Publicado en Verano 12, Página 12, enero 2014.
Este cuento, como
otros que escribí, tiene un primer acorde autobiográfico: tuve, en efecto, un
abuelo colchonero que, si bien no llegó a llamarse a sí mismo el rey de la
posición horizontal, tuvo alguna fama secreta por la manera en que probaba los
colchones recién rellenados con las amas de casa de la época. Tuve también una
abuela, muy querida y animosa, que, por una torsión sádica de la vejez, pasó
largos años en esa otra posición horizontal que es la postración final en la
cama de un geriátrico. La oposición entre el máximo frenesí del acto sexual y
la máxima quietud de este último letargo es el tema principal del cuento. Un segundo
elemento es el déjà vu, o las
reminiscencias, esos recuerdos fulgurantes, indudables, como aerolitos de otra
vida que irrumpe en esta. Los antiguos griegos los invocaban como prueba de una
existencia pasada y, como se dice en el cuento, mutatis mutandis, quizá de otras futuras, una esperanza resbaladiza
en el más allá. Leí la explicación científico-cerebral sobre estas
reminiscencias en los libros de Oliver Sacks, pero preferí para el cuento la
versión sardónica que hubiera dado ese humorista escéptico que era mi padre. El
último elemento es el principio cartesiano, la regresión o descenso a una
primera verdad segura e inamovible. En la vida real, mi abuela real, en esos
últimos años de agonía, pronunciaba una única palabra con los ojos fuertemente
cerrados, como si buscara a tientas ya en otro mundo: Hermana, hermana, hermana. Todo lo demás había
desaparecido y en su propio descenso sólo le quedaba, como última titilación,
el recuerdo de una hermana muerta en la primera infancia.
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