Extractos de la novela Yo también tuve una novia bisexual, de Guillermo Martínez, (Ed. Planeta, julio de 2011) para la revista Prosofagia (N° 13, pág. 36)
6 de setiembre. Por la tarde:
Apuntes mentales para la charla en Savannah. Usé por primera vez el carnet de la biblioteca y me traje varios libros. Quizá conviene empezar con la frase inicial de Seis propuestas para el próximo milenio, de Ítalo Calvino. Después de todo, esas conferencias fueron pensadas y escritas para su viaje a los Estados Unidos, supongo que este libro lo conocerán en las universidades. (¿Será así? Preguntar a Rachel.)
“Dedicaré la primera conferencia a la oposición levedad-peso y daré las razones de mi preferencia por la levedad. Esto no quiere decir que considere menos válidas las razones del peso...”
Ya en esta aclaración, que parece a primera vista sólo un acto de cortesía, está en germen toda la cuestión, que Calvino es demasiado agudo para pasar por alto. La cuestión que es el tormento y la desesperación de cualquier crítica de valores (hacer aquí un recuadro):
Cualquiera sea la afirmación de un término y sus razones
no pueden considerarse menos válidas las razones del término opuesto.
Calvino argumenta a favor de la levedad, tanto en el estilo –por una “agilidad nerviosa y punzante” para la escritura- como en lo estructural: “he tratado sobre todo de quitar peso a la estructura del relato y al lenguaje”. Y lleva incluso esta preferencia al plano existencial, como elección filosófica: “la búsqueda de la levedad como reacción al peso del vivir” (a la inercia, a la opacidad del mundo).
Pero en la quinta conferencia, sin que ni siquiera parezca advertirlo, bajo el nombre más benévolo de “multiplicidad” hace reaparecer una por una las obras más paradigmáticas y las razones del “peso”. La vieja dialéctica contraataca y lo que se echa por la puerta con un adjetivo descalificativo vuelve por la ventana bajo otro adjetivo más amable.
Habla de la vocación de la novela contemporánea por representar el mundo “sin atenuar su inextricable complejidad”, un mundo en el que “cada mínimo objeto está visto como el centro de una red de relaciones que el escritor no puede dejar de seguir, multiplicando los detalles de manera que sus descripciones y divagaciones se vuelvan infinitas”. Y así, ya estamos de regreso en el territorio de los paréntesis incesantes, de la densidad programática, del ladrillo monumental. Una tras otra, entre signos de admiración, reaparecen las obras más paradigmáticas del “peso”, desde La montaña mágica, de Thomas Mann, hasta Bouvard y Pécuchet, desde El hombre sin atributos, de Musil, hasta el edificio abrumador de Perec. En cada una la ambición megalómana y recurrente de encontrar una forma literaria capaz de contener el universo, una ambición siempre amenazada por “el demonio del coleccionismo” (dice Calvino) y el tedio del índice (diría Borges). E incluso, para completar la simetría, también aquí da Calvino una razón “existencial” para defender esta clase de novelas: “Cada vida es una enciclopedia, una biblioteca, un muestrario de estilos donde todo se puede mezclar continuamente y reordenar de todas las formas posibles”.
Lo mismo ocurre con cada uno de los otros términos que propone. Cuando habla de la rapidez -segunda conferencia- tiene que reconocer que la velocidad no es un valor en sí, y que el tiempo narrativo puede ser también “retardador” o cíclico, o inmóvil. Porque, por supuesto, de inmediato se alzarían a protestar las novelas de la espera, de las postergaciones infinitas: Tristam Shandy o El desierto de los tártaros, La bestia en la jungla, de James, o El castillo, de Kafka.
Cuando expone a favor de la exactitud -tercera conferencia- dice en un momento, de la manera más explícita: “queda por ver si con argumentos igualmente convincentes no se puede defender también la tesis contraria”. Y cita a uno de sus poetas más admirados, precisamente Leopardi, para quien el lenguaje es “tanto más poético cuanto más vago, impreciso”.
