Vi a Gustavo Roderer por primera vez en el bar del Club Olimpo, donde se reunían a la noche los ajedrecistas de Puente Viejo. El lugar era lo bastante dudoso como para que mi madre protestara en voz baja cada vez que iba allí, pero no lo suficiente como para que mi padre se decidiera a prohibírmelo. Las mesas de ajedrez estaban en el fondo; eran apenas cinco o seis, con el cuadriculado tallado en la madera; en el resto del salón se jugaba al siete y medio o a la generala en rondas apretadas y tensas desde donde llegaba, más amenazante a medida que avanzaba la noche, la seca detonación de los cubiletes y las voces que se alzaban para pedir ginebra. Por mi parte, como estaba convencido de que los grandes ajedrecistas debían mantenerse orgullosamente apartados de todo lo terreno, miraba en aquel mundo ruidoso con un tranquilo disgusto, aunque no dejaba de molestarme —y de arruinar mi satisfecha superioridad moral— que este rechazo mío coincidiera con los argumentos virtuosos de mi madre. Más perturbador me resultaba descubrir que los dos mundos no estaban del todo separados; me habían señalado entre esas mesas de juego a muchos de los que habían sido alguna vez los ajedrecistas más notables del pueblo, como si una fascinación irresistible, una oscura inversión de la inteligencia, arrastrara hacia allí tarde o temprano a los mejores. Yo había visto luego a Salinas, que era a los diecisiete años el primer tablero de la provincia, quedarse poco a poco del otro lado, y me juré entonces que a mí no me ocurriría lo mismo.
La noche que conocí a Roderer tenía como plan reproducir una miniatura del Informador y jugar tal vez un par de partidas con el mayor de los Nielsen. Roderer estaba de pie junto a la barra, hablando con Jeremías, o, mejor dicho, el viejo le hablaba mientras alzaba unos vasos a la luz y Roderer, que ya había dejado de escucharlo, miraba el rápido giro del repasador, el vidrio que resplandecía brevemente en lo alto, con esa expresión ausente con que podía apartarse de todo en medio de una conversación. Apenas me vio Jeremías me hizo una seña para que me acercara.
—Este muchacho —me dijo— parece que se queda a vivir acá. Anda buscando con quién jugar.
Roderer había salido a medias de su ensimismamiento; me miró un poco, sin demasiada curiosidad. Yo, que en esa época tendía mi mano sin dudar, porque este saludo de hombres, digno y distante, me parecía una de las mejores adquisiciones de la adolescencia, me contuve y sólo dije mi nombre: había algo en él que parecía desanimar el menor contacto físico.
Nos sentamos en la última mesa. En el sorteo de color me tocaron las blancas. Roderer acomodaba sus piezas con mucha lentitud; supuse que apenas sabría jugar y como había visto por uno de los espejos que Nielsen acababa de entrar abrí con peón rey, con la esperanza de liquidar aquel asunto en un gambito. Roderer pensó durante un momento largo, exasperante, y movió luego su caballo rey a tres alfil. Sentí una desagradable impresión: desde hacía algún tiempo yo estaba estudiando justamente esta línea, la defensa Alekhine, para jugarla con negras en el Torneo Abierto Anual. La había descubierto casi por casualidad en la Enciclopedia; de inmediato todo en esa apertura me había causado admiración: aquel salto inicial del caballo, que parecía a primera vista una jugada extravagante, o pueril; el modo heroico, casi despectivo, con que las negras sacrifican desde el principio lo más preciado en una apertura —la posesión del centro— a cambio de una lejana y nebulosa ventaja posicional y sobre todo, y esto es lo que me había decidido a estudiarla a fondo, el hecho de que fuera la única apertura que las blancas no pueden rehusar ni desviar a otros esquemas. Por supuesto, nadie la conocía en Puente Viejo, donde se jugaba la Ruy López, o la Defensa Ortodoxa, o, a lo sumo, alguna Siciliana; yo la reservaba celosamente a la espera del torneo. Y de pronto, delante de todos, ese recién llegado la jugaba contra mí. Claro que todavía era posible —y preferí creer esto— que el salto de caballo sólo fuese una jugada torpe, de novicio. Avancé mi peón rey y Roderer volvió a pensar demasiado antes de desplazar su caballo a cuatro dama. Esto se repitió en las jugadas siguientes: yo desarrollaba puntualmente la variante de la Enciclopedia y Roderer se demoraba cada vez en responder pero elegía al fin la contestación correcta, de modo que me era imposible decidir si conocía la apertura o sólo tenía una especie de intuición afortunada que se desmoronaría en el primer ataque serio.
