Publicado junto con el cuento "El I Ching y el hombre de los papeles" en el suplemento Verano 12, Página 12, 2012.
Este cuento fue el primero que escribí después de varios años de pensar únicamente en novelas. Recuerdo que lo empecé en marzo de 2002, poco después de la muerte de mi padre, y que, con mi lentitud desesperante, no lo pude terminar sino casi un año después. Fue como el retorno a un lugar todavía familiar, pero donde no era demasiado bienvenido, y escribirlo, poner el punto final, tuvo para mí algo de reconquista.
Aparece aquí por primera vez una idea sobre la que pensaría mucho en los años siguientes, tanto bajo la forma literaria (en mi novela La muerte lenta de Luciana B.) como en un ensayo matemático sobre el lanzamiento de monedas que todavía escribo, bajo el título provisorio Las formas del azar. Esa idea tiene que ver, justamente, con los patrones y figuras embrionarias del azar, sus recurrencias, y la tentación humana, inevitable, de darle sentido a las rachas, de la misma manera que se atribuyen figuras a las estrellas del cielo.
Sobre el cuento en sí, me gusta la soledad encapsulada de los personajes, esa pareja a punto de separarse, inclinada sobre una cama de hospital. Me gusta la tristeza, como una nota baja de fondo, y la lucha íntima y desesperada de una mente racionalista, que no se resigna a ninguna clase de fe, frente a la más difícil de las pruebas. Me gusta la unión de lo milagroso con la indiferencia de las estadísticas. El cuento sucede en esas horas inciertas, el limbo intolerable entre la vida y la muerte que se abre cuando nos devuelven a un ser querido de la cripta del quirófano con la frase “ahora hay que esperar”.
Aparece aquí por primera vez una idea sobre la que pensaría mucho en los años siguientes, tanto bajo la forma literaria (en mi novela La muerte lenta de Luciana B.) como en un ensayo matemático sobre el lanzamiento de monedas que todavía escribo, bajo el título provisorio Las formas del azar. Esa idea tiene que ver, justamente, con los patrones y figuras embrionarias del azar, sus recurrencias, y la tentación humana, inevitable, de darle sentido a las rachas, de la misma manera que se atribuyen figuras a las estrellas del cielo.
Sobre el cuento en sí, me gusta la soledad encapsulada de los personajes, esa pareja a punto de separarse, inclinada sobre una cama de hospital. Me gusta la tristeza, como una nota baja de fondo, y la lucha íntima y desesperada de una mente racionalista, que no se resigna a ninguna clase de fe, frente a la más difícil de las pruebas. Me gusta la unión de lo milagroso con la indiferencia de las estadísticas. El cuento sucede en esas horas inciertas, el limbo intolerable entre la vida y la muerte que se abre cuando nos devuelven a un ser querido de la cripta del quirófano con la frase “ahora hay que esperar”.
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