Objeto luminoso 3: Ceferino fosforescente

De la serie Objetos luminosos, para una columna sobre objetos del pasado de la revista VIVA, Clarín,  2011. (no aparece online)

    Lo más difícil es explicar cómo llegó la estatuita fosforescente de Ceferino a nuestro hogar marxista y ateo. Tuvo que ser, por supuesto, alguno de los inventos de mi papá. Pero ¿cuál de ellos? ¿Los adornitos de luminosidad resistente al agua para vender en los acuarios? ¿Los anzuelos lumínicos para la rueda de arado que hundiría en el mar como novísima máquina de pesca? ¿El rendín-luciérnaga que pudiera ubicarse en la noche al abrir el capot del auto? Les pregunté a mis hermanos y ninguno puede recordar exactamente para qué la quería. 

   Pero sí recuerdo que la primera vez que habló de la estatuita estaba Miguela sirviendo el almuerzo. Miguela era el descubrimiento reciente y más preciado de mi madre. Había llegado de Trenque Lauquen, era muy silenciosa y reservada y casi no sabíamos nada de ella, salvo que era infalible con la escoba y el plumero, aún en el caos de papeles de mi padre. Venía a limpiar nuestra casa sin faltar ni una vez desde hacía casi un año y mi madre tenía que luchar duramente con intrigas y aumentos para que las otras vecinas de la cuadra no se la quitaran. Durante ese almuerzo mi padre contó que había visto la estatuita de Ceferino en una santería, pero no habían querido vendérsela porque, le dijeron, era la que protegía la tienda. Los dueños la habían traído de Fortín Mercedes, donde estaba el santuario de Ceferino. Le habían ofrecido otras, pero sólo tenían un barniz de pintura fluorescente. Mi padre nos explicó entonces la diferencia entre fluorescencia y fosforescencia. Él quería una exactamente como aquella que había visto, maciza, de un verde esmeralda, con una luz perdurable. Estaba dispuesto a ir hasta Fortín Mercedes para conseguirla. En ese momento intervino Miguela, y creo que fue la primera vez que la escuchamos decir dos frases seguidas. Ella era devota del santito, dijo, y pensaba ir el fin de semana hasta Fortín Mercedes para cumplir una promesa. Había visto esas estatuitas verdes luminosas y si el señor quería, no tendría problemas en traerle una. Mi padre le agradeció efusivamente, le dio el dinero, y el lunes siguiente estaba ya la estatuita en casa. Miguela se la entregó a mi padre con orgullo, porque había regateado un poco y pudo conseguir la de tamaño más grande. Tenía esculpida con bastante gracia la imagen más conocida de Ceferino Namuncurá: el santo con su poncho y un crucifijo que sostenía con una mano contra el pecho.
   La estatuita permaneció durante un tiempo en el estudio de mi padre, en el limbo de un estante, mientras él terminaba la preparación teórica para su experimento. De noche, como un beneficio inesperado, su resplandor fantasmagórico alumbraba el camino al baño. Miguela parecía encantada y la repasaba un par de veces por día con su trapo para que no dejara de brillar. Pero finalmente llegó el día del sacrificio. Una tarde mi padre nos llamó con aire de confabulación a los cuatro hermanos. Todos seríamos asistentes del experimento. Fuimos con él hasta el cuartito en el patio que llamaba su laboratorio, y cada uno tuvo su misión. A mí me tocó ir a buscar la agarradera a la cocina, donde Miguela estaba terminando de lavar los platos. Cuando volví, mi padre ya había cargado de gas el soplete, y la estatuita estaba junto a un embudo de vidrio, que se conectaba a una pequeña botella. Mi padre se enfundó la mano con la agarradera, puso la estatuita cabeza abajo sobre el embudo y accionó el soplete, que lanzó una emocionante llama azul. Los cuatro lo rodeamos en círculo. Acercó entonces la llama hasta envolver en el fuego la cabeza, que resistió varios segundos antes de empezar a deformarse y ceder, muy lentamente, en una gota verdosa y espesa que no terminaba de caer en el embudo. Mi padre apagó por un momento la luz para que viéramos mejor la irradiación verde de la gota. En ese momento oímos un golpe en la puerta, y una de mis hermanas abrió. Era Miguela, enviada por mi madre, que venía a recuperar la agarradera. Pidió perdón, como si se hubiera dado cuenta de que estaba interrumpiendo una ceremonia importante. Creo que recién entonces, cuando vio lo que quedaba del Ceferino en la mano de mi padre, se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Retrocedió espantada, aunque consiguió salir y cerrar la puerta sin decir nada. Mi padre volvió a prender la luz y siguió adelante con el experimento, pero cuando salimos del cuartito Miguela ya se había ido para siempre, despavorida.
   Esa noche mis padres tuvieron una discusión tremenda, digamos, sobre religión y ciencia, y mi padre fue ampliamente derrotado y condenado a no poder protestar nunca jamás por la falta de limpieza futura de nuestra casa. Se sucedieron con el tiempo varias mujeres que intentaron ocupar el lugar vacante y ninguna fue, por supuesto, Miguela. Cada vez que mi padre levantaba papeles en su estudio y aparecían marcas de polvo, cada vez que veía el primer hilo brillante de una telaraña entre los estantes de su biblioteca, cuando parecía que iba a decir algo, nos miraba, a punto de reírse, y sólo susurraba, en lo que quedó como una contraseña entre él y nosotros: Lástima la agarradera.

Nota: Las cenizas del beato Ceferino Namuncurá permanecieron durante 85 años en Fortín Mercedes, la antigua frontera del territorio indio, a 130 kilómetros de Bahía Blanca. En 2009, después de una última batalla entre los que querían retenerlas a uno u otro lado del Fortín, fueron trasladadas a San Ignacio, una comunidad mapuche cerca de Junín de los Andes, donde vivió la familia Namuncurá.

Volver a Artículos