En
una nota al pie de “La Biblioteca de Babel” Borges anticipa la idea de un solo
libro infinito que podría reemplazar su laboriosa construcción de hexágonos y
anaqueles, un único vademecum sedoso de páginas que se desdoblan
interminablemente... Es el germen de “El libro de arena”, el libro que no tiene
primera ni última página.
Pero también,
el libro al que no puede bajarse dos veces con una misma lectura, el libro que
deja ver sólo fragmentos inconexos de su texto en cada forma –fatalmente
aleatoria- de pasar las páginas. Un libro con el orden aterrador de las
pesadillas, en que las páginas están numeradas, pero el dedo no puede descubrir
cuál es la próxima... Mariano Sardón ha logrado la aproximación quizá más fidedigna
a esa idea. La superficie de su libro puede tocarse como se toca la finísima
arena en la playa. Los movimientos de la palma hacen brotar y concitan y
arremolinan textos, el filo de la uña
separa frases, la persistente presión de un dedo las desmorona en sumideros de los que no puede regresarse.
Quizá –no lo he probado- una mano suficientemente memoriosa pueda hacer un
castillo, o reescribir El castillo página por página.
¿Solamente un nuevo soporte, tan lleno y
tan vacío como fue en su momento el primer lienzo en blanco? Poco importa. La
idea tiene en sí la suficiente belleza como para suspender estas discusiones y
nos sentimos atraídos al experimento como niños devueltos a la infancia. Que
cada uno pruebe su mano y remueva un poco la arena: al fin y al cabo la
literatura tampoco tiene un Pasador de Páginas.
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