado una Biblia comentada que tenía su padre, para que cotejara una traducción. ¿Y qué pensaba de sí mismo? Qué quería decir yo con eso, me preguntó. Si se creía superior. Pensó un momento, como si tratara de recordar alguna circunstancia en particular, algún comentario, un desliz en una conversación. Nunca le escuché decir nada de sus propios libros, dudó, pero un día, cuando volvíamos por décima vez sobre la misma frase, me dijo que un escritor debía ser a la vez un escarabajo /y el desierto/ y Dios.
   Al cabo de la primera semana, al pagarle, advertí en su forma de mirar los billetes, en la atención repentinamente concentrada, en su cuidado satisfecho al guardarlos, una intensidad, una oleada de interés, que me hizo verla, por un instante, bajo una luz imprevista y que en ese momento uní al comentario que me había hecho sobre lo que Kloster le pagaba y traduje para mí con sorpresa y algo de alarma: a la linda Luciana el dinero realmente le importaba.
   ¿Qué había pasado después? Pasaron... algunas cosas. Hubo una sucesión de días de mucho calor, un retorno inesperado del verano en pleno marzo, y Luciana reemplazó sus blusas por unas musculosas cortas que dejaban sus hombros al descubierto y también bastante de su estómago y de su espalda. Cuando se inclinaba hacia adelante para leer desde la pantalla yo podía ver el arco suave de su columna y en el hueco de la espalda que se separaba del pantalón, una espiral del ligero vello castaño, casi rubio, que se continuaba hacia adentro, donde asomaba –y podía verlo perfectamente- el triángulo diminuto, siempre perturbador, de la bombacha. ¿Lo hacía a propósito? Claro que no. Todo era inocente y nos mirábamos todavía con los mismos inocentes ojos y en el espacio estrecho de la cocina seguíamos como hasta entonces evitando con cuidado rozarnos. Pero era en todo caso un nuevo espectáculo muy agradable.
   En uno de esos días calurosos, mientras me inclinaba sobre su silla para revisar una frase en la pantalla, apoyé también con inocencia mi mano izquierda en el respaldo del asiento. Ella, que había separado la espalda hacia adelante, la hizo retroceder echándose hacia atrás y su hombro tocó y  aprisionó suavemente mis dedos. Ninguno de los dos hizo el primer movimiento para separar el contacto –ese furtivo y aún así prolongado primer contacto- y durante un largo rato, hasta que hicimos el primer intervalo, le seguí dictando de pie, inmovilizado muy cerca de ella, mientras sentía a través de mis dedos, como una intensa señal intermitente, una corriente cálida y secreta, el calor de su piel que le bajaba del cuello a los hombros. Un par de días después empecé a dictarle la primera escena verdaderamente erótica de mi novela. Le pedí al terminar que me la leyera en voz alta, reemplacé algunas palabras por otras más crudas y le pedí que volviera a leer. Obedeció con la misma naturalidad de siempre, sin que notara en su voz, al pasar a través de los pasajes minados, ninguna turbación. Aún así, había quedado por obra y gracia de la evocación una ligera tensión sexual en el aire. Esperaba, le dije, por hacer algún comentario, que Kloster no la sometiera a dictados como éste. Me miró con despreocupación y algo de ironía: estaba acostumbrada, me dijo, Kloster le dictaba cosas mucho peores. Por una curiosa inflexión de su voz “peores” parecía querer decir mejores. Había quedado en su cara una semisonrisa, como si pensara en un recuerdo particular y tomé aquello como un desafío. Mientras le seguía dictando esperé con paciencia a que hiciera oscilar su cabeza y cuando oí por fin crujir su cuello deslicé mi mano por debajo de su pelo al hueco de las vértebras y oprimí entre mis dedos la articulación. Creo que la sobresaltó tanto como a mí este pasaje sin retorno de evitar por todos los medios tocarla a tocarla decididamente, aun cuando intenté que el movimiento tuviera un aire casual. Quedó inmóvil, con la respiración suspendida, las manos fuera del teclado, sin volver la cabeza para mirarme, y no pude decidir si esperaba algo más o algo menos.
   --Cuando me saquen el yeso voy a hacerte un masaje –le dije y retiré la mano al borde de la silla.
   --Cuando te saquen el yeso ya no vas a precisarme –me respondió, todavía sin darse vuelta, con una sonrisa nerviosa y ambigua, como si viera la posibilidad de escapar a tiempo pero no hubiera decidido todavía si quería escaparse.  
   --Siempre puedo volver a quebrarme –dije, y la miré a los ojos. Ella desvió enseguida la mirada.
