Un mito familiar (cuento)


   La foto del tío Félix yace definitivamente, la ñata contra el vidrio, en el último cajón de la cómoda. No sé por qué la conservo, quizá sea más difícil liquidar un mito familiar que expurgar de apócrifos los Santos Evangelios. Tío Félix permanecerá con su mirada insinuante clavada en el fondo del cajón por muchos años: si Dios quiere, espero vivir abundantemente a pesar de mis setenta, para que siga guardada allí. Después quizá nadie lo recuerde por su nombre, o algún fisgón quiera utilizar el marco. Buen provecho, pero usalo con cuidado porque tiene su historia.
   Yo tenía siete años cuando falleció mamá, pero todavía veo su imagen contra el resplandor de la ventana, sentada en su sillón favorito, las manos cruzadas sobre la rodilla, mirándome. Es uno de los pocos eslabones que me quedan con el pasado. Mejor que una foto, más puro y luminoso. Siete años, y me arrinconé durante la agonía, velorio y entierro contra la pared, abandonada como un paraguas.
   Después pasaron no sé cuántos días sin que papá se dignara a recordarme hasta que, a instancias de sus hermanas –nunca me acostumbré a llamarlas tías, tan viejas y feas, tan lobizónicas como la abuela de caperucita- me reintegró, junto con mis hermanos, al universo privilegiado de su atención.
   Tal vez porque yo era la menor y sintió algo así como piedad, o porque quiso animarse, ese día me vistió personalmente. Me puso el mejor vestidito, el de corderoy azul, y las botitas de gamuza, como si fuéramos a una fiesta. Me sirvió el café en el inagotable tazón de loza, mi preferido, e incluyó un paquete de galletitas. Vamos a revisar la casa, a ver qué dejó mamá, porque mamá está muerta y ya nunca más va a volver. Ésa fue la única explicación que recibí sobre el misterio de la muerte, cómo no voy a rechazarla ahora, si casi no me la han presentado.
   Realizamos la requisa pieza por pieza. Mi padre cargaba una enorme caja de cartón donde iba echando todo lo inservible, según su criterio utilitario y macho. Yo llevaba una caja más pequeña para lo que él quería rescatar y una bolsita donde atesoraba aquello que mi padre descartaba y que a mí me gustaba. Para la muñeca, gritaba excitada por ese súbito enriquecimiento.
   Así, en el peregrinaje por el dormitorio, cocina, comedor, se fueron llenando las cajas, hasta que llegamos a la piecita de costura, reducto maternal por excelencia. Allí me vi agradablemente sorprendida por una avalancha de retazos, una lluvia de lanas y botones, y, oh sorpresa, por la solemne entrega del equipo completo de bordar de mamá. Cuidalo como ella, me dijo papá mirándome por primera vez desde la catástrofe, y otra vez lo sentí vivo.
   Cuando vaciaba el cajoncito de la máquina de coser –una Singer a pedal heredada de su madre y que ahora tengo yo para escándalo de los míos porque no cabe en el departamento- lo sentí endurecerse y dudar. Sus dedos habían olisqueado algo. Retiró con parsimonia el cajoncito y metiendo la mano en el hueco arrancó una foto, pegada en el fondo mediante una cinta adhesiva. Era una imagen tamaño seis por seis, de fondo blanco, que mostraba el rostro barbilampiño de un hombre de bigotes bien recortados, pelo muy ondulado, frente algo estrecha, corbata, alfiler presuntuoso y, sobre todo, una giocóndica sonrisa y una mirada soñadora de galán de radioteatro. Esto lo digo, por supuesto, desde mi perspectiva actual; entonces para mí era un señor lindo, nada más.
   Papá se quedó observando la foto un largo rato. El ceño fruncido, como queriendo recordar algo. La boca cómicamente torcida en su afán de morderse el bigote y unos ojos que se movían por los límites de la foto, recorriéndola una y otra vez, como queriendo medirla. De pronto me la extendió y me preguntó si lo conocía. Yo a mi vez repetí el ritual de la contemplación cuidadosa y severa –es increíble el poder de mímesis de la infancia- y se la devolví muy seria arguyendo mi ignorancia.
   La foto circuló por el ámbito familiar más estricto –tías y abuelas sobrevivientes- sin que papá aclarara su origen. Incluso mintió, para gran escándalo mío. Dijo que la había encontrado mezclada en un montón de papeles del abuelo, recientemente fallecido, y que podía ser algo importante porque la acompañaba un pagaré lleno, pero sin firmar, por una gruesa suma. No tenía valor legal, adujo, pero sería interesante conversar con ese señor, por las dudas.
   Nadie reconoció al carilindo, todos se reconcentraban frente al altar de la foto, y después de encogerse de hombros movían la cabeza rítmicamente. Era hasta cómica la repetición del gesto  con la misma expresión, misterios del aire de familia. Cuando terminó la infructuosa recorrida, papá murmuró un debe ser el tío Félix, el hijo natural del viejo. Hubo un embarazoso silencio y allí finalizó todo por un tiempo.
   Y entonces ocurrió la segunda muerte de mamá. Desde ese momento desaparecieron misteriosamente sus fotos de casamiento y de primera comunión, así como otros rastros de su existencia. Hasta su nombre llegó a ser áspero, sin que mediara prohibición explícita de usarlo. Bastaba ver la expresión de papá –tristeza, nos mentíamos- para que nos fuéramos desanimando en su uso hasta transformarlo en un insulso ella. Papá pareció sobrevivir y su actividad recobró el empuje de antes, pero yo, desde mi atalaya, usando como cobertura mis flamantes aros de bordar, vigilaba todas las tardes la lucha silenciosa que lo minaba.
