Gombrowicz como escritor del
policial filosófico
Guillermo
Martínez
(Transcripción
editada de la ponencia “Gombrowicz como escritor del policial filosófico” en el
Segundo Congreso Internacional Witold Gombrowicz, Buenos Aires, agosto 2019).
Me propongo señalar en dos textos de
Gombrowicz -el cuento Crimen premeditado y
la novela Cosmos- una idea que creo
muy original dentro del campo del relato policial: en vez de un crimen que
antecede lógicamente a su investigación, como es lo habitual y razonable, hay en
estos dos textos una investigación en el vacío, una hilación puramente
abstracta, que logra generar por sí misma
el crimen. A diferencia del policial clásico, en que hay un cadáver, y por
lo tanto hubo un crimen, la innovación de Gombrowicz -y el elemento de absurdo
y paradoja en los dos casos- es que la propia investigación, por insistencia,
por persuasión, crea, produce, el
cadáver. Por eso lo llamo el policial filosófico: en Gombrowicz siempre está la
idea de que la exacerbación, el detenimiento en la observación, finalmente
engendra algo que va de la ficción a la realidad. Mostraré esto siguiendo sobre
todo las líneas de Crimen premeditado;
en Cosmos la misma forma de
construcción simplemente se expande al territorio más extenso de la novela.
Recordemos que en Crimen premeditado, al principio del relato, un juez de instrucción
recibe un telegrama de un amigo que teme ser asesinado. El juez se apura a tomar
un carruaje que lo lleva hasta la casa y al llegar, a la mañana siguiente, el
amigo en efecto está muerto, tendido en su cama, pero –contra la lógica del
relato policial- murió de muerte natural, de un prosaico ataque cardíaco. Sin
embargo, el juez nota que hay algo extraño en la familia. Aquí aparece uno de
los temas predilectos de Gombrowicz, que es cómo la interrelación de los
personajes genera cambios en las conductas y personalidades. El juez de
instrucción, que llega en principio como un amigo, recibe un tratamiento frío
de la familia, se empieza a incomodar, se siente despreciado. Esto lo lleva a
una actitud de tipo teatral, a exagerar su conducta, a enfatizar su investidura
de juez de instrucción. Y entonces, como juez de instrucción, empieza a desear
que esa muerte natural se convierta en crimen. “Desde que llegué todo lo que
hago resulta falso y pretencioso como la representación de un actor mediocre”, se
dice, y luego: “como si una vez lanzado a aquel juego fuese incapaz de volver a
mi estado natural”.
Entonces, en ese estado de perturbación, en que se siente amenazado, atacado, puesto en ridículo, aparece el germen de la idea de la construcción del crimen: “Después de todo, soy un juez de instrucción y aquí hay un cadáver, y la idea de cadáver parece evocar algunas veces, no siempre inocentemente, la de juez de instrucción”. A partir de aquí se posesiona, extrema su rol de juez y empieza este recorrido en que la investigación genera el crimen. “Eché mano de toda mi agudeza y comencé a establecer la cadena de hechos, a construir silogismos, a seguir los hilos y a buscar pruebas”. Todo en el vacío, porque el cuerpo sobre la cama, el cadáver, no tiene absolutamente ningún signo de violencia. Esto es lo que transtorna al juez, la blancura del cuello, él necesitaría que hubiera algún indicio, una mínima evidencia material, huellas digitales alrededor del cuello. Pero el cadáver es un objeto inanimado, luchar contra él es como “luchar contra una silla”. Entonces, por más que él imagine teorías y encuentre los motivos y trate de escarbar entre los familiares los móviles de un posible crimen, el hecho obstinado es que solamente hay un cadáver que dirá de sí mismo en la autopsia: muerte natural. Esta es la nota persistente de absurdo y oscura comicidad a lo largo del cuento. Y aquí también hay algo de parodia al relato policial, porque el único detalle curioso y extraño que aparece en el cuarto es una cucaracha muerta. Está la insinuación de que esa cucaracha será significativa en algún sentido, de la misma manera que en las novelas policiales siempre hay algún detalle, aparentemente discordante, que tiende un puente imprevisto hacia la verdad. El absurdo de toda la situación se declara explícitamente y se reconoce casi como una premisa: “era una certidumbre física y médica, un hecho; nadie lo había asesinado, por la sencilla razón de que no había sido asesinado. Me sentí demasiado ridículo, demasiado irritado, y había ido ya demasiado lejos”.