   --No serviría: ya sabés que Kloster vuelve la semana próxima –dijo con imparcialidad, como si quisiera, suavemente, hacerme desistir. ¿O era otra barrera que levantaba sólo para probarme?
   --Kloster, Kloster –protesté-. ¿No es injusto que Kloster lo tenga todo?
  --No creo que tenga todo lo que quisiera tener –dijo ella entonces.
   Sólo dijo aquello, con el mismo tono ecuánime de antes, pero había un toque enigmático de orgullo en la voz. Creí entender lo que quería darme a entender. Pero si se proponía consolarme, sólo había logrado añadir un nuevo motivo de irritación. Entonces Kloster, el tan serio Kloster, también se había hecho al fin y al cabo sus pequeñas ideas con la pequeña Luciana. Por lo que acababa de oír, quizá incluso había intentado ya una primera jugada. Y Luciana, lejos de darle un portazo, estaba por volver junto a él. Kloster, el nunca más envidiado Kloster, aun si no había conseguido hasta ahora demasiado de ella, tendría cada día una oportunidad. Y seguramente a Luciana, junto con el orgullo de rechazarlo, le daría también algo de orgullo que él no dejara de intentar. ¿No estaba acaso todavía en esa edad, a la salida de la adolescencia, en que las mujeres quieren ensayar su atractivo hombre por hombre?
   Todo esto imaginé por esa leve inflexión de su voz, pero no logré que Luciana me dijera nada más. Cuando quise hacer la primera pregunta me dijo, enrojeciendo un poco, que sólo había querido decir lo que había dicho: que nadie, ni siquiera Kloster, podía tenerlo todo. Que quisiera negarlo ahora era a su modo una nueva afirmación que, aunque no alcancé a seguir en sus implicaciones, logró desalentarme. En el silencio incómodo que se abría entre los dos me preguntó, casi como una imploración, si no deberíamos seguir con el dictado. Volví, algo humillado, a buscar en mi manuscrito la línea siguiente. Estaba sobre todo mortificado con mí mismo: me daba cuenta de que al insistir sobre Kloster había perdido quizá mi propia oportunidad. ¿Había tenido alguna? Me había parecido en el primer contacto que sí, a pesar de su repentina rigidez. Pero ahora, mientras le dictaba, todo se había desvanecido, como si deliberadamente cada uno volviera a un casillero anterior de civilizada distancia. Y sin embargo, al recoger su bolso antes de irse, sus ojos me buscaron en un destello, como si quisiera cerciorarse de algo, o recobrar, ella también, un rastro de ese contacto interrumpido, y esa mirada sólo logró desconcertarme otra vez, porque tanto podía significar que  no me guardaba rencor pero prefería olvidar lo ocurrido, o bien que la puerta, a pesar de todo, no estaba definitivamente cerrada.
   Esperé con impaciencia a que transcurriera el día. El mes había pasado demasiado rápido y me daba cuenta de que apenas quedaban un par de días para que Luciana desapareciera de mi vida. Cuando le abrí a la mañana siguiente vigilé si algo en su cara o su apariencia había cambiado desde el día anterior, si había intentado algo más de maquillaje, o algo menos de ropa, pero si en algo parecía haberse esforzado –y lo había conseguido- era en verse igual que siempre. Y sin embargo, nada era igual que siempre. Ocupamos nuestros lugares y empecé a dictarle el último capítulo de la novela. Me preguntaba si la inminencia del final no removería también algo en ella, pero como si estuviéramos aplicados en representar con la mayor concentración un papel, los dedos, la cabeza, toda la atención de Luciana parecían sólo puestos en seguir mi voz. A medida que avanzaba la mañana, me di cuenta, yo estaba pendiente de un único movimiento. Extraña disgregación. Aunque no dejaba de registrar lo que veía siempre: el hueco que dejaba la espalda hacia la línea de la bombacha, el ceño seductoramente fruncido, la punta de los dientes que mordían cada tanto el labio, el vaivén del hombro al despegarse del respaldo, todo parecía curiosamente lejano y sólo aparecía ante mí, con una fijeza desorbitada, la base de su nuca. Aguardaba, con la atención patética de un perro de Pavlov, el momento en que ella haría oscilar el cuello. Pero la señal no llegó, como si también ella se hubiera vuelto conciente del poder, o del peligro, de ese mínimo crujido. Esperé con incredulidad, y luego casi con la sensación de haber sido estafado, hasta último momento, pero su cuello, su bonito y caprichoso cuello, permaneció tercamente inmóvil, y debí dejar ir ese día.
