Un
cliché demasiado extendido por el psicoanálisis nos quiere convencer de la
virtud o necesidad del parricidio en algún momento de la vida. También a la
crítica literaria le complace esta figura fácil –sin duda por el rastro de
sangre y la atracción de lo primitivo– y está dispuesta a creer con demasiada
rapidez que una generación escribe para matar a la anterior, y que el verdadero
objetivo, expuesto u oculto, de todo escritor joven será subirse al ring
(siempre el ring, nunca el tablero de ajedrez) para derribar a otro más viejo y
famoso. Sin embargo sabemos –y todos los días del Padre nos lo recuerdan sin
falta las revistas dominicales– que existen padres que legaron de por vida la
pasión de la música a sus hijos sin traumas severos ni reclamos indignados,
padres que saltan felices en las canchas agitando la misma camiseta con sus
hijos ya grandulones, y padres tenistas que educaron hijos tenistas que nunca
se pasaron al paddle. Que estos ejemplos alcancen para confesar que nunca quise
matar, ni aun simbólicamente, a mi padre escritor. Cuánto me gustaría que
estuviera vivo ahora.
A él le debo, por supuesto, casi todo: las primeras lecturas, y después las segundas, la biblioteca ecléctica y tendida, los autores compartidos, la lección de que la literatura no es una sola. Le debo el ejemplo sostenido de su tecleo en el cuartito y su actitud de escribir verdaderamente “por amor al arte”: nunca se preocupó por publicar un libro en vida, a pesar de que le insistimos de todas las formas. Prefería dejar sus cuentos en los cajones, abandonados a la “crítica de los roedores”. El pasó los primeros borradores míos a máquina y fue siempre mi primer lector y mi primer crítico, atento, interesado, pero nunca condescendiente. Temía que no pudiera mantenerme con la literatura y me aconsejó que hiciera una carrera que me permitiera vivir para escribir en paralelo (cómo él, que era ingeniero agrónomo). Para hacer fortuna elegí finalmente la matemática, pero no lo reprobó del todo porque tenía una admiración siempre intrigada por la ciencia (estudió nueve materias de estadística para una especialización en economía agraria). Cuando me instalé en Buenos Aires le llevaba en cada regreso un libro de Gombrowicz, uno de sus autores preferidos junto con Cioran y Bachelard. Intercambiábamos los cuentos que cada uno había escrito (yo uno, o dos; él diez o veinte). Llegó a leer mis primeras dos novelas y también un relato que escribí inspirado en su faceta de piscicultor, demasiado fiel y triste, por el que me reprochó que hubiera olvidado el uso de la anamorfosis.
A él le debo, por supuesto, casi todo: las primeras lecturas, y después las segundas, la biblioteca ecléctica y tendida, los autores compartidos, la lección de que la literatura no es una sola. Le debo el ejemplo sostenido de su tecleo en el cuartito y su actitud de escribir verdaderamente “por amor al arte”: nunca se preocupó por publicar un libro en vida, a pesar de que le insistimos de todas las formas. Prefería dejar sus cuentos en los cajones, abandonados a la “crítica de los roedores”. El pasó los primeros borradores míos a máquina y fue siempre mi primer lector y mi primer crítico, atento, interesado, pero nunca condescendiente. Temía que no pudiera mantenerme con la literatura y me aconsejó que hiciera una carrera que me permitiera vivir para escribir en paralelo (cómo él, que era ingeniero agrónomo). Para hacer fortuna elegí finalmente la matemática, pero no lo reprobó del todo porque tenía una admiración siempre intrigada por la ciencia (estudió nueve materias de estadística para una especialización en economía agraria). Cuando me instalé en Buenos Aires le llevaba en cada regreso un libro de Gombrowicz, uno de sus autores preferidos junto con Cioran y Bachelard. Intercambiábamos los cuentos que cada uno había escrito (yo uno, o dos; él diez o veinte). Llegó a leer mis primeras dos novelas y también un relato que escribí inspirado en su faceta de piscicultor, demasiado fiel y triste, por el que me reprochó que hubiera olvidado el uso de la anamorfosis.
Una
vez escuché a Liliana Heker contar que cuando Thomas Mann publicó, a los 72
años, su Doktor Faustus , escribió en un ejemplar para su hijo Klaus, (también
escritor y autor de otra novela fáustica, Mephisto ): “Para Klaus, de su padre,
que promete”. Algo curioso le ocurrió también a mi padre cuando yo publiqué mi
primera novela: él, que hasta entonces siempre había escrito cuentos y obras de
teatro, sintió seguramente un desafío. A lo largo de un mes tecleó
incansablemente y emergió con la que fue su primera nouvelle, El bufa , la
historia de un bufarrón contada de acuerdo a la teoría de los estadios del
héroe de Joseph Campbell, con un personaje que es la contracara oscura y marginal
del héroe clásico. Después de su muerte, elegimos con mis hermanos sus cuentos
“imbatibles” y los publicamos junto con esta nouvelle extraordinaria en una
antología que titulamos Un mito familiar . Fue sin duda nuestro mito familiar.
Ahora lo reencuentro cada tanto en los sueños, y en el subrayado de algunos de
sus libros. La última vez, cuando emprendí la ardua Lógica de Hegel en un tomo
de su biblioteca, con sus marcas y anotaciones hasta casi la mitad: después, el
vértigo por delante de las páginas limpias, lo que no llegó a leer. Es
justamente de Hegel la idea de aquello que, aún suprimido, puede llevarse en
sí. Prefiero esta figura a la del asesinato edípico: me gusta pensar que de
varias maneras hablo todavía con mi padre y lo sigo llevando en mí.
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