De la serie Objetos luminosos, para una columna sobre objetos del pasado de la revista VIVA, Clarín, 2011. (no aparece online)
Mi primer encuentro con la muerte no fue el paso de un cortejo fúnebre ni el cajón desolado de un velorio familiar, sino un esqueleto pequeño, pero no por eso menos perturbador, en el fondo de una pecera. Mi padre, que era un piscicultor bastante desenfrenado, tenía en su campo, a dos horas de la ciudad, un gran piletón lleno de peces, pero igualmente, para vigilar de cerca a sus reproductores, había sembrado también de peceras nuestra casa.
Las construía él mismo, con vidrios muy gruesos y un pegamento especial, de una manera casi industrial, que no condescendía a ningún adorno. Sin embargo, había una, la más antigua, que estuvo desde siempre en el comedor de nuestra casa. Tenía rebordes de hierro, una lámpara que la iluminaba durante toda la noche, un fondo de arena con una estrella de mar, unas algas que ondulaban eternamente y allí, a medias hamacado por las algas, a medias enterrado en la arena, estaba el esqueleto diminuto y blanquecino, con sus huesitos delicadamente articulados, que las ondas del agua o el cruce rápido de los peces ponían a veces en movimiento. Cada tanto, a la noche, mi padre nos reunía a los cuatro hermanos y nos hacía mirar por turno el esqueleto con una lupa a través del vidrio. “Miren bien”, nos decía, “es noche de luna llena, por eso Calchitruz empieza a sonreír”. Era la introducción a la historia. No era el nuestro el esqueleto de un náufrago en un cuento canónico de piratas, sino del verdadero cacique Calchitruz, el hermano rebelde de Ceferino Namuncurá, el cacique indómito que no acepta ni la religión ni la paz del hombre blanco y se interna en el sur de la pampa para seguir peleando. En la historia, que ya no podría reconstruir ahora, había una persecución encarnizada, combates de distinta suerte, flechas envenenadas, cautivas, cabezas llevadas en vilo en la punta de una lanza. Finalmente, los últimos guerreros de Calchitruz son derrotados y el cacique, malherido, escapa solo y a pie entre los montes, porque han matado también a su caballo. Ya agonizante, se arrastra hasta un bebedero. Es el bebedero del campo de mis abuelos y allí lo encuentra mi padre, cuando apenas tenía doce años y bajaba en la tarde a juntar las vacas. Calchitruz le habla primero en mapuche y después en un español de pocas palabras. Sólo una cosa le pide: que no se encuentre nunca su cuerpo. Que lo oculte a todos, para que sus hermanos indios todavía crean que sigue peleando. Junto al bebedero estaba ya el gran piletón circular, donde mi padre criaba sus primeros peces. Calchitruz le hace una seña, como si aquel fuera el lugar destinado, y le dice, con el último aliento, que hará un maleficio para que nadie pueda arrancarlo de allí. Levanta dos dedos, murmura algo más en mapuche y queda exánime. Con gran esfuerzo mi padre alza y hunde el cuerpo en el piletón, y no se anima a bajar en los días siguientes. Cuando oscurece, y cada día al despertar, piensa en el alimento extraño y novedoso que están recibiendo sus peces. Hasta que una noche de luna llena escucha en el monte ruidos de caballo. Sale de la casa y, escondido entre los árboles, distingue una partida del ejército guiada por un baqueano, que llega hasta el piletón. Bajo la luz de la luna ve que sacan del agua el esqueleto chorreante y lo atan a uno de los caballos. Se trepa a un árbol y alcanza a distinguir a lo lejos, cuando están por desaparecer en el declive de una hondonada, un resplandor extraño, como un latido blanco en la noche. El resplandor no se extingue, y finalmente mi padre se decide a ir hasta la hondonada. Toda la partida está en el claro, petrificada. Sólo que ya no son más hombres y caballos, sino esqueletos. Esqueletos de jinetes sobre esqueletos de caballos. El resplandor, que alumbra la escena detenida, es el reflejo de la luna sobre los huesos desnudos. En este punto mi padre apagaba la luz de la lámpara. Dentro de la pecera, en el fondo repentinamente oscuro, como un asentimiento que lo confirmaba todo, el esqueleto emitía una luz débil y espectral. Mis hermanas mayores reían y empezaba la ronda de impugnaciones. No era cierto que Calchitruz ni ningún indio hubiera llegado a su campo. Claro que sí, respondía con tranquilidad mi padre, y nos mostraba unas fotos de morteros y puntas de flecha encontradas junto al bebedero, que nuestro abuelo había donado al museo de la ciudad. ¿Y cómo era posible que el esqueleto tuviera ese tamaño? Aquello había sido lo más difícil, admitía mi padre. Le había llevado varios años de trabajo en su laboratorio. La técnica la había aprendido de otros indios que reducían cabezas. Nos mostraba entonces las láminas de una enciclopedia, con cabezas horribles y diminutas. Se le había ocurrido aquella idea cuando tuvo que mudarse a la ciudad. Ahora podía cuidar de que nadie tratara otra vez de apoderarse del esqueleto de Calchitruz. Es mentira, mentira, chillaban mis hermanas, es un esqueleto de plástico. Los esqueletos de plástico no tienen esta luz, decía imperturbable mi padre, pero si no me creen, pueden hacer la prueba de sacarlo del agua. Quedábamos entonces los cuatro en suspenso. ¿Cómo? ¿Nadie se anima? El que reía era ahora mi padre. Bueno, entonces vamos a darles a los peces su comidita preferida.
Las construía él mismo, con vidrios muy gruesos y un pegamento especial, de una manera casi industrial, que no condescendía a ningún adorno. Sin embargo, había una, la más antigua, que estuvo desde siempre en el comedor de nuestra casa. Tenía rebordes de hierro, una lámpara que la iluminaba durante toda la noche, un fondo de arena con una estrella de mar, unas algas que ondulaban eternamente y allí, