Publicado
en la revista La Nación,
febrero 2013.
Eran los
primeros años de la Unión Europea. Yo estaba en un congreso de matemática en
Viena, había terminado muy pronto con mi exposición y tenía por delante el fin
de semana libre. Vi en mi guía Trotamundos que Bratislava estaba cerca, y en un
impulso de curiosidad por visitar algo de lo que había sido el socialismo, decidí
tomar un ómnibus nocturno para pasar el sábado allí y quizá el domingo en
Budapest, del otro lado del río.
Era una noche fría, reluciente de escarcha, y
el ómnibus que hacía el cruce, de color gris perla, parecía un rezago de la
segunda guerra: un carromato crujiente, con los fuelles vencidos, y unas
ventanillas que no cerraban del todo y dejaban colar por las rendijas un viento
helado. Aún así, con el balanceo del viaje, en un momento empecé a dormitar. En
la frontera, cerca de medianoche, me despertó la luz brusca e hiriente de unos
grandes reflectores. El ómnibus se detuvo al costado de una garita y dos
soldados subieron con linternas a pedir los pasaportes. Cuando les di el mío
empezaron a repetirme, en voz cada vez más alta, como en una pesadilla, una
pregunta en eslovaco, áspera y cortante, que no lograba descifrar. De pronto
uno de ellos me hizo una seña imperiosa para que me levantara. Me bajaron con
mi equipaje del ómnibus y me hicieron pasar entre los hocicos húmedos de los perros
hacia la casilla, donde un oficial con galones y guantes de cuero abrió mi pasaporte
y golpeó con un dedo sobre las páginas para reclamarme en inglés que le
mostrara mi visa. Nunca se me había ocurrido pedir una -había saltado durante
un mes de país en país sin problemas, recién en ese momento volví a recordar
que existían las visas- y tuve que usar todos los euros que llevaba en efectivo
para pagar una multa y un permiso de entrada provisorio. Recibí a cambio unas
monedas eslovacas y un número de teléfono, donde debía comunicarme al día
siguiente para extenderlo por veinticuatro horas. Los mismos soldados me
escoltaron de regreso y volví a ocupar mi asiento entre miradas impacientes y
curiosas, todavía algo aturdido, no del todo consciente de que me había quedado
por completo sin dinero, mientras la barrera se alzaba y el ómnibus se internaba
dentro de ese país desconocido.
Había reservado habitación en un hotel cerca
de la plaza principal, que me pareció, al trasponer la puerta giratoria y
avanzar por las alfombras mullidas, más lujoso de lo que había imaginado, y por
eso mismo, ahora que sólo tenía esas pocas monedas en el bolsillo, un lugar
peligroso, casi amenazante. Tuve que entregar en el mostrador mi tarjeta de
crédito para que me habilitaran el teléfono en el cuarto, y mientras el conserje
la deslizaba por su máquina sentí un escalofrío de incertidumbre. Ahora
dependía enteramente de ese rectángulo de plástico. No estaba seguro de cuánto
crédito me quedaba, y en realidad, por el rápido cálculo mental de varios
gastos demasiado alegres durante el viaje, no sabía siquiera si la tarjeta
resistiría el pago de esa noche. Me prometí hacer también al despertar otra
llamada urgente al número de auxilio para saber si podían estirar mi crédito. Todo
esto no impidió que al llegar a mi cuarto, apenas descorrí el grueso cortinado
doble y apoyé la cabeza en la almohada, me durmiera con un sueño de piedra. Era joven
y tenía la superstición feliz del viajero, que supone que nada verdaderamente
malo puede pasarle si sólo está de paso.
