Retrato de un piscicultor
está construido con la superposición de distintas épocas y voces y fue mi
segundo cruce con lo histórico-político después de Infierno Grande. Escribí una
vez, y todavía lo creo, que la gran dificultad de tratar lo político desde la
ficción tiene que ver con los grados de libertad que se resignan en
negociaciones incómodas, casi siempre demasiado visibles, con diferentes
mandatos ideológicos. Así, en el afán de
humanizar a los próceres hay quienes creen necesario demorarse en las
flatulencias de Bolívar; y con la mejor intención de evitar maniqueísmos hay
quienes terminan enterneciéndose con las infancias desgraciadas de los
torturadores.
Yo quise escribir un cuento en el que lo
político fuera sólo una parte del todo, y por eso en la versión final descarté
una de las voces, demasiado estentórea, que aparecía en los primeros
borradores. Y sin embargo, cuando me preguntan ahora a cuál hecho histórico
concreto se refiere el cuento, es un fragmento de ese vozarrón fuera de tono lo
primero que vuelvo a escuchar.
Estuvimos juntos en la cárcel del 61,
durante el gobierno de Frondizi; nos pasó lo de siempre: nosotros lo votamos y
él nos metió presos. Esa vuelta cayó todo el Comité local y a él se lo llevaron
también porque había figurado como candidato nuestro. Hubo una noche que le dio
uno de sus ataques, boqueaba que daba miedo. Nosotros le decíamos para darle
ánimo que tosía igualito al Che. Pero no me crece la barba, nos contestaba. Porque en ese tiempo todos queríamos tener
barba de guerrilleros. Qué época: Mao
todavía era la segunda espada, el Libro Rojo lo recitábamos de memoria; el
Sputnik daba vueltas solo en el espacio y Fidel les había dado la gran paliza a
los yanquis en Girón: creíamos que se venía nomás la revoluta en todo el mundo.
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