Poco a poco íbamos soltando las últimas amarras; nos internábamos en esa tierra de nadie, más allá de los primeros movimientos, en donde empieza de verdad el juego; apenas sentía ahora los ruidos, como si en algún momento se hubiesen amortiguado; las mesas de naipes, llenas de humo, me parecían fantásticamente lejanas y aun los que se habían acercado a mirar la partida, esas caras tan conocidas, todo se me hacía vago y distante, como cuando se nada desde la playa mar adentro. Volví entonces a mirar a Roderer. Sé que hubo luego mujeres en el pueblo que penaron por él; sé que mi hermana lo amó con desesperación. Tenía el pelo castaño, con una mata que le caía cada tanto sobre la frente; aunque me daba cuenta de que no debía ser mayor que yo, sus rasgos parecían acabados, como si hubiesen adquirido a la salida de la infancia su forma definitiva, una forma que no se correspondía de todos modos con ninguna edad determinada. Los ojos eran oscuros; había en ellos una fulguración que a simple vista pasaba inadvertida, una luz remota que —me di cuenta luego— siempre estaba ahí, como si la mantuviese encendida en una paciente vigilia; cuando desde afuera algo o alguien los solicitaban, se animaban bruscamente y miraban con una penetración honda, casi amenazante, aunque esto duraba sólo un momento, porque Roderer los desviaba de inmediato, como si tuviera conciencia de que su mirada incomodaba. Sus manos, sobre todo, llamaban la atención y sin embargo, ni durante la partida, pese a que las vi desplazarse una y otra vez sobre el tablero, ni luego, en las diferentes ocasiones en que conversamos, conseguí determinar qué había de particular en ellas. Mucho después, en uno de los pocos libros que quedaron de su biblioteca, leí el párrafo de Lou Andreas-Salomé sobre las manos de Nietzsche y me di cuenta de que las manos de Roderer, simplemente, debían ser bellas.
De la partida no recuerdo ya todos los pormenores; recuerdo sí mi desconcierto y mi sensación de impotencia al advertir que Roderer neutralizaba uno tras otro todos mis ataques, aun los que yo creía más agudos. Jugaba de un modo extraño; apenas registraba mis movimientos, como si pudiera desentenderse de cuáles fueran mis maniobras; sus jugadas parecían inconexas, erráticas: ocupaba alguna casilla lejana o movía una pieza intrascendente, y yo podía avanzar hasta cierto punto en mis planes, pero pronto me daba cuenta de que la posición de Roderer, mientras tanto, por alguna de aquellas jugadas, era ahora ligeramente distinta, un cambio casi imperceptible, pero suficiente para que mis cálculos perdieran sentido. ¿No fue después también así, en el fondo, toda mi relación con él? Un duelo en el que yo era el único contendiente y sólo conseguía dar golpes en falso. Esto era tal vez lo más curioso: Roderer no parecía dispuesto a ningún contraataque, ninguna amenaza visible pesaba sobre mis piezas y sin embargo yo no dejaba de sentir ante cada una de esas jugadas incongruentes una sensación de peligro, el presentimiento de que iban configurando algo cuyo sentido se me escapaba, algo sutil e inexorable. El juego, al cabo del tiempo, se había trabado más y más: todas las piezas estaban todavía sobre el tablero. En algún momento había visto a Salinas de pie junto a la mesa, con su copa en la mano; mientras bebía se le formó a medias una sonrisa sardónica que aún le duraba cuando lo llamaron para su turno en