Publicado en la revista ELLE, octubre 2011.
Mi mamá nació en 1931: fue la primera hija de mi abuelo Elías y mi abuela Elisa, dos inmigrantes judíos que habían llegado con sus padres muy pequeños a la zona de Bahía Blanca, a principios de siglo, escapando de los pogroms de Rusia. Su nombre es Raquel Esther, pero desde siempre todos le dijeron Beba. Su papá era un colchonero pobre que había trabajado duramente para llegar a convertirse en un pequeño comerciante y trataba de aleccionar a sus nietos, y supongo que antes también a ella, con una ideología de una única frase: Tanto tienes, tanto vales. Desde muy chica tuvo grandes responsabilidades. Cuando tenía ocho años nació Silvia, su hermana menor, a la que prácticamente tuvo que criar ella sola, por distintas enfermedades de mi abuela. Las dos hermanas tuvieron toda la vida una relación entrañable de cariño y confidencia, que sobrevivió a las distancias y a todos los cataclismos políticos y familiares. Mi tía fue siempre festiva, alegre, viajera; vivió en Buenos Aires y se radicó después en Perú. Mi madre era seria, estudiosa, concentrada y permaneció en Bahía Blanca. Pero se transformaban las dos cuando se reencontraban, como si volvieran a una edad fuera del tiempo: los momentos de mayor felicidad que pude ver en mi madre eran cuando llegaba una carta de mi tía, o en los días previos de inminencia feliz en que anunciaba una visita.
A los nueve años la enviaron sola a Buenos Aires, para un tratamiento de ortodoncia, y vivió por dos años en casa de familiares. A nosotros, de chicos, nos daba horror e incredulidad esta parte de la historia: ¿sus padres la habían abandonado en Buenos Aires por dos años? Al volver a su casa, en otro giro dickensiano, encontró que mi abuelo había vendido su piano sin avisarle. Durante la adolescencia un primo la convenció de que se uniera al Partido Comunista y participó en las tomas de colegios y universidades durante la lucha de educación libre versus laica. Fue una de las fundadoras del primer cine-club de Bahía Blanca, donde conoció a mi papá, que era trotskista; con quién sabe qué artes dialécticas consiguió la hazaña considerada imposible de convertirlo al PC. Mi abuelo Elías, como en El violinista en el tejado, tuvo que resignarse a que su hija mayor, y después su hija menor, se casaran ambas con goys izquierdistas y abandonaran todas las tradiciones. La única palabra que mi mamá siguió pronunciando siempre en yiddish fue tsures (aflicciones). Retomó la carrera de Letras ya casada, mientras trabajaba a la par y criaba a mis dos hermanas mayores. En el año 62, cuando ya estaba muy avanzado su tercer embarazo, se organizó en mi casa una reunión política. Era el gobierno de Frondizi y en el marco del plan Conintes, el Partido Comunista había sido proscripto. Hubo un allanamiento de la policía y cuando se los llevaban a todos presos, el comisario a cargo vio la panza de mi mamá, y la retó, inolvidablemente: ¡Señora! ¡No le da vergüenza, en ese estado! Tiempos distintos, aquello la libró de la cárcel. Mi padre salió en libertad dos meses después, a tiempo para estar en mi nacimiento (foto). Mi mamá terminó su carrera con los cuatro hijos ya nacidos y empezó a trabajar de bibliotecaria en la Universidad del Sur, hasta que la echaron, por razones políticas, primero durante la misión Ivanissevich, en la época de Isabelita, y después de una breve reincorporación, también durante la última dictadura. En esos largos años oscuros se dedicó a vender productos de belleza a domicilio. Yo nunca le había escuchado mencionar el nombre de una crema, y apenas se pintaba, pero de todas maneras logró salir adelante. Un tiempo después pudo cambiarse a un rubro más afín y vendió también enciclopedias y libros, con la misma voluntad inquebrantable. Al volver la democracia, trabajó otra vez como bibliotecaria de un instituto terciario hasta su jubilación. Era tenaz, persistente, a veces demoledora. Cuando tenía que hacer un reclamo y la veíamos a punto de salir, empuñando la cartera y una boleta en la mano, mientras anunciaba en son de guerra: Ya me van a escuchar, o Voy a luchar contra la burocracia, mi papá bajaba un segundo el diario para mirarnos y nos decía por lo bajo, con verdadera piedad: ¡Pobres burócratas!
Fue por años la primera lectora y la correctora de los cuentos de mi papá, antes de que salieran eyectados en sobres desde el correo local a diferentes concursos. Cuando él murió fue la que más insistió, en cada aniversario, para que reuniéramos sus mejores cuentos en un libro, con un argumento imbatible de idishe mame: Que pueda verlo en vida. Finalmente, cuando le envié el libro, flamante y recién impreso, y le pregunté si lo había leído, me dijo, como una confesión inesperada: No hay caso, nunca entendí los cuentos de tu papá. Le gustaban pocos autores, a los que leía de manera exhaustiva: Simone de Beauvoir, Alejo Carpentier, Vargas Llosa, Saramago, Primo Levi. En los últimos años, después de un par de caídas, poco a poco se fue recluyendo en la cama. La vejez tiene mucha imaginación, dijo alguna vez Bioy Casares. Ninguno de nosotros hubiera creído que esa mujer arrolladora, de furias y cariños explosivos, siempre dispuesta a enfrentarlo todo, alguna vez finalmente se cansaría. El 14 de octubre cumplirá ochenta años.
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