Desperté a la
mañana siguiente después de las once, demasiado tarde para llegar al desayuno. Al
mirar el reloj recordé de inmediato, como un peso agobiante, las dos llamadas
que debía hacer. Aún en el mejor de los casos, si todo terminaba bien, perdería
el resto del día en trámites. Miré en el teléfono del cuarto las instrucciones
en inglés, pero aunque el teléfono tenía tono, y reintenté varias veces, no
logré comunicarme. Eso sólo podía significar una cosa, pensé: de algún modo
habían detectado que ya no tenía crédito en mi tarjeta y me habían cortado,
como precaución, toda posibilidad de hacer llamados. Me vestí, bajé al lobby, y
le expliqué a uno de los empleados en la recepción, con alguna vergüenza
anticipada, que no conseguía comunicarme desde mi habitación. Aparentemente no
era nada de lo que temía. Ese teléfono, me aseguró el empleado, había tenido la
misma clase de inconveniente antes, enviaría a la tarde alguien para
arreglarlo. El problema, dije, es que yo debía hacer dos llamadas importantes
antes del mediodía. Me señaló entonces un teléfono público en una de las
columnas, a mitad de camino entre el lobby y la gran escalinata que conducía a
los cuartos. Yo podía hablar desde aquel teléfono con monedas. Y las llamadas,
agregó para animarme, me resultarían mucho más baratas. Saqué las monedas que
me habían dado en la frontera, y se las mostré con la palma abierta. Había de
varios tamaños y colores. ¿Serían suficientes?, le pregunté. El empleado se
sonrió con un dejo de malevolencia. Suponía que sí, pero dependería, claro, de
la duración de las llamadas.
Caminé por el largo corredor hacia el
teléfono, y cuando estaba eligiendo la moneda de una corona para insertar en la
ranura, una mujer de grandes ojos claros apareció de pronto a mi lado, se
inclinó hacia mí y me dijo en un susurro, con una mirada fija, implorante: Help! Help me! La miré, sorprendido. No
alcanzaba a darme cuenta de dónde podría haber salido. ¿Habría estado quizá
semioculta por la columna? Lo primero que advertí fue que aquella mujer, sin
duda, habría sido muy hermosa no mucho tiempo atrás, aunque estaba ahora envejecida
de forma prematura: la piel de su cara tenía algo casi transparente,
quebradizo, con arrugas finas y crueles que parecían desgarrarle hacia abajo las
facciones, como una máscara a punto de ser arrancada. Era extremadamente
delgada, con un aspecto casi famélico, y las raíces del pelo, muy crecidas,
revelaban dolorosamente, bajo los restos de tintura, el gris verdadero y
extendido de las canas. Los ojos eran muy grandes, verdes, húmedos y
acuciantes, como los de una niña desvalida, y toda su expresión tenía algo
lastimero. Llevaba un vestido pulcro, de mangas largas, raído por demasiados
lavados, que parecía una segunda piel a punto de desintegrarse. Aún así, no
tenía de ningún modo el aspecto de una mendiga sino el de una mujer elegante,
suave y educada, que pasaba por alguna clase de apuro inesperado, o, en
realidad, de acuerdo al estado de su pelo y de su ropa, por una mala racha prolongada.
Le pregunté en inglés de qué modo podía ayudarla, pero me hizo un gesto
drástico y desalentado. No English, no
English. Traté de hablarle en español, pero repitió el gesto de incomprensión,
sin decir palabra, con dos tristes movimientos de la cabeza. Help! Help me!, volvió a suplicar, con
una entonación más urgente, y la última sílaba se alargó como un balido. Le
extendí entonces una de las monedas con las que iba a hacer el llamado. La miró
con decepción, como si aquello no ayudara mucho, pero la tomó y la hizo
desaparecer en un bolsillo, casi como un gesto de buena voluntad hacia mí, como
si quisiera animarme, darme una señal de que había allí un principio de
entendimiento, y quedó otra vez a la espera, con la cara expectante, y un
intento desesperado de sonrisa. Las monedas, que evidentemente despreciaba,
eran demasiado importantes ahora para mí, y no me arriesgué a darle ninguna
otra. Cuando vio que yo no daba indicios de hacer ningún nuevo movimiento me puso
una mano temblorosa sobre el brazo y volvió a implorar, con el mismo tono
lacerante: Help! Help me!
Le hice un gesto
de disculpas, le mostré las palmas desnudas en el ademán universal de que no tenía
más dinero, y traté de volverme hacia el teléfono para hacer la llamada. Pero
ella dio entonces dos pasos rápidos y volvió a plantarse frente a mí, con las
manos juntas en ruego, a punto de caer de rodillas, y volvió a repetirme, con
un grito ahogado de angustia: Help me!