los dados. Vi luego irse a Nielsen; me saludó desde la puerta con un gesto que no entendí. El salón se despoblaba de a poco; Jeremías daba vuelta las sillas sobre las mesas vacías. Ahora era yo el que pensaba largamente cada nuevo movimiento; había enfilado mis piezas contra uno de los peones, un peón lateral. Este último ataque, como todos los anteriores, se me revelaba inútil: el peón que había creído débil y aislado aparecía en cada réplica más protegido, hasta volverse inaccesible. De todos modos yo seguía trayendo y sumando en lentas evoluciones mis piezas más lejanas, no porque guardara alguna esperanza sino porque estaba demasiado exhausto como para intentar nada nuevo. Inesperadamente, cuando había logrado reunirlas a todas, Roderer avanzó una casilla el peón y su dama quedó enfrentada a la mía. Sentí un frío sobresalto; aquello era, aquello que tanto había temido estaba por suceder. Eché una mirada a la nueva posición: el cambio de damas que proponía Roderer arrastraría, por el encadenamiento que yo mismo había provocado, la liquidación de todas las demás piezas. No conseguía sin embargo figurarme cómo quedaría luego el tablero. Podía imaginar cinco, seis jugadas más adelante, pero no lograba ir más allá. No había tampoco ningún sitio adonde pudiera retirar mi dama: el cambio era forzado. Esto al menos me liberaba de seguir pensando. Las piezas fueron cayendo disciplinadamente, una por bando; hacían un ruido seco al entrechocar y quedaban luego fuera del tablero. ¿Cuántas jugadas, me preguntaba con incredulidad, había podido anticipar él? Vi al fin, en el tablero desierto, de qué se trataba: el peón que me había empeñado en atacar estaba libre y ahora avanzaba otra casilla. Miré en busca de mis propios peones, conté con desesperación los tiempos. Era inútil: Roderer coronaba, yo no.
Abandoné. Mientras me levantaba miré la cara de mi rival: esperaba encontrar, creo, uno de esos gestos que yo no podía reprimir cuando ganaba, un brillo de satisfacción, una sonrisa mal disimulada. Roderer estaba serio, desentendido de la partida; se había abotonado el abrigo, una especie de gabán azul oscuro, y dirigía a la puerta una mirada inquieta. Tenía una expresión indecisa y a la vez irritada, como si estuviera debatiendo consigo mismo un problema mínimo, una cuestión estúpida que sin embargo no lograba resolver. Habíamos quedado en el salón únicamente nosotros dos; lo que no conseguía decidir, me di cuenta, era si debía esperarme para que saliéramos juntos o podía despedirse inmediatamente y marcharse solo. Conocía bien ese tipo de tormento, pero había creído hasta entonces que solamente yo lo sufría; la imposibilidad de elegir entre dos opciones triviales y absolutamente indiferentes, la horrible vacilación de la inteligencia que oscila de una a la otra y nada puede discernir, que argumenta en el vacío sin encontrar una razón decisiva mientras el sentido común se burla y la azuza: da lo mismo, da lo mismo. Qué desconcertante me parecía encontrar en otro, y de un modo mucho más intenso, los signos de ese mal que tal vez fuera ridículo pero que yo había considerado hasta entonces mi posesión más exclusiva.
—Ya voy —dije para rescatarlo. Asintió con gratitud. Le devolví a Jeremías la caja con las piezas y lo alcancé en la escalera. Cuando salimos le pregunté dónde vivía; era una de las casas detrás de los médanos; podíamos caminar una cuadra juntos.