   La mañana siguiente era la última y cuando Luciana llegó y arrojó su bolsito a un costado me pareció simplemente inconcebible pensar que ya no la tendría conmigo y que todas esas pequeñas rutinas desaparecerían. Pasaron, exasperantes, las dos primeras horas. En una pausa del dictado  Luciana se levantó para preparar café en la cocina. También aquello transcurría por última vez. Fui detrás de ella e hice el comentario entre irónico y derrotado de que la semana próxima volverían a dictarle buenas novelas. Le conté lo que me había advertido Campari al darme su teléfono, que debía devolverla intacta, y agregué que a mi pesar había cumplido. Nada de esto logró arrancarle más que una sonrisa incómoda. Volvimos al trabajo; sólo me quedaba dictarle las páginas de epílogo. Pensé con amargura que quizá termináramos ese día incluso un poco antes. En una de las páginas finales figuraba el nombre en alemán de una calle y Luciana, después de escribirlo, quiso que yo corroborara que no había cometido errores. Me asomé sobre su hombro para mirar la pantalla, como había hecho tantas veces durante ese tiempo, y volvió a envolverme el olor a perfume de su pelo. Entonces, cuando mi mano estaba por retirarse otra vez del respaldo de la silla, como un llamado demorado que había dejado de esperar, inclinó la cabeza casi hasta rozarme antes de volcarla hacia el otro lado. Escuché el crujido de su cuello y avancé, como si fuera la continuación de la primera vez, mi mano por debajo de su pelo hasta llegar a la cavidad de la articulación. Ella emitió un suspiro entrecortado y echó hacia atrás la cabeza en el respaldo para ceder al contacto. Su cara giró hacia mí, expectante. La besé una vez. Sus ojos se cerraron y luego volvieron a entreabrirse. La besé más profundamente y pasé mi mano izquierda debajo de su camiseta. El yeso en mi mano derecha me impedía abrazarla y ella hizo retroceder un poco la silla giratoria y se liberó de mí sin dificultad.
   --¿Qué pasa? –pregunté, sorprendido y extendí mi mano, pero algo pareció retraerse en ella y me detuve a mitad de camino.
   --¿Qué pasa? -se sonrió entre nerviosa y divertida mientras se arreglaba el pelo-. Que tengo un novio, eso pasa.
   --Pero también lo tenías hace diez segundos –dije, sin entender del todo.
   --Hace diez segundos… me olvidé por un momento.
   --¿Y ahora?
   --Ahora volví a acordarme.
   --¿Qué fue entonces? ¿Un rapto de amnesia?
   --No sé –dijo, y alzó la mirada como si no valiera la pena darle tanta importancia-. Parecía algo que vos querías tanto.
   --Ah –dije herido-. Solamente yo quería.
   --No –dijo, confusa-. Yo también sentía… curiosidad. Y parecías tan celoso de Kloster.
   --¿Qué tiene que ver Kloster ahora? –dije, verdaderamente irritado. Competir contra dos hombres a la vez ya me parecía demasiado.
   Ella pareció arrepentirse de haberlo mencionado. Me miró alarmada, supongo que porque era la primera vez que me escuchaba alzar la voz.
   --No, no tiene nada que ver –dijo, como si pudiera retirarlo todo-. Creo que sólo quería que ocurriera algo para que me recordaras.
   Aquella clase de trucos, pensé con decepción, también ya los había aprendido: me miraba con los ojos muy abiertos y apenados y parecía estar a la vez mintiendo y diciéndome la verdad.
   --No tengas dudas de que te voy a recordar –le dije humillado, y traté de recobrar algo de mi orgullo maltrecho-. Es la primera vez que me dan un beso por compasión.
   --¿Podemos terminar, por favor? –suplicó ella y volvió a aproximar la silla al escritorio con cautela, como si temiera alguna clase de represalia.
   --Claro que sí: terminemos –dije.
   Le dicté las dos páginas que quedaban y cuando recogió su bolsito para irse le extendí en silencio los billetes con el pago de esa semana. Por primera vez los guardó sin mirarlos, como si quisiera huir lo más rápido posible.
   Esa había sido, diez años atrás, la última vez que había visto a Luciana, cuando no era más que otra chica lindísima, resuelta y despreocupada, que ensayaba los primeros juegos de seducción y nada de vida o muerte parecía amenazarla.
   Y cuando sonó, cinco minutos antes de las cuatro, el timbre del portero eléctrico, mientras miraba al bajar, en el espejo del ascensor, mi cara excavada por los años, no podía evitar preguntarme qué encontraría de ella al abrir la puerta.