Volví a mirarla a los ojos, unos ojos que parecían a la vez guardar y dejar
escapar todo lo que había sido, y en el brevísimo segundo que me demoré,
atrapado en el destello fatal de esa última luz incrustada, ella creyó ver una
pequeña victoria. Me tomó del brazo con vehemencia y me señaló una ventana en el
primer descanso de la escalera, mientras me daba ligeros tirones de la manga
para que la siguiera por los escalones, como si hubiera algo que sólo pudiera
confiarme a solas. Fui detrás de ella. Se detuvo bajo la ventana, me tomó de
las dos manos y me las apretó con un gesto impotente y algo de impaciencia.
Parecía querer transmitirme físicamente aquello que no lograba decirme. Sacudió
la cabeza y volvió a repetir, ahora con una nota más grave y honda, y un acento
íntimo: Help me! Creí comprender, oscuramente:
la atraje hacia mí y en un impulso brusco, indescifrable, la besé en la boca.
Me pareció que hubo en ella un instante de perplejidad: quedó inmóvil, algo
rígida, pero se dejó abrazar por un instante. Fue como estrechar a un fantasma,
un ser ingrávido, sin huesos, que parecía disolverse bajo mis brazos. Sentí el
roce áspero y a medias huidizo de sus labios. Su boca, que yo no dejaba
escapar, cedió y se abrió contra mis labios, pero cuando hice avanzar mi lengua,
quedó girando en el vacío. Extrañeza y desolación. Supuse que ella había
replegado la suya, de algún modo, al fondo de su boca, porque sólo encontraba ese
vacío desconcertante, como si realmente aquella mujer no existiera del todo, o
estuviera ahuecada por dentro. Entreabrí los ojos y comprendí que quizá me
había dejado besarla como otra cortesía, pero sin entregarse enteramente, del
mismo modo en que había aceptado la moneda, como una forma de indicarme que
estaba en el buen camino. Me separé de ella y la miré otra vez. No parecía
enojada, pero tampoco predispuesta a nada más, como si aquello hubiera sido un
equívoco menor, pero que no debía distraerla de lo principal. Help! Help me! volvió a repetir, con un
tono dulcificado y la voz por primera
vez animada: sin duda le había infundido con el beso un poco de esperanza y creía
ahora que su ruego podía ser atendido. Y de la misma forma a la vez dulce y apremiante,
como si no supiera por cuánto tiempo se prolongaría sobre mí el hechizo, me
arrastró con tirones entusiastas detrás de ella, hacia uno de los cuartos al
final del pasillo. Shh, me decía cada
tanto, mientras daba vuelta la cabeza en el pasillo desierto, para asegurarse
de que todavía la seguía. Se detuvo frente a una puerta, dio unos golpes con
los nudillos y la abrió a medias, con una seña nerviosa de invitación para que
avanzara dentro del cuarto. Dudé por un segundo frente a la puerta
entreabierta, pero ella entonces me empujó un poco por detrás, hasta que di el
primer paso dentro de la habitación. Sobre la cama, que estaba sin tender y
revuelta, había un chico estirado a lo largo, de unos dieciocho o veinte años,
a medio vestir y descalzo, que miraba televisión. En el piso se veían restos de
comida y vasos de cartón sobre un diario abierto extendido como un mantel.
Apenas entré en el cuarto, el chico se puso de pie para dejar libre la cama, en
lo que parecía parte de una rutina que tenía bien aprendida, y me sonrió
débilmente, con una mueca borrosa. Era muy alto, con un aspecto tosco y brutal,
pero a la vez, algo inarticulado: un gigante torpe, no del todo acostumbrado a la
posición vertical. Los ojos, ligeramente desenfocados, y sobre todo esa sonrisa
colgante y blanda, me hicieron pensar por un segundo que tal vez tuviera un
leve retardo mental.
La mujer le dijo
dos frases breves y cortantes, y trató de alisar la sábana con una mano
apresurada, a la vez que se dirigía otra vez a mí con una sonrisa ansiosa y me
hacía con los dos brazos una seña invitadora para que me acostara. El chico,
que había retrocedido en silencio, estaba ahora detrás de mí, contra la puerta.