Ya se acababan las vacaciones y el aire tenía ese frío premonitorio, desconsolador, de los primeros días de otoño. Los veraneantes se habían ido; el pueblo estaba otra vez vacío y silencioso. Roderer escuchaba el rumor lejano del mar; no parecía dispuesto a volver a hablar. Ladraron de pronto unos perros al costado del camino. Me pareció que a mi lado Roderer se ponía tenso y trataba de ubicarlos en la oscuridad.
—Hay muchos perros sueltos aquí —dije—: la gente los abandona después de la temporada.
Roderer no hizo ningún comentario. Le pregunté a cuál colegio pensaba ir .
—No sé. —Lo dijo con un tono grave y cortante, como si fuese una cuestión que le hubiera traído ya demasiados problemas y quisiera apartarla de sí.
—Igual, no hay mucho para elegir; está el Mariano Moreno, donde voy yo, o si no el Don Bosco.
Roderer negó con la cabeza.
—No sé si voy a ir al colegio —dijo.
La noche que conocí a Roderer tenía como plan reproducir una miniatura del Informador y jugar tal vez un par de partidas con el mayor de los Nielsen. Roderer estaba de pie junto a la barra, hablando con Jeremías, o, mejor dicho, el viejo le hablaba mientras alzaba unos vasos a la luz y Roderer, que ya había dejado de escucharlo, miraba el rápido giro del repasador, el vidrio que resplandecía brevemente en lo alto, con esa expresión ausente con que podía apartarse de todo en medio de una conversación. Apenas me vio Jeremías me hizo una seña para que me acercara.
—Este muchacho —me dijo— parece que se queda a vivir acá. Anda buscando con quién jugar.
Roderer había salido a medias de su ensimismamiento; me miró un poco, sin demasiada curiosidad. Yo, que en esa época tendía mi mano sin dudar, porque este saludo de hombres, digno y distante, me parecía una de las mejores adquisiciones de la adolescencia, me contuve y sólo dije mi nombre: había algo en él que parecía desanimar el menor contacto físico.
Nos sentamos en la última mesa. En el sorteo de color me tocaron las blancas. Roderer acomodaba sus piezas con mucha lentitud; supuse que apenas sabría jugar y como había visto por uno de los espejos que Nielsen acababa de entrar abrí con peón rey, con la esperanza de liquidar aquel asunto en un gambito. Roderer pensó durante un momento largo, exasperante, y movió luego su caballo rey a tres alfil. Sentí una desagradable impresión: desde hacía algún tiempo yo estaba estudiando justamente esta línea, la defensa Alekhine, para jugarla con negras en el Torneo Abierto Anual. La había descubierto casi por casualidad en la Enciclopedia; de inmediato todo en esa apertura me había causado admiración: aquel salto inicial del caballo, que parecía a primera vista una jugada extravagante, o pueril; el modo heroico, casi despectivo, con que las negras sacrifican desde el principio lo más preciado en una apertura —la posesión del centro— a cambio de una lejana y nebulosa ventaja posicional y sobre todo, y esto es lo que me había decidido a estudiarla a fondo, el hecho de que fuera la única apertura que las blancas no pueden rehusar ni desviar a otros esquemas. Por supuesto, nadie la conocía en Puente Viejo, donde se jugaba la Ruy López, o la Defensa Ortodoxa, o, a lo sumo, alguna Siciliana; yo la reservaba celosamente a la espera del torneo. Y de pronto, delante de todos, ese recién llegado la jugaba contra mí. Claro que todavía era posible —y preferí creer esto— que el salto de caballo sólo fuese una jugada torpe, de novicio. Avancé mi peón rey y Roderer volvió a pensar demasiado antes de desplazar su caballo a cuatro dama. Esto se repitió en las jugadas siguientes: yo desarrollaba puntualmente la variante de la Enciclopedia y Roderer se demoraba cada vez en responder pero elegía al fin la contestación correcta, de modo que me era imposible decidir si conocía la apertura o sólo tenía una especie de intuición afortunada que se desmoronaría en el primer ataque serio.