Y lo mismo, exactamente lo mismo (generalización abrupta, pero que no puedo evitar si sólo tengo una hora) ocurriría con cualquier otro término que se propusiera para valorar o juzgar, para decir sí o no sobre una obra: cualquiera sea la afirmación que se quiera sostener, la negación siempre podrá reclamar sus propios derechos, sus encantos y credenciales. (“Cada libro contiene su contralibro”, diría Novalis.) Más aún, despojada de las partes puramente descriptivas, de citas de autoridad, del juego circular y vacío de las comparaciones, toda crítica valorativa puede reducirse a una sucesión de términos en pares dicotómicos, de los que el crítico escoge -o ya escogió a priori- uno o su opuesto según su preferencia, su formación, su prejuicio. (Puedo mencionar aquí el programa de computación que me mostró mi director al llegar a Cambridge: la reducción de un texto crítico a la sucesión lacónica de sus pares dicotómicos y el esqueleto lógico de la argumentación.)
¿Significa esto que la crítica de valores, la crítica que opina y que juzga y que pretende establecer jerarquías, está en un callejón sin salida? ¿Significa que no se puede salir ni avanzar más allá del gusto personal, de la moda académica, del prejuicio, de la mera preferencia?
Esa fue justamente (segundo recuadro) la pregunta que me propuso mi director como problema para mi tesis de doctorado. ¿Cuánto contaré de la tesis en sí? Esto debo pensarlo con cuidado. (Y recordar lo que me dijo Rachel, que aquí en los Estados Unidos, aunque hayan dejado atrás el New Criticism, entre los estudios culturales y las teorías de género, pueden ser un poco hostiles a cualquier posibilidad de un regreso a la crítica de valores.)
7 de setiembre. Por la tarde:
Más apuntes y notas para la conferencia en Savannah. ¿Cuánto decir, entonces, de mi tesis? Les ahorraré, por supuesto, la parte del “peso” (el peso desgraciadamente necesario): la recolección y revisión, en los primeros tres años, junto con el grupo de becarios, de todos los pares dicotómicos que aparecen en trabajos críticos, desde los primeros ejemplos en la antigüedad (Aristóteles, Demetrio, Cicerón, Horacio) hasta la crítica contemporánea. La agrupación en clases, la cuidadosa separación de solapamientos y ambigüedades, la distinción de esferas (los filosóficos, los estéticos, los técnicos, los ideológicos), la depuración de los que llevan ya en sí una carga de valoración o prejuicio y su reemplazo por otros equivalentes pero puramente descriptivos. Todo esto (la limpieza del establo, lo llamábamos) lo reduciré a una sola imagen, el cuadro final en power point, con el centenar de pares que quedaron en pie.
Sobre la idea principal de la tesis, quizá lo mejor sea mencionar la primera inspiración, el libro de Todorov que apareció en esos años, Crítica de la crítica, que vi casi por casualidad en una librería, cuando ya desesperaba de encontrar un desfiladero en el marasmo de los relativismos. Podría leer la frase del principio, que copié en el pizarrón de mi oficina, y que tuve como lema para el resto de mi trabajo: “La posibilidad de oponernos al nihilismo sin dejar de ser ateos”.
Y de allí, ir directamente a la línea crucial de su conversación con Paul Bénichou, cuando Todorov intenta resumir la posición crítica de Bénichou “como una tentativa, primero de poner en evidencia, luego de articular un cierto número de antinomias”. A lo que Bénichou responde con una pequeña precisión invalorable (tercer recuadro): “Usted tiene razón en decir que articulo antinomias, pero es después de haberlas constatado, o para decirlo mejor, experimentado”.
Éste fue el hilo oculto en la madeja, del que sólo tuve que tirar poco a poco, con cuidado, hasta sacarlo enteramente a la luz. En efecto, en vez de la práctica habitual frente a las antinomias: lo uno o lo otro, la elección de bando, las escuelas críticas contrapuestas, la argumentación ofensiva-defensiva, la antinomia es mucho más reveladora –y productiva- en el momento de vacilación en que se experimenta en el propio sistema, cuando los dos términos opuestos conviven a la vez con toda su tensión en la misma mente (como contradicción, como incoherencia, como crisis de postulados que se tenían por firmes, como conciencia en el pensamiento de sus oposiciones, diría Hegel). Porque este momento de suspensión fuerza al crítico a volver sobre sus pasos, a inclinarse otra vez hacia el texto para releer (para leer de una manera desnuda, despojado transitoriamente de sus aparatos, con sus reflejos condicionados por un instante desactivados). Es el momento raro, infrecuente, en que se invierte otra vez la relación: ya no es el sistema cristalizado el que va hacia el texto para doblegarlo como “otro ejemplo” bajo sus requerimientos y sus preconceptos, sino que el texto, lo que está ahí escrito, vuelve a ser lo primordial, lo que revela la insuficiencia de la maquinaria. Lo genérico tiene que volver a lo concreto y refinar la dicotomía que dio lugar a la contradicción, sustituirla por otro par de términos que permitan incorporar dentro de la preferencia el ejemplo aparentemente díscolo o contradictorio. Ya no es lo uno o lo otro, sino quizá no todo lo uno y algo de lo otro, y los nuevos términos dicotómicos deben hablar ahora de proporciones, de mezclas necesarias, o establecer otra clase de división, una partición más sutil, que permita calibrar de nuevo las diferencias.