Pero entonces, como siempre sucede en sus obras, Gombrowicz va todavía más lejos; del mismo modo que en el relato El banquete la huida se transforma en acometida, y todo se transforma en su opuesto, también aquí el juez huye hacia adelante. El asesinato, -reflexiona- “es algo que se produce intelectualmente; tiene, pues, que ser concebido por alguien” y aquí, en este “alguien”, ocurre el desplazamiento: no necesariamente el crimen debe ser concebido por el asesino, sino “por alguien”: ese alguien –decide- será él. Y ya se encargará después de que uno de la familia, cualquiera, se declare culpable, porque “el crimen por excelencia no era un hecho físico sino psicológico”; “los así llamados indicios no constituyen sino detalles secundarios, nada, apenas un apéndice del crimen real, una formalidad médica y judicial, una deferencia del criminal para con las autoridades, y nada más. El crimen real lo comete siempre el espíritu”.
Entonces, en ese estado de perturbación, en que se siente amenazado, atacado, puesto en ridículo, aparece el germen de la idea de la construcción del crimen: “Después de todo, soy un juez de instrucción y aquí hay un cadáver, y la idea de cadáver parece evocar algunas veces, no siempre inocentemente, la de juez de instrucción”. A partir de aquí se posesiona, extrema su rol de juez y empieza este recorrido en que la investigación genera el crimen. “Eché mano de toda mi agudeza y comencé a establecer la cadena de hechos, a construir silogismos, a seguir los hilos y a buscar pruebas”. Todo en el vacío, porque el cuerpo sobre la cama, el cadáver, no tiene absolutamente ningún signo de violencia. Esto es lo que transtorna al juez, la blancura del cuello, él necesitaría que hubiera algún indicio, una mínima evidencia material, huellas digitales alrededor del cuello. Pero el cadáver es un objeto inanimado, luchar contra él es como “luchar contra una silla”. Entonces, por más que él imagine teorías y encuentre los motivos y trate de escarbar entre los familiares los móviles de un posible crimen, el hecho obstinado es que solamente hay un cadáver que dirá de sí mismo en la autopsia: muerte natural. Esta es la nota persistente de absurdo y oscura comicidad a lo largo del cuento. Y aquí también hay algo de parodia al relato policial, porque el único detalle curioso y extraño que aparece en el cuarto es una cucaracha muerta. Está la insinuación de que esa cucaracha será significativa en algún sentido, de la misma manera que en las novelas policiales siempre hay algún detalle, aparentemente discordante, que tiende un puente imprevisto hacia la verdad. El absurdo de toda la situación se declara explícitamente y se reconoce casi como una premisa: “era una certidumbre física y médica, un hecho; nadie lo había asesinado, por la sencilla razón de que no había sido asesinado. Me sentí demasiado ridículo, demasiado irritado, y había ido ya demasiado lejos”.
Pero entonces, como siempre sucede en sus obras, Gombrowicz va todavía más lejos; del mismo modo que en el relato El banquete la huida se transforma en acometida, y todo se transforma en su opuesto, también aquí el juez huye hacia adelante. El asesinato, -reflexiona- “es algo que se produce intelectualmente; tiene, pues, que ser concebido por alguien” y aquí, en este “alguien”, ocurre el desplazamiento: no necesariamente el crimen debe ser concebido por el asesino, sino “por alguien”: ese alguien –decide- será él. Y ya se encargará después de que uno de la familia, cualquiera, se declare culpable, porque “el crimen por excelencia no era un hecho físico sino psicológico”; “los así llamados indicios no constituyen sino detalles secundarios, nada, apenas un apéndice del crimen real, una formalidad médica y judicial, una deferencia del criminal para con las autoridades, y nada más. El crimen real lo comete siempre el espíritu”.