Poco a poco íbamos soltando las últimas amarras; nos internábamos en esa tierra de nadie, más allá de los primeros movimientos, en donde empieza de verdad el juego; apenas sentía ahora los ruidos, como si en algún momento se hubiesen amortiguado; las mesas de naipes, llenas de humo, me parecían fantásticamente lejanas y aun los que se habían acercado a mirar la partida, esas caras tan conocidas, todo se me hacía vago y distante, como cuando se nada desde la playa mar adentro. Volví entonces a mirar a Roderer. Sé que hubo luego mujeres en el pueblo que penaron por él; sé que mi hermana lo amó con desesperación. Tenía el pelo castaño, con una mata que le caía cada tanto sobre la frente; aunque me daba cuenta de que no debía ser mayor que yo, sus rasgos parecían acabados, como si hubiesen adquirido a la salida de la infancia su forma definitiva, una forma que no se correspondía de todos modos con ninguna edad determinada. Los ojos eran oscuros; había en ellos una fulguración que a simple vista pasaba inadvertida, una luz remota que —me di cuenta luego— siempre estaba ahí, como si la mantuviese encendida en una paciente vigilia; cuando desde afuera algo o alguien los solicitaban, se animaban bruscamente y miraban con una penetración honda, casi amenazante, aunque esto duraba sólo un momento, porque Roderer los desviaba de inmediato, como si tuviera conciencia de que su mirada incomodaba. Sus manos, sobre todo, llamaban la atención y sin embargo, ni durante la partida, pese a que las vi desplazarse una y otra vez sobre el tablero, ni luego, en las diferentes ocasiones en que conversamos, conseguí determinar qué había de particular en ellas. Mucho después, en uno de los pocos libros que quedaron de su biblioteca, leí el párrafo de Lou Andreas-Salomé sobre las manos de Nietzsche y me di cuenta de que las manos de Roderer, simplemente, debían ser bellas.
De la partida no recuerdo ya todos los pormenores; recuerdo sí mi desconcierto y mi sensación de impotencia al advertir que Roderer neutralizaba uno tras otro todos mis ataques, aun los que yo creía más agudos. Jugaba de un modo extraño; apenas registraba mis movimientos, como si pudiera desentenderse de cuáles fueran mis maniobras; sus jugadas parecían inconexas, erráticas: ocupaba alguna casilla lejana o movía una pieza intrascendente, y yo podía avanzar hasta cierto punto en mis planes, pero pronto me daba cuenta de que la posición de Roderer, mientras tanto, por alguna de aquellas jugadas, era ahora ligeramente distinta, un cambio casi imperceptible, pero suficiente para que mis cálculos perdieran sentido. ¿No fue después también así, en el fondo, toda mi relación con él? Un duelo en el que yo era el único contendiente y sólo conseguía dar golpes en falso. Esto era tal vez lo más curioso: Roderer no parecía dispuesto a ningún contraataque, ninguna amenaza visible pesaba sobre mis piezas y sin embargo yo no dejaba de sentir ante cada una de esas jugadas incongruentes una sensación de peligro, el presentimiento de que iban configurando algo cuyo sentido se me escapaba, algo sutil e inexorable. El juego, al cabo del tiempo, se había trabado más y más: todas las piezas estaban todavía sobre el tablero. En algún momento había visto a Salinas de pie junto a la mesa, con su copa en la mano; mientras bebía se le formó a medias una sonrisa sardónica que aún le duraba cuando lo llamaron para su turno en los dados. Vi luego irse a Nielsen; me saludó desde la puerta con un gesto que no entendí. El salón se despoblaba de a poco; Jeremías daba vuelta las sillas sobre las mesas vacías. Ahora era yo el que pensaba largamente cada nuevo movimiento; había enfilado mis piezas contra uno de los peones, un peón lateral. Este último ataque, como todos los anteriores, se me revelaba inútil: el peón que había creído débil y aislado aparecía en cada réplica