Publicado en Revista La Balandra, marzo 2013.
Creo que la dificultad principal del cuento antecede a la escritura, y es
la de encontrar una buena idea, una idea, como diría Bioy, que uno casi
tenga ganas de gritarla y a la vez, quiera resguardarla en secreto hasta
escribirla, como algo preciado, raro, del orden de los hallazgos. Esta idea,
muchas veces, ya es en sí misma, esencialmente, todo el cuento. El trabajo de
escritura será sólo -y nada menos- el de encontrar la mejor forma para que esa
idea irrumpa desde el texto y se revele con los mismos fulgores y
atractivos con que nos deslumbró por primera vez. El cuento, en este sentido,
depende mucho más de la originalidad y fuerza de la idea inicial.
La novela, en cambio, no puede devanarse enteramente de una sola idea, a riesgo
de transformarse, con el estiramiento a lo largo de muchas páginas, en la
ejecución previsible de un mandato, un programa que se agota a sí mismo mucho
antes del final. La novela precisa de cierta composición y variación, de
contrastes, de atmósferas diferentes, de distintas ideas sucesivas y
encadenadas, que en su orden van murmurando algo que excede la
construcción. Como una sopa, requiere de varios ingredientes, decía Gombrowicz.
Además de este lineamiento, digamos, teórico, en la novela aparece, por
supuesto, una dimensión adicional: la de los personajes, con todo el trabajo
que supone la progresión dramática, el registro en que hablará y pensará cada
uno, las relaciones entre ellos y cómo se modificarán y pondrán a prueba estas
relaciones a lo largo de la trama. Los personajes, que en los cuentos quedan
bastante determinados y acotados por la presión de la trama, pueden respirar y
expandirse más libremente en los espacios mayores (a veces de toda una vida)
que puede proporcionarles una novela. Esta libertad en principio ilimitada
tiene como doble filo una segunda dificultad, que es la de la selección
artística. Cuánto contar, hasta dónde contar, es un problema más difícil en la
novela que en el cuento.
Hay otra dificultad en la escritura de la novela, de un orden casi atlético: el
tiempo real en escribirla, un tiempo que muchas veces se cuenta en años de
mañanas áridas. La novela no sólo precisa cierta templanza de la paciencia y la
disciplina, sino también la concentración y el foco necesarios para persistir
en recrear en cada una de esas jornadas iguales, el mundo ficcional que se dejó
el día anterior en un limbo de versiones posibles. La novela, muchas veces,
está suspendida en el aire sólo por la voluntad solitaria del escritor, que
vuelve cada día a inclinarse a soplar las cenizas frías de lo mismo.
Finalmente, es habitual escuchar que la escritura de un cuento exige mayor
rigurosidad, que un cuento no admite digresiones, y se escribe frase por frase,
mientras que la novela avanza escena por escena, sin poder eludir páginas
grises y páginas descartables. No estoy de acuerdo con esto, y mi pequeño
experimento formal, en cada una de las novelas que intenté hasta ahora, fue
escribirlas exactamente con la misma lentitud, la unidad de intención y el
trabajo microscópico con que escribo los cuentos. Más aún: cuatro de mis cinco
novelas empezaron como cuentos, y fue sobre la marcha que se extendieron a ese
límite impreciso que separa al relato de la nouvelle, y que es en
realidad, a mitad de camino -o con lo mejor de los dos mundos- el género que
prefiero.
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