   Casi un mes estuvo papá con los puños en la frente y la mirada acorralada en el recuerdo de la imagen maldita. Pero esa mirada era cada vez más dura y astuta, más implacable. Sólo pocas veces había yo descubierto ese gesto: cuando discutía sobre la herencia con sus hermanos, o cuando perseguía con sus manías, que yo entonces creía leyes, a la acosada mamá. Siempre el mismo ceremonial. Traía la pava y el mate preparado, tomaba dos o tres y después se pasaba las horas haciendo que trabajaba en los libros de contabilidad. Pero le dedicaba frecuentes y nada amistosas miradas a la foto. Yo, a fuerza de carajos, había aprendido a no mencionarla; así adquirí los principios de la discreción y las voluptuosidades del espionaje morboso.
   Un día por fin se decidió a actuar. Lo adiviné por endurecimiento brusco de sus hombros y su postura, por su cabeza echada hacia atrás, por la súbita afirmación de sus facciones. Se levantó llevándose la foto, tomó su sombrero y su paraguas –llovía, recién ahora lo advierto, qué urgente debió ser su compulsión- y salió. A los tres días se apareció con la foto ampliada a tamaño natural, levemente pintada y enmarcada en madera lustrosa. El cuadro fue colgado en la sala, frente a la puerta cancel, a la vista de todo el que entrara. Imposible pasarlo por alto. Era el tío Félix, se dictaminó a todos los habitantes de la casa. Era el tío y está en Europa. Era el hijo mayor del abuelo, ustedes no lo conocen, pero lo queremos mucho y pronto volverá.
   Desde ese día hasta la muerte de papá permaneció el cuadro de guardia frente a la puerta principal, allá quedó la mancha blanquecina para atestiguarlo. Era el tío Félix para todos, menos para mí. Yo sabía por qué estaba allí, en exhibición, a la vista de todo el mundo, como saludando al que llegaba. Era un cebo: lo supe cuando sorprendí una noche a papá limpiando la pistola, la vieja Browning del abuelo, que dormía olvidada arriba del ropero. Hubo una mano que la despertó, la desnudó, la aceitó, probó su peso y su gatillo, desechó las viejas balas y llenó su cargador con otras flamantes de puntas aplanadas y prometedor brillo niquelado. Desde entonces la pistola durmió, alerta como un perro, en el mismo cajón donde estaba la foto y papá contemplaba ambas, todas las tardes, con las mismas ansias.
   La escena del acecho se repetía cada vez que un conocido entraba en casa. Papá lo dirigía paso a paso –yo advertía su agitación de cazador- delante del retrato y después le preguntaba inocentemente si no habría conocido a ese señor. Si no era reconocido –y adelanto que nunca lo fue- soltaba el cuentito del tío Félix en Europa y suspiraba de alivio y decepción.
   Hubo un último intento, un nuevo rebrote de rebeldía. Una mañana, tras una noche de insomnio que mantuvo en vilo a toda la familia, papá me vistió y me llevó con él, como si nuevamente necesitara un testigo, hasta la redacción del diario local. Llevaba la foto original envuelta con cuidado en un papel de seda y la entregó, acompañada de una suma de dinero. Parecía sereno, un avisador dominguero, pero sus manos temblaban de excitación mientras recibía el vuelto. A la mañana siguiente lo vi levantarse varias veces, hasta que llegó el diario. Más tarde hurgué entre las páginas revueltas y allí estaba el tío Félix de cara presente, con un “se gratificará cualquier noticia... llamar al teléfono...” Pero los días transcurrieron en vano, salvo las infaltables llamadas de los bromistas.
   Así pasaron los años, con el tío siempre ahí arriba. Tan prominente que pasó a convertirse en leyenda. El lejano tío buscavidas que regresaría algún día con las valijas repletas de soluciones para los problemas económicos de los sobrinos. Mientras tanto la casona se llenó de nietos –la crisis de la vivienda- y el viejo de arrugas y canas y achaques, ahora físicos. El  temblor nervioso de sus  manos se hizo permanente, empezó a arrastrar los pies y su carácter se ablandó, como las comisuras de sus labios.
   Pero el cambio total lo provocó un hecho nimio... Una primita segunda o tercera vio la foto y aventuró un parecido con el cantor de boleros Fulano, ahora olvidado, pero que había tenido alguna fama en la época de mamá. De inmediato alguno creyó recordar también la semejanza, y después, en los días siguientes, ante mi intencionada pregunta a todos los visitantes de si “la foto no es igual a la del conocido cantor Fulano”, estos asentían calurosamente, como para probar sus culturas artísticas. Yo veía que papá iba armando en silencio conjeturas y coartadas y cambiando su rostro contraído de resentido paranoide por la bobalicona expresión de un hombre feliz.
   En el aniversario de cumpleaños de mamá reaparecieron misteriosamente las fotos de casamiento y comunión y las alabanzas a su belleza y bondad. Y desde entonces se habló con libertad de ella y se rastrearon en los rincones nuevas pruebas de su existencia. Todos querían saber de pronto algo sobre la nona muerta tan joven y le tocó a papá el turno de representar el mejor papel, de centralizar otra vez la atención general contando la elegía de un matrimonio ejemplar. Todos contribuimos en lo posible a este reencuentro y al remiendo del tejido desgarrado, y los nietos terminaron la labor de ablande.
   Al final de su existencia, de su arteriosclerosis, papá no hacía sino hablar, con lágrimas en los ojos, de mamá y de su feliz matrimonio, y a veces de  un error que le había amargado la existencia. Lamentablemente no pude seguirlo por ese camino de tolerante mansedumbre,  porque mi memoria es aún lo bastante buena como para recordar el día del descubrimiento de la foto y su gesto de estupor horrorizado mientras borraba febrilmente las palabras escritas detrás del cartón.