De aquí al programa de mi tesis hay un solo paso: convertir en práctica consciente y deliberada, puesta por escrito, la exploración y resolución de estos momentos de incertidumbre, de colisión de aparentes contrarios. Pensar a la crítica como búsqueda introspectiva, como experimentación individual, personalísima, apegada al texto, al ejemplo concreto, del límite y extensión de cada término, y como una sucesión (un ahondamiento) de refinamientos dicotómicos. Ya no importarán tanto entonces los presupuestos iniciales de cada crítico (sus preferencias, sus prejuicios, sus axiomas), que el crítico con honestidad intelectual tomará siempre como puntos de partida provisorios -y como estado de relativa ignorancia- sino la puesta a prueba de estos axiomas con los ejemplos “contradictorios”, y los refinamientos dicotómicos a que puedan dar lugar uno u otro sistema. La mera preferencia -siempre algo aplastante y ciega- se reemplazará así por una preferencia fundada, que se diferencia de la pura arbitrariedad del gusto en que ha sido puesto a prueba, desplegada y refinada –incluso a veces convertida- frente a las tesis opuestas.
(interrumpido)
Pasé en Savannah sólo un día con su noche. Di mi conferencia a las tres de la tarde, para un grupo distraído y adormilado de profesores. Imaginé los esfuerzos que seguramente tuvo que hacer mi anfitrión para reclutarlos uno a uno de sus oficinas y reunirlos después del almuerzo, con la promesa modesta de café y galletitas al terminar. Aún así, había un alumno de doctorado joven y despierto -los alumnos, esa última esperanza inextinguible- que me hizo al final una pregunta interesante. Quiso ver otra vez el cuadro con la lista completa de todos los pares dicotómicos esenciales. Del mismo modo que yo había mostrado ejemplos parcialmente “contradictorios”, donde dos términos dicotómicos de la lista se aplicaban a la vez (y esto, según mi teoría, debía dar lugar a un refinamiento de esos términos y a una nueva dicotomía), uno podría pensar, de manera hipotética, en una novela lo suficientemente compleja, lo suficientemente ambivalente, como para que convivieran en ella todas las dicotomías de la lista. Pero si esa lista era de verdad exhaustiva, ya no habría modo de encontrar nuevas dicotomías para aplicar: ¿cómo proseguiría entonces mi juego crítico?
Aquella lista era exhaustiva sólo hacia atrás, expliqué. Y de ningún modo definitiva. Contemplaba todos los términos dicotómicos que se habían empleado en la crítica hasta ahora. Era algo así como un resumen brutal, pero no desleal, de la historia de la crítica. Lo que mi tesis proponía, justamente, era desarrollar, frente a los casos “contradictorios”, nuevos conceptos dicotómicos, nuevos refinamientos, que pudieran prolongar esa lista cuanto fuera necesario. La tarea crítica debía ser también siempre actual, y no menos infinita que la escritura de obras.
En el viaje de regreso me entretuve pensando un poco más en la pregunta de ese chico. ¿No sería una magnífica contrainte, digna del propio Calvino y sus compañeros de Oulipo, concebir una novela que pudiera atravesar indemne, sin ser apresada del todo en el centenar doble de brazos, la lista íntegra que yo había expuesto? Una novela que fuera a la vez objetiva y lírica, intimista y social, privada y política, realista y simbólica, clásica y rupturista, irónica y dramática, conceptual y terrena. Que fuera exploración del lenguaje y reinterpretación del mundo, asimilación de una tradición y vuelta de tuerca original, representación de una época y mundo ficcional autónomo. Una novela al mismo tiempo intensa y leve, sutil y contundente, exuberante y despojada, lineal y laberíntica, transparente y cifrada... ¿Qué clase de monstruo informe resultaría de un experimento así?
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