Giré la cabeza, sin poder evitarlo. ¿Era realmente un retardado? Ahora que lo
veía de pie, con su cuerpo enorme que clausuraba la puerta, ya no estaba tan
seguro. La mujer volvió a soltar una andanada de frases cortas. Parecía decirme
con sus manos que no debía preocuparme por él, y volvió a repetir el gesto
incitador para que me acostara. Cuando vio que yo permanecía de pie y estaba
por dar el primer paso hacia atrás, dio un grito agudo para detenerme, se
acostó ella misma en el centro de la cama, alzó el vestido sobre los muslos
flacos y abrió las piernas. Help! Help
me!, volvió a decir, con un tono desgarrador, y corrió a un costado la
bombacha para mostrarme la hendidura del pubis. Miré, petrificado, el
movimiento de su mano, los dedos que hurgaban y separaban los labios para
mostrarme el centro rojo. Pero entre los dedos vi también, penoso, desanimante,
el vello lacio y mustio del pubis, ya totalmente blanco. Retrocedí, sin poder
evitarlo. El movimiento furioso y circular de los dedos tenía algo hipnótico,
pero ese manojo de pelo triste y plateado me daba una repulsión inexplicable,
como si hubiera entrevisto la vejez verdadera y pavorosa de esa mujer, una
vejez contagiosa, milenaria.
Me di vuelta hacia
la puerta y la mujer gimió algo en su idioma y saltó hacia mí para tratar de
aferrarme los brazos desde la cama, mientras me suplicaba con una última voz ronca, ahogada por la desesperación: Help me! Cuando vio que estaba todo
perdido y que le daba ya la espalda, dio otro grito, esta vez dirigido a su
hijo, y sólo pude pensar que le ordenaba cerrarme el paso. Quedé frente a él, y
no hizo ningún movimiento para liberarme la puerta. De su cara se había borrado
la sonrisa y ahora su aspecto me parecía solamente brutal. Vi que dudaba,
todavía desconcertado, como si no estuviera seguro de obedecer, mientras su
madre le seguía gritando la misma orden, en un tono cada vez más enérgico. Algo
me encegueció entonces, y recordé la única lección que había aprendido en el
colegio para defenderme en las peleas. Eché un poco hacia atrás la cabeza y con
todas las fuerzas del terror le pegué un golpe tremendo con la frente en el
medio de la cara. Escuché el crujido de un hueso y el chico dio un gran grito
de dolor y se derrumbó de a poco de rodillas al suelo, con las dos manos en la
nariz. La sangre le empezó a brotar, incontenible, bajo los dedos. Me abalancé
al picaporte, abrí la puerta y arrastré a medias con la hoja el cuerpo caído
hasta hacerme el lugar suficiente para salir. Pero algo me detuvo: el chico lloraba
en el suelo, con las manos todavía aferradas a la nariz, lloraba frente a su
sangre con hipos y gritos de desesperación y el desconsuelo aterrado de una
criatura. La mujer había saltado de la cama y estaba ahora agachada junto a él.
Trataba de contener la sangre con la punta del vestido, mientras atraía la gran
cabeza a su regazo. Me miró desde allí y sus ojos verdes me horadaron con una
luz feroz. Pareció de pronto que fuera a alzarse: toda su cara avanzó hacia mí,
transfigurada en esa nueva luz llameante y maligna que despedían sus ojos. Su
cuello frágil se tensó como un arco, alargó el brazo para apuntarme y con una
voz estremecida de odio me lanzó una maldición lenta, implacable, y la repitió
dos veces, con el brazo alzado y el gesto terrible de una sibila.
Nunca supe qué
me deparaba esa maldición, pero quizá ya me alcanzó: allí donde voy, no importa
en qué ciudad del país o del mundo, cada vez que una mano se extiende para pedirme
limosna, vuelvo a ver esos ojos verdes, y escucho, como si ya nunca pudiera
arrancarlo de mis oídos, el balido atroz: Help!
Help me!