Objeto luminoso 1: Magiclick, garantía de 104 años

De la serie Objetos luminosos, para una columna sobre objetos del pasado de la revista VIVA, Clarín,  2011. (no aparece online)
 
   No recuerdo cuándo apareció el primer Magiclick en mi casa, pero yo debía ser muy chico, porque tenía que reunir todas mis fuerzas y usar las dos manos para pulsarlo: hacer aparecer la chispa diminuta se convirtió en un desafío de héroes y una hazaña no menor de mi infancia.
   Sin que mi madre se diera cuenta me apropiaba durante el día de aquel objeto milagroso para llevarlo a mis cuarteles secretos y lo retornaba a la cocina justo a tiempo, antes de la cena, para que volviera a su servidumbre prosaica y algo humillante de encender hornallas. Todo en ese rectángulo negro me parecía mágico: la forma de arma secreta y galáctica, el pulsador como una tecla-gatillo y ese ojo recóndito y ciego desde donde saltaba la chispa, con una felicidad y una exaltación siempre renovada. Sin pila, sin cable, sin piedra, decía la propaganda. Mi padre lo había examinado con interés científico el primer día y había dictaminado que el mecanismo debía ser “un arco voltaico”. Aquello sólo le había agregado otro misterio al misterio, y un nombre más apropiado para su segunda vida fuera de la cocina. Que los demás siguieran llamándolo Magiclick: para mí empezó a ser el arma voltaica.
   Había algo todavía más intrigante, que me llevó a otras innumerables conversaciones con mi padre. La propaganda lo decía bien claro, como un desafío: garantía de 104 años. ¿Pero qué significaba exactamente aquello, si ninguna persona -también me lo había revelado él- llegaba a vivir tanto? ¿Quién comprobaría que todavía siguiera funcionando? Justamente ése era el chiste, decía mi padre, el aparatito duraría más que todos nosotros. No pudo convencerme: yo decidí que los inventores de ese objeto perfecto no podían estar simplemente burlándose de los compradores y que esa cifra tan extraña como exacta tenía también un sentido oculto, era un mensaje cifrado.  
   Pasó algún tiempo y la chispa, nadie supo por qué, empezó a languidecer. Mi madre gatillaba el Magiclick con furia contra la hornalla y lo llamó un día este aparato de mierda. Mi padre compró el nuevo modelo, con una varilla más larga en el extremo y otra clase de tecla, más blanda. El original quedó para mí y yo lo pulsaba con cautela, como si fuera una divinidad o un oráculo que todavía respondía, pero sólo en las ocasiones importantes, con un parpadeo azul cada vez más débil. Crecí y el Magiclick quedó arrumbado en el cajón donde guardábamos las herramientas. Quince años después, en la universidad, en mi paso fugaz por la carrera de Ingeniería Electricista, aprendí finalmente qué era un piezoeléctrico y qué un arco voltaico. Alguien mencionó el Magiclick. Como si fuera una imagen extraviada del pasado, yo apenas lo recordaba. Volví a recuperarlo cuando me vine a vivir a Buenos Aires. Lo incluí entre las pocas cosas que traje, y cuando lo puse a prueba en el departamento que alquilaba, después de tantos años, logré encender el primer fuego al tercer o cuarto intento. Pero es verdad que la chispa se había retraído a un mínimo, y que la tecla se trababa, como si se resistiera a volver a un trabajo indigno. La humedad de Buenos Aires, noté, asfixiaba todavía más la chispa: lo reemplacé por la vieja caja de fósforos. Aún así, en cada una de las que fueron mis mudanzas, el Magiclick finalmente encontraba un lugar en un cajón. Sé que si lo busco lo suficiente podría encontrarlo, un poco engrasado, con la rajadura de una caída y la punta plateada bordeada de óxido. Y sé que si gatillo con fuerza se agita todavía el ojo en ese relámpago espasmódico y leve. Sin pila, sin cable, sin piedra. Ciento cuatro años. Otra vez me atrapa el enigma de ese número. El que pensó en esa cifra pudo haber dicho ciento uno, deslizado en  la fácil tradición de Las mil y una noches, de Los ciento un dálmatas, del  For ever and a day. Pudo haber dicho ciento dos, como una exageración suficiente. Y sin embargo dijo ciento cuatro, como si con ese objeto de ciencia ficción pudiéramos adentrarnos con confianza en el más allá,  en la terra incognita de la segunda centena. Quizá era esta cifra lo que vendía sobre todo la propaganda: la promesa subliminal y reconfortante de que no fuera totalmente imposible vivir lo suficiente para poner a prueba esa chispa de duración sobrehumana.

Nota: El Magiclick es un invento argentino del año 1963. Su inventor fue Hugo Kogan, entonces ingeniero de la empresa Aurora. Fue un éxito extraordinario y se vendieron miles de aparatos a distintos países del mundo, pero Kogan no pudo cobrar nunca regalías. Según declaró recientemente, y en parte por esto, le cobró antipatía a su propia invención y prefiere usar fósforos.

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