La categoría de “escritor de culto” aparece por la dualidad peculiar de la literatura, que es una disciplina a la vez fácil y difícil. “Fácil” no sólo porque la literatura –íntegra- está al alcance de cualquiera que haya terminado la escuela primaria, sino también porque se ocupa de temas y asuntos que todos creemos conocer y con los que hay una empatía de experiencia y de sensibilidad inmediata: las pasiones, los deseos, las intrigas, las vicisitudes de la vida y la muerte, todo lo que constituye, en fin, el paisaje próximo de lo humano. En contraposición, el aspecto “difícil” de la literatura tiene que ver, por supuesto, con la literatura entendida como un arte, como una larga historia de permanente invención, variación y agotamiento de recursos y de efectos, de teorías, retóricas y géneros. Juzgar a una novela desde este punto de vista exige otro tipo de adiestramiento, requiere iniciaciones literarias y un lector que cargue con el conocimiento de una diversidad de tradiciones literarias, de mecanismos formales, de confrontación de autores y experimentos.
No hace falta decir que ambos aspectos, el “humano” y el “teórico” pueden convivir en un mismo texto, no hace falta decir que una novela escrita con todas las pretensiones y los malabarismos formales puede ser irrisoria, no hace falta decir que lo uno no excluye a lo otro, etcétera. A lo que quiero apuntar en esta primera distinción es que esta dualidad fácil/difícil de lo literario conduce a una bifurcación del público lector. Hasta tanto no se eduque literariamente al soberano, habrá naturalmente siempre una gran mayoría de lectores que prefieran los libros “accesibles” -sobre los que pueden decir sí o no de acuerdo a lo que ya saben- antes que aquellos que exigen una formación literaria más sofisticada. Pero, a la vez, siempre habrá también una minoría insatisfecha, culta, persistente, dispuesta a dar cuenta del “estado del arte”.
Ahora bien, una parte de esta minoría ilustrada (la que se atribuye en general el papel de “verdaderos entendidos” en literatura) cree demostrar su superioridad intelectual en la oposición automática, y casi refleja, a ciertos rasgos o atributos que consideran “fáciles” o “concesiones al lector medio”: la legibilidad, la transparencia, la agilidad, la fluidez, la gracia narrativa, el suspenso, la elaboración de una trama, la creación vívida de personajes. Como parte de este programa de oposición, tratan de poner en circulación escritores lo suficientemente “difíciles” para poder seguir sintiéndose los happy few de jardines recónditos y privados. Estos escritores tienen en general las características contrapuestas, que son elevadas, de manera acrítica, a categorías deseables per se: opacidad, hermetismo, morosidad, repetición, falta de trama, desdén por los personajes, supuestos experimentos del lenguaje (que suelen ser refritos de las viejas vanguardias de hace un siglo), quiebres a la linealidad, ya tan previsibles como la propia linealidad, etcétera.
Además de estos rasgos específicamente literarios hay algunas otras características “de imagen” infalibles de los escritores de culto (lo que debería hacer pensar en cuánto pesa todavía el romanticismo con sus auras y cursilerías sobre estos lectores “avisados”):
1. Los libros del escritor de culto deben ser de algún modo inaccesibles (sólo hallables en ediciones agotadas o difíciles de rastrear). ¡Cuántas veces escuchamos durante los noventa sobre las famosas hojitas mimeografiadas que circulaban entre los privilegiados que leían a Osvaldo Lamborghini! Una vez que aparecieron sus obras completas editadas prolijamente en España gran parte de su halo desapareció y quedó a la vista exactamente como era. Ahora lo podía leer cualquiera, al precio democrático de cualquier otro libro. En este sentido los escritores de culto, como los vampiros, pueden desintegrarse bajo una luz demasiado fuerte.
2. La biografía del escritor de culto debe contener algún elemento lo suficientemente “oscuro” o patético (una temporada en prisión, una adicción a las drogas, una infancia desgraciada). Entre nosotros, Salvador Benesdra y Jorge Barón Biza pasaron automáticamente a la categoría de escritores de culto por la atracción máxima y todavía efectiva del suicidio.
3. El escritor de culto debe acumular rechazos de grandes editoriales y publicar sólo en editoriales marginales. Esto confirmará ante sus fieles la superioridad de su literatura y la ignorancia de los editores, tan deseable para reafirmarse en sus criterios. En nuestro país los escritores de culto suelen ser efímeros, porque no logran resistir el primer llamado de una editorial grande.
4. El escritor de culto no debe tener jamás un éxito de ventas. Esto lo convertirá automáticamente en un traidor a sus acólitos y en el peor enemigo: dejará automáticamente de ser un escritor de culto para convertirse sin escalas en un escritor “vendido”. Hay a veces en estos pasajes acrobacias divertidas: un escritor argentino firmemente de culto tuvo con un premio en España un éxito inesperado de ventas. Cuando le preguntaron a qué atribuía esa cifra inusual, respondió que “los lectores supieron apreciar los riesgos de su escritura”. El público lector, siempre tan ignorante y despreciado por ese escritor, ¡se había educado con la velocidad del rayo para esta ocasión única!
También la figura de Bolaño sufrió esta clase de oscilaciones: cuando se llevó a cabo la operación de crítica y prensa que desató el furor por sus libros en los Estados Unidos, su nombre se volvió de inmediato sospechoso. Uno de nuestros jacobinos literarios lo defenestró bajo la acusación de “millonario del relato” y propuso reemplazarlo al tiro por… Mario Levrero (¿quizá porque le parecerá un pobretón del relato, y por eso más “auténtico”?)
Afortunadamente, la literatura, en toda su complejidad, no responde a ese maniqueísmo imaginario y autocomplaciente de editoriales salvajemente comerciales y lectores puros de catacumbas. Desde el punto de vista teórico, es claro que no puede formularse una idea de literatura desde la pura negatividad, con categorías que sean sólo oposición reactiva a lo que, supuestamente, prefiere el mercado. No sólo por la pobreza conceptual que esto implica, (y el seguidismo, aún por oposición, de los vaivenes de las modas) sino porque es evidente que en sí mismas, estas oposiciones en abstracto transparencia-opacidad, trama sí, trama no, agilidad-lentitud, no pueden decir nada verdaderamente profundo sobre cada obra en particular. El mercado, por otra parte, por su propia necesidad perpetua de expansión, no deja de explorar todos los nichos. Y es así que también en esta dualidad fácil-difícil de la literatura se monta la industria editorial para publicar libros con distintas gradaciones y degradaciones, desde el best seller rampante hasta la quality fiction o la colección de “raros”, “malditos” y… sí, escritores de culto, que también forman parte del mercado, con su marketing ad hoc y sus circuitos comerciales. Más aún, muchos editores fueron desde su juventud lectores curiosos y abiertos, y han llevado a escritores inicialmente de culto (sus propios escritores secretos) a la compañía de muchos más lectores de lo que nadie podría haber previsto. Basta pensar en el caso de Alberto Díaz, con la publicación metódica de Juan José Saer, o en Luis Chitarroni, y su defensa a ultranza de César Aira.
Los acólitos de un escritor de culto, al pasar de uno en uno la voz, tienen entonces muchas veces este rol involuntario de mensajeros de la buena nueva, de informantes de la perla oculta. Aunque rara vez se sienten felices cuando su escritor de culto transciende: presienten que en algo han fallado si muchos empiezan a apreciar lo que consideraban propiedad exclusiva de “ellos”, y se consuelan pensando que aquel escritor que hasta ayer adoraban probablemente nunca fue tan bueno.