Sobre Un mito familiar

Introducción a Un mito familiar, de Julio G. Martínez.

Editorial Planeta, 2010.   



  Muchas veces hablé ya sobre mi padre, pero la aparición de este libro es quizá la mejor oportunidad para repetirme: si bien siempre y en cada ocasión decía que mi papá era un gran escritor, no podía esgrimir hasta ahora la prueba definitiva, la evidencia material, porque él perteneció en vida a una especie rara, en extinción, la de los que escriben únicamente “por amor al arte” y no se preocupan por publicar. 

    Apenas decía esto veía descender las miradas, entre piadosas y escépticas, y podía sentir cómo se retiraba la atención. Pero entonces mi padre… ¿nunca había publicado un libro?  En realidad no (si se exceptúa un librito mal impreso con seis de sus cuentos, publicado como premio en un concurso de Bahía Blanca). Había tenido, sí, premios y menciones en distintos concursos, aparecía esporádicamente en antologías de cuentistas argentinos y un par de sus obras de teatro fueron llevadas a escena por compañías locales. Pero eso fue casi todo en términos de exposición pública. En una breve nota biográfica para su primera inclusión en antologías escribió, como premonición: “Una docena de cuentos y varias poesías juveniles se encuentran actualmente sometidos a la crítica implacable de los roedores provincianos”. Cuando le pregunté en mi adolescencia qué quería decir esto, me respondió que era una cita de Marx, una forma un poco más elegante de decir que su obra estaba abandonada en los cajones. 

   Nació en 1928, el segundo de tres hermanos,  y vivió parte de su infancia en el campo, cerca de Bahía Blanca, hasta que su familia se mudó a la ciudad para que los chicos pudieran ir a la escuela. Tuvo una formación  católica rigurosa y aunque luego, en sus años universitarios en La Plata, se convirtió al marxismo y sostuvo por el resto de su vida y hasta el final un ateísmo acérrimo y burlón, hay vestigios de lo religioso en sus cuentos, e incluso toda una serie de relatos con personajes bíblicos. En una carta en la que habla del espíritu trascendente que campea en algunos de sus temas dice: “A pesar de mi escepticismo pirrónico, poseo una estructura mental moldeada por el absoluto, pero más por la Paradoja, esa verdadera loca de la casa, siempre dispuesta a ponerse de pie en medio del Banquete para arruinarnos el estofado”. Y más abajo: “A propósito, mi infancia no me la estropeó un Salesiano, sino que fueron los comisarios y cartesianos los que resecaron mi juventud. Será por eso que mi escritor preferido es Gastón Bachelard, que une el rigor del método científico con el ensueño. No se debe interpretar los sueños, hay que onirizar la realidad”.

   Se recibió de Ingeniero Agrónomo a los veintidós años, pero apenas regresó a Bahía Blanca se dedicó varios años más a estudiar, en la recién creada Universidad del Sur. Tenía un espíritu curioso, dirigido a todo: cursó materias de la carrera de Letras, de Matemática, de Filosofía y varias más de Economía, para una especialización en Economía Agraria. Era una época extraordinaria en la universidad, y tuvo como profesores a Jaime Rest, a Antonio Camarero Benito, y a Héctor Ciocchini. A la par, participó en la fundación de primer cine-club de Bahía Blanca, donde conoció a mi mamá, que estudiaba la carrera de Letras. Tuvo una larga militancia política en el Partido Comunista, tanto en la actividad gremial entre profesores, como en la Federación Agraria. En el año 1962, durante el gobierno radical de Arturo Frondizi, el Partido Comunista fue proscripto y bajo el imperio del plan Conintes, hubo un allanamiento en mi casa, y una requisa donde desvalijaron su biblioteca. Estuvo preso durante dos meses y perdió para siempre los borradores y las fichas que guardaba para uno de sus proyectos ímprobos: una historia quiebre por quiebre de las divisiones en la izquierda argentina.

   Tenía una pasión absoluta por la educación y la lectura. Frase famosa: “Para salud y educación, siempre va a haber dinero en esta casa”. Nos enseñó a jugar al ajedrez a los cuatro hermanos, y mientras estábamos en la escuela primaria compró los libros Papi de matemática moderna para lo que llamaba la “educación complementaria”. También,  para asegurarse de que no pudiéramos escapar a la lectura, se negó a comprar televisor durante toda nuestra infancia. Los domingos nos reunía a la mañana para leernos un cuento y a continuación debíamos escribir una redacción en un certamen literario de entre casa. Nos calificaba en cinco ítems: Originalidad, Resolución, Redacción, Prolijidad y Ortografía. El premio era un chocolate y el honor de ser pasados a máquina en su vieja Olivetti de teclas restallantes, donde escribió buena parte de su obra. Su repiqueteo en cuatro dedos, a cualquier hora, era el sonido que nos confirmaba que estaba en casa. Pero también la radio muy baja y un hondo silencio en la biblioteca: papá está leyendo.  Frase famosa: “En lo profundo, todos los conocimientos se unen”. Cita famosa: “Nada de lo humano me es ajeno”. Tenía una biblioteca inmensa y hospitalaria, donde cabían desde las novelas policiales del Séptimo Círculo hasta la Estética de Hegel. Desde la colección de la revista El Péndulo y los clásicos de la ciencia ficción, a las tragedias griegas, y los libros de Sartre, de Althusser, de Camus, y Levi Strauss. Desde  la literatura argentina “social” -Barletta, Kordon, Wernicke, Mariani- a Borges y Bioy, Cortázar, Denevi, la antología de Roger Callois. Y también, por supuesto,  El Capital (furiosamente subrayado),  y las obras completas de Lenin. Sus filósofos preferidos, sin embargo, eran Bachelard y Cioran. Algunos de los escritores que se repetían con varios títulos: Chéjov, Tolstoi, Sartre, Boris Vian, Alfred Jarry, Raymond Queneau, El Marqués de Sade, Ballard, Stanislav Lem, Nabokov y Witold Gombrowicz (toda su obra), Par Lagerkvist, William Faulkner, John Cheever, Erskine Caldwell, Armonía Sommers, Clarice Lispector, Marguerite Yourcenar, Patricia Highsmith, Amalia Jamilis.

   Fue profesor durante muchos años en la Escuela de Agricultura y Ganadería y tuvo una actividad incansable para promover entre los alumnos la Feria de las Ciencias, hasta que fue echado durante la última dictadura militar, bajo la cláusula de “peligrosidad subversiva”.  Inició un largo juicio para su rehabilitación y se refugió más que nunca en la escritura. Mi mamá también fue separada de la universidad y en esos años de grandes dificultades familiares y económicas él atravesó un período de depresión. Como parte del tratamiento debía tomar una pastilla cada mañana. Frase famosa: “La pildorita del non calentarum”.  Escribió en esa época “Los motivos del pozo”, que es para mí el mejor de sus cuentos. Y después, como una medicina secreta, se propuso escribir un cuento por día. Eran cuentos de una sola página. Escribió ciento cincuenta y los encuadernó en un libro al que le puso de título Golpes bajos. Y que dejó otra vez en un cajón, junto con el resto de sus carpetas.

  Tuvo desde muy pequeño y por más de cuarenta años el hobby de la piscicultura. Nuestra casa y también la de su madre estaban llenas de peceras que él mismo armaba. Criaba Carassius y buscaba con técnicas de inseminación artificial una variedad de Lebistes con la cola roja. Recibía correspondencia de todo el mundo de otros piscicultores y tenía en su campo un tanque australiano especialmente acondicionado para sus reproductores. En los años difíciles se deshizo un día de todos sus peces y nunca volvió a hablar de ellos. Durante mucho tiempo quedaron en la casa las peceras vacías, como esqueletos de vidrio.

   Con el retorno de la democracia recuperó su cargo de profesor y volvió a la Escuela de Agricultura, a su asignatura de siempre. Cita famosa, el día de su regreso: “Cómo decíamos ayer...”  Pero muy pronto, por un enfisema pulmonar, debió pedir el retiro anticipado. En esos años compró su primera computadora y pasó casi todos sus cuentos al formato digital. Mil veces le pedimos entonces que reuniera lo mejor de su obra para un libro. Pero él veía muy lejana la posibilidad de publicar en Buenos Aires y era demasiado orgulloso para resignarse a una edición de autor. Sólo siguió participando en concursos, con suertes variadas. Hasta ese momento nunca había intentado novelas, pero en el año 1993 empezó a escribir “El bufa” (que se llamó en principio “El bufa o las mil caras del héroe”). La imaginaba como una novela mítica, con los estadios y  apoteosis del personaje principal según la teoría  del héroe de Joseph Campbell, pero con un personaje que fuera la contracara oscura y marginal del héroe clásico. Es el texto donde integró por primera vez todas sus voces narrativas, y  los registros más diversos del lenguaje, milagrosamente sostenidos en vilo a lo largo de toda la narración. Es una novela absolutamente radical, tanto en la temática como en los recursos estilísticos, y en la gracia oscura y despiadada del personaje principal. A partir de esta nouvelle, siguió intentando otras novelas más largas. Dejó una más terminada, y dos inconclusas.

   La hija de Pedro Henríquez Ureña escribió una vez, recordando a su padre: cuando era pequeña pensaba que todos los hombres eran como él. Nosotros hubiéramos podido decir lo mismo. No había pregunta para la que no tuviera respuesta, pero a la vez, le gustaba a veces fingir que vacilaba, porque era la excusa para llevarnos a la biblioteca, para rastrear en los estantes y abrirnos un libro y un mundo. Era paciente, divertido, irónico. Su pasatiempo favorito era contar a la hora de la cena historias de las que era imposible saber cuánto era verdad y cuánto ficción. Y cuando volvía del cine-club recreaba escena por escena para los cuatro hijos absortos la película que acababa de ver. Las pocas veces que nos dejaba acompañarlo al campo había otro juego. Al bajarse del auto para abrir la primera tranquera se ponía una brizna de pasto al costado de la boca y desde entonces y hasta el regreso hablaba en un lenguaje campero que no sabíamos hasta qué punto era impostado. Quizá no era para él enteramente un juego, sino, también, un regreso a su infancia.  

   Fue un gran padre (frase famosa: “Hay que estar con los hijos todos los días, no solamente el fin de semana”). Fue también, el escritor “que elegía a sus lectores” y el sabio de su tribu. Nuestro mito familiar.

   Murió en el año 2002, de un paro respiratorio provocado por el agravamiento de su afección pulmonar.

 

   Al revisar sus cajones aparecieron una gruesa carpeta de sus poesías juveniles, más de doscientos cuentos (varios de ellos desconocidos para nosotros), cinco obras de teatro, un libreto para cine, tres guiones de historietas, cuatro novelas y la saga del indio Calchitruz (había encontrado una vez morteros y puntas de flecha de asentamientos indígenas en su campo y desde entonces concibió la historia épica de Calchitruz, el hermano rebelde de Ceferino Namuncurá, que no acepta convertirse al cristianismo y huye al desierto. Escribió los himnos de guerra, del cambio de estaciones,  del ritual de apareamiento, y con el tiempo un libro entero de cantos y poemas sobre esa tribu imaginaria).

   ¿Cuánto y qué publicar de todo esto? Nos decidimos finalmente por un libro que reuniera los que llamábamos sus cuentos infalibles: los cuentos que a todos nos habían gustado, los que habían pasado de mano en mano en la familia, y que él mismo había enviado a concursos o separado y corregido para antologías. A la vez, queríamos que la selección fuera representativa de los distintos mundos y registros que abarcó en su obra y de los diferentes “períodos” o series a lo largo de su vida.   

   Así, de sus cuentos iniciales, elegimos “Abel” entre el grupo de relatos con personajes bíblicos; “La pupa”,  por su lenguaje de un barroquismo potente, en el filo entre la ciencia ficción y el relato fantástico, y “Los piojos”, uno de sus primeros relatos familiares, por la fuerza arrasadora  y el final inolvidable de la historia. Esta serie “familiar” (por llamarla de algún modo)  se continuó a lo largo de su vida e incluimos también aquí “Los motivos del pozo”, “Casa pintada”, “La broma” y “Un mito familiar”.

   De su frecuentación intermitente del género fantástico elegimos “La huida”, “La muerte del prócer” y “Sin abuela”.  De la serie de relatos con tema sexual incluimos “Recuerdos de Punta Lara” y uno de sus textos más “incómodos”, “De la violación”, por el cruce original con el ensayo filosófico. Y de sus cuentos de humor negro, “La dama del perrito”.

   De la colección de cuentos breves que reunió en Golpes bajos, decidimos incluir una muestra corta de seis relatos.  Y quisimos cerrar el libro con la que fue su obra más temeraria: la  nouvelle “El bufa”.

    ¿Sería parecido a éste el libro que él hubiera elegido para su debut y su presentación en sociedad? Difícil decirlo. Muchas veces discutí con él criterios y teorías estéticas y no necesariamente estábamos de acuerdo en qué era lo valioso en términos literarios. Hacia el final de su vida creía tener una clave, y en una carta en la que defiende a Carver y Cheever escribió: “He encontrado en ellos lo  fundamental para que el arte exista: la humanitas, el sentido apasionado de la condición humana”.

   Yo también encontré siempre eso en tus cuentos, papá. Mucha suerte,  y que tengas una larga vida literaria. 

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