Y aún así la dificultad sigue siendo el
cuello. “Por más exacerbadas que estuviesen mi imaginación y mi lógica, el
cuello seguía siendo el cuello y la blancura, la blancura, con la muda
obstinación de los objetos inanimados”. Sin rendirse, el juez continúa
realizando su trabajo absurdo, entrevista a cada uno de los miembros de la
familia por separado, y logra identificar al que tendría más motivos
psicológicos para cometer el crimen. Es
el hijo. Se dedica entonces a convencer
al hijo de que en realidad sí quería asesinar al padre, convierte su amor por
el padre en odio, lo fuerza psicológicamente a declararse culpable y luego se
sienta, escondido en el guardarropas de la habitación, a esperar el desenlace
de su obra. “Tal vez la verdad pudiera encontrar por sus propios medios, como
el petróleo, el camino hasta la superficie”.
Hay una frase todavía más clara donde se condensa
y se termina de expresar esta idea del pasaje del esfuerzo mental al hecho físico: “confiaba
en que mi obstinación y perseverancia serían recompensadas […] y que al llegar [la
situación] al punto máximo, se resolviese de alguna manera y diera nacimiento a
algo, algo ya no en el reino de la
ficción, sino en el reino real” (subrayado nuestro).
Efectivamente, al cabo de cierto tiempo, se
escuchan pasos en la habitación, son los pasos del hijo que entra. Y cuando el
hijo se retira están marcadas en el cuello las huellas digitales de sus diez
dedos. Ése es el único elemento de realidad, el dato físico, que el juez
necesita para condenarlo por asesinato.
Creo
que aquí ya están en germen todas las ideas que van a dar lugar a la que es
para mí la novela más interesante de Gombrowicz: Cosmos. Pero sobre Cosmos
voy a citar simplemente un par de apuntes que aparecen en el Diario y que Sergio Pitol rescata en el
texto de introducción a novela.
Apunte
de 1962: “¿Qué es una novela policial? Un intento de organizar el caos, por eso
en Cosmos, que me gusta llamar una
novela sobre la formación de la realidad, será una especie de novela policial”.
Vale la
pena detenerse en esa definición sencilla y magnífica que Gombrowicz suelta al
pasar sobre la novela policial: “un intento de organizar el caos”. Aunque en Cosmos, más que organizar el caos de lo
existente, lo que aparece es el intento de forzar por énfasis, por insistencia,
algo nuevo, y todavía no existente en ese
caos. Enhebrar un orden, un patrón, cuyo término final será forzado a existir por los anteriores. La
intensificación, la insistencia, da lugar de nuevo a la muerte.
El patrón empieza con un palito colgado de una rama, y luego prosigue con unas ciertas líneas que se prolongan en un techo y a continuación un gorrión colgado a un hilo, y ese orden, esa repetición, esa secuencia, va formando la idea y las condiciones de posibilidad para que finalmente aparezca un cadáver colgado. Y en esta novela, otra vez, como en Crimen premeditado, mientras avanza esa investigación en la nada que parece absurda, los dos protagonistas, sobre todo el narrador, van generando cierta exacerbación de las relaciones entre los miembros de la familia donde se están hospedando que desembocará en los motivos suficientes de la muerte. La investigación vuelve a invertir el orden clásico del relato policial: no solo antecede a la muerte sino que la provoca.