más protegido, hasta volverse inaccesible. De todos modos yo seguía trayendo y sumando en lentas evoluciones mis piezas más lejanas, no porque guardara alguna esperanza sino porque estaba demasiado exhausto como para intentar nada nuevo. Inesperadamente, cuando había logrado reunirlas a todas, Roderer avanzó una casilla el peón y su dama quedó enfrentada a la mía. Sentí un frío sobresalto; aquello era, aquello que tanto había temido estaba por suceder. Eché una mirada a la nueva posición: el cambio de damas que proponía Roderer arrastraría, por el encadenamiento que yo mismo había provocado, la liquidación de todas las demás piezas. No conseguía sin embargo figurarme cómo quedaría luego el tablero. Podía imaginar cinco, seis jugadas más adelante, pero no lograba ir más allá. No había tampoco ningún sitio adonde pudiera retirar mi dama: el cambio era forzado. Esto al menos me liberaba de seguir pensando. Las piezas fueron cayendo disciplinadamente, una por bando; hacían un ruido seco al entrechocar y quedaban luego fuera del tablero. ¿Cuántas jugadas, me preguntaba con incredulidad, había podido anticipar él? Vi al fin, en el tablero desierto, de qué se trataba: el peón que me había empeñado en atacar estaba libre y ahora avanzaba otra casilla. Miré en busca de mis propios peones, conté con desesperación los tiempos. Era inútil: Roderer coronaba, yo no.
Abandoné. Mientras me levantaba miré la cara de mi rival: esperaba encontrar, creo, uno de esos gestos que yo no podía reprimir cuando ganaba, un brillo de satisfacción, una sonrisa mal disimulada. Roderer estaba serio, desentendido de la partida; se había abotonado el abrigo, una especie de gabán azul oscuro, y dirigía a la puerta una mirada inquieta. Tenía una expresión indecisa y a la vez irritada, como si estuviera debatiendo consigo mismo un problema mínimo, una cuestión estúpida que sin embargo no lograba resolver. Habíamos quedado en el salón únicamente nosotros dos; lo que no conseguía decidir, me di cuenta, era si debía esperarme para que saliéramos juntos o podía despedirse inmediatamente y marcharse solo. Conocía bien ese tipo de tormento, pero había creído hasta entonces que solamente yo lo sufría; la imposibilidad de elegir entre dos opciones triviales y absolutamente indiferentes, la horrible vacilación de la inteligencia que oscila de una a la otra y nada puede discernir, que argumenta en el vacío sin encontrar una razón decisiva mientras el sentido común se burla y la azuza: da lo mismo, da lo mismo. Qué desconcertante me parecía encontrar en otro, y de un modo mucho más intenso, los signos de ese mal que tal vez fuera ridículo pero que yo había considerado hasta entonces mi posesión más exclusiva.
—Ya voy —dije para rescatarlo. Asintió con gratitud. Le devolví a Jeremías la caja con las piezas y lo alcancé en la escalera. Cuando salimos le pregunté dónde vivía; era una de las casas detrás de los médanos; podíamos caminar una cuadra juntos.
Ya se acababan las vacaciones y el aire tenía ese frío premonitorio, desconsolador, de los primeros días de otoño. Los veraneantes se habían ido; el pueblo estaba otra vez vacío y silencioso. Roderer escuchaba el rumor lejano del mar; no parecía dispuesto a volver a hablar. Ladraron de pronto unos perros al costado del camino. Me pareció que a mi lado Roderer se ponía tenso y trataba de ubicarlos en la oscuridad.
—Hay muchos perros sueltos aquí —dije—: la gente los abandona después de la temporada.
Roderer no hizo ningún comentario. Le pregunté a cuál colegio pensaba ir .
—No sé. —Lo dijo con un tono grave y cortante, como si fuese una cuestión que le hubiera traído ya demasiados problemas y quisiera apartarla de sí.
—Igual, no hay mucho para elegir; está el Mariano Moreno, donde voy yo, o si no el Don Bosco.
Roderer negó con la cabeza.
—No sé si voy a ir al colegio —dijo.