De la serie Objetos luminosos, para una columna sobre objetos del pasado de la revista VIVA, Clarín, 2011. (no aparece online)
La caja de fósforos de cera me la había dado mi papá, cuando a los ocho o nueve años empecé una colección de cajitas de fósforos. Tenía el tamaño de mi mano, con la imagen descolorida de un arlequín y los bordes laterales vencidos, como si alguien la hubiera aplastado y tratado de recomponer, sin conseguirlo del todo. “Guardala bien”, me había dicho, “ya casi no se hacen más así”.
Nada me gustaba demasiado en esa caja: ni la imagen un poco siniestra del arlequín, ni los colores borroneados, ni el blanco tosco y granulado del borde donde debían frotarse los fósforos, tan distinto de la serena lija marrón de los de madera, ni, sobre todo, los mismos fósforos, de cabeza azul y olor leve a cera, que eran como enemigos declarados. Había tratado muchas veces de encenderlos pero tenían una resistencia blanda, irritante, y no conseguía otra cosa que doblarlos y deshilacharlos. Estos se prenden así, me había dicho una de mis hermanas mayores. Puso el dedo índice sobre la cabeza azul y frotó con fuerza: la llama estalló cerca de mi cara, brusca y violenta, y pensé que le habría quemado el dedo. Pensé, también, cuando se burló de mí, cuánto tiempo pasaría hasta que yo me animara a encenderlos.
Nada me gustaba demasiado en esa caja: ni la imagen un poco siniestra del arlequín, ni los colores borroneados, ni el blanco tosco y granulado del borde donde debían frotarse los fósforos, tan distinto de la serena lija marrón de los de madera, ni, sobre todo, los mismos fósforos, de cabeza azul y olor leve a cera, que eran como enemigos declarados. Había tratado muchas veces de encenderlos pero tenían una resistencia blanda, irritante, y no conseguía otra cosa que doblarlos y deshilacharlos. Estos se prenden así, me había dicho una de mis hermanas mayores. Puso el dedo índice sobre la cabeza azul y frotó con fuerza: la llama estalló cerca de mi cara, brusca y violenta, y pensé que le habría quemado el dedo. Pensé, también, cuando se burló de mí, cuánto tiempo pasaría hasta que yo me animara a encenderlos.
La caja permaneció al principio en la colección sólo porque tenía muy pocas, pero un tiempo después uno de mis tíos, que vivía en Perú, se convirtió en el ejecutivo principal de una gran empresa y empezó a viajar por todo el mundo. En vez de postales, me enviaba las cajitas de fósforos de cada hotel donde se alojaba. Cajitas delgadas, elegantes, con inscripciones exóticas, en idiomas desconocidos. Por mi parte yo había ametrallado de cartas a todas las compañías argentinas de fósforos y había recibido, como un milagro inesperado, dos o tres sobres con las cajas que eran el orgullo de cada empresa, fósforos gigantes, maravillosas miniaturas, copias de los primeros modelos de cada marca… Y había empezado también a juntar, a medida que aparecían, las cajitas Jukicard de dibujos psicodélicos. De modo que cuando a mi tío le tocó en uno de sus viajes visitar la Argentina yo había reunido ya una colección considerable, de la que me sentía muy orgulloso. Estaba ansioso por mostrárselas y dispuse todas las cajitas en filas en el piso de mi habitación, con las que me había enviado él en primer lugar. No estaba muy seguro de dónde ubicar al patito feo, la caja de fósforos de cera, y finalmente la dejé en la última fila, casi oculta bajo la cama. Mi tío las miró con cuidado a todas, sin tocarlas, pero de pronto, como si hubiera descubierto lo único que importaba, alzó esa cajita Arlequín. La miró por un momento ensimismado y sin decirme nada se sentó en el suelo a mi lado y adoptó su aire misterioso de mago. Eligió dos fósforos de la caja, los que estaban menos manoseados. Con unos pocos movimientos de la mano, como si hubiera recobrado una habilidad olvidada, desenrolló uno desde el extremo e hizo una perfecta pollerita circular. Vi de pronto una bailarina delicada, en equilibro expectante, posada como una copa en el suelo. Con la uña, separó dos piernas en el segundo fósforo y entonces vi un varón de pie a su lado, que apoyaba la cabeza hasta tocar la de ella. Quedaron los dos fósforos así por un instante, cabeza contra cabeza. Mi tío abrió otra vez la caja, sacó un tercer fósforo y con un movimiento que sólo había visto hasta entonces en las películas, lo frotó en la suela de su zapato y encendió las dos cabezas a la vez. Vi, enmudecido, la danza de las dos figuras, al principio exaltada y luminosa, y después el lento trabarse, el enroscamiento cada vez más agónico, la forma en que cedían y crepitaban juntas, como si hubieran caído de rodillas y todavía, en la derrota, quisieran intentar un último paso. Y vi el final: los dos fósforos horizontales y carbonizados, con las cabezas todavía humeantes, unidas en una sola. Sí, la danza eterna, ardiente y macabra, de la vida y de la muerte. Arlequín, 25 fósforos de cera. Con los de madera no sale.
Nota: En la entrada de Wikipedia correspondiente a “cerilla” puede leerse esta cita:
Karl Marx (1890). El Capital. I. «La manufactura de cerillas data de 1833, en que se inventó la aplicación del fósforo a la cerilla. A partir de 1845, esta industria comienza a propagarse rápidamente por Inglaterra [...] y con ella el trismo, enfermedad que un médico vienés descubre ya en 1845 como característica de los cerilleros. La mitad de los obreros de esta industria son niños menores de 13 años y jóvenes de menos de 18. […] Jornadas de trabajo de 12 a 14 y 15 horas, trabajo nocturno, comidas sin horas fijas y casi siempre en los mismos lugares de trabajo, apestando a fósforo. En esta manufactura, el Dante encontraría superadas sus fantasías infernales más crueles.»
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