Publicado en la revista Ciudad X, octubre 2011.
Al escribir sobre sexo hay dos tradiciones principales que uno debe enfrentar. Una es la sublimación lírico-filosófica del siglo XIX, cuando el sexo era el gran tema tabú de la literatura, y la aproximación al encuentro sexual estaba precedida por largas antesalas, metáforas “refinadas”, y lento caer de ropas que culminaba muchas veces en una brusca elipsis o en una puerta cerrada. Es interesante que aún en libros considerados “libertinos” y largamente censurados, como Historia de mi vida, de Casanova, la retórica de época, asociada sin duda también a cierto criterio de “buen gusto” literario prefiere no detenerse en el acto sexual en sí, y lo pasa por alto con frases convencionales, o imágenes a veces ingeniosas, a veces humorísticas, que lo siguen dejando a cierta distancia. Por supuesto, esta estrategia de la demora y la evasión tiene también sus buenos argumentos y su encanto: en sus mejores momentos alcanza una atmósfera de sugestión y erotismo que por sí sola sustituye y vuelve superfluo (y quizá desanimante) el desenlace sexual. Pero de esta manera el sexo, lo propiamente sexual, con su lenguaje, su complejidad, sus vicisitudes, queda escamoteado como objeto literario, oculto dentro del mundo de lo “no escrito”, como diría Calvino.
La segunda tradición es la del siglo XX, en que hubo una explosión y una super-explotación del tema, con una nueva retórica que ya está incorporada inadvertidamente en la sensibilidad contemporánea y que no deja de encerrar al sexo en otros clichés: el sexo tal como aparece en el realismo sucio, asociado a cierto cinismo o sordidez, el sexo en sus variantes violentas o sádicas, el sexo mirado tan de cerca y al pasar que se vuelve banal.
La segunda tradición es la del siglo XX, en que hubo una explosión y una super-explotación del tema, con una nueva retórica que ya está incorporada inadvertidamente en la sensibilidad contemporánea y que no deja de encerrar al sexo en otros clichés: el sexo tal como aparece en el realismo sucio, asociado a cierto cinismo o sordidez, el sexo en sus variantes violentas o sádicas, el sexo mirado tan de cerca y al pasar que se vuelve banal.
En mi novela Yo también tuve una novia bisexual me propuse seguir el escalonamiento de lo sexual en una relación sin plegarme a ninguna de estas dos retóricas. Contar lo sexual de una manera natural y sostenida, con la misma atención y detenimiento con que el narrador observa todas las demás cosas de ese mundo nuevo del campus al que llega. Creo que apenas hay ejemplos en la literatura argentina donde el foco sea la progresión de una relación sexual, porque escribir sobre sexo, sobre el hecho en sí, es difícil e incómodo, y lleva muy pronto a ciertas repeticiones mecánicas de “figuras”. Las posiciones son pocas y el primer peligro es transformarlo todo en una cuestión de orificios. Algo de esto ocurre en Historia de O, por ejemplo, que tiene ese otro distanciamiento de la frialdad descriptiva. En general, aún en las novelas eróticas, el sexo aparece como “números”, escenas intercaladas. Yo quería que en mi novela fuera algo así como un continuo, y que se viera a la par la progresión física y emocional de una pareja.
La otra dificultad al escribir sobre sexo es que el lenguaje se vuelve anatómico y es difícil encontrar las palabras que sean a la vez precisas y expresivas. Uno queda enredado en un lenguaje que es a veces infantil, o médico, o sórdido, o excesivamente vulgar. “Cuántas veces necesité la palabra concha más que un atado de cigarrillos”, dijo alguna vez Cortázar. También, y por último, cada lector tiene su propia percepción y sensibilidad de lo erótico, algo que es extremadamente personal. Las palabras y escenas ajenas sobre sexo nos parecen con frecuencia desplazadas o inconvenientes. Demasiado leves o demasiado obscenas. Escribir sobre sexo es escribir siempre entre desfiladeros, al borde de precipicios, sin saber cuántas veces uno cayó definitivamente abajo.
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