El patrón empieza con un palito colgado de una rama, y luego prosigue con unas ciertas líneas que se prolongan en un techo y a continuación un gorrión colgado a un hilo, y ese orden, esa repetición, esa secuencia, va formando la idea y las condiciones de posibilidad para que finalmente aparezca un cadáver colgado. Y en esta novela, otra vez, como en Crimen premeditado, mientras avanza esa investigación en la nada que parece absurda, los dos protagonistas, sobre todo el narrador, van generando cierta exacerbación de las relaciones entre los miembros de la familia donde se están hospedando que desembocará en los motivos suficientes de la muerte. La investigación vuelve a invertir el orden clásico del relato policial: no solo antecede a la muerte sino que la provoca.
Hacia
el final de los apuntes sobre Cosmos
dice Gombrowicz: “He aquí como un fenómeno se convierte en una obsesión”. El ejemplo
que da es la observación casual de un objeto, por ejemplo, un cenicero. Si uno lo mira entre otros
objetos y lo pasa por alto, si lo ve pero apenas lo registra, todo parece ir
bien; pero apenas uno se detiene por segunda vez en el cenicero, o por un
instante de más, el cenicero empieza a crear una especie de campo, una
atracción gravitatoria, en la que uno no puede dejar de pensar por qué se quedó
mirando el cenicero. El cenicero se convierte en una fuente propia de sentido. “¿Será
que la realidad es, en esencia, obsesiva?” prosigue Gombrowicz. “Dado que
nosotros construimos nuestros mundos por asociación de fenómenos, no me
sorprendería que en el principio de los tiempos haya habido una asociación
gratuita y repetida que fijara una dirección dentro del caos, instaurando un
orden”. Esto es lo que pone en escena narrativamente Gombrowicz, la instauración
por obsesión de un patrón, de un orden, que desemboca en un asesinato.
Para el
final dejo una asociación que me parece también interesante entre estos dos
relatos de Gombrowicz y una novela de una escritora que es casi fundadora del
género policial de intriga, aunque nunca fue muy afortunada para la recepción
crítica. Me refiero a Agatha Christie. Digo siempre que hay pocos escritores
que admiran abiertamente a Agatha Christie; uno es Truman Capote y aquí en Argentina Pablo de Santis y yo. Pero
bien, se la reconozca o no, Agatha Christie fue la primera que desplegó la
gramática o la combinatoria del relato policial en todas las variantes
posibles: la novela en que todos los sospechosos son víctimas; la novela en que
todos los sospechosos son culpables; el crimen en que el culpable es el
policía; el crimen en que el culpable es el narrador; etc. Gombrowicz, como
intenté argumentar, logra la difícil hazaña de ampliar esa clasificación, con
dos relatos policiales en que no hay en principio asesinado ni asesino.
La conexión que quiero señalar está en una
novela que se llama Telón, la última
novela de Agatha Christie en que aparece su detective más famoso, Hércules Poirot.
En esta novela, aparecida en 1975, el asesino es un caso extremo de sutileza, no usa armas ni mata
por sí mismo, sino que se dedica simplemente a exacerbar las pequeñas
contradicciones entre los personajes de una familia o de un pequeño entorno cerrado.
Es alguien que tiene la habilidad de detectar cuáles son las rencillas, las
fricciones, los pequeños problemas cotidianos que puede haber en un matrimonio,
entre padre e hija, entre hermanos o amigos. Y lo único que hace es, digamos, soplar
esas chispas, echar leña al fuego, y sentarse a esperar, hasta que en algún
momento se desencadena un asesinato. Ese manipulador sigiloso y siniestro puede
verse como un sucesor imprevisto del juez de instrucción en Crimen premeditado y del narrador de Gombrowicz en Cosmos, cada uno a su modo demiurgos
secretos de un crimen por venir.
Bibliografía
Christie,
Agatha; Telón, Molinos, 1975. ISBN:
84-272-0297-0.
Gombrowicz,
Witold; Bakakai, Tusquets, 2000.
ISBN: 84-7223-087-2.
Gombrowicz,
Witold; Cosmos, Seix Barral, 1982.
ISBN: 84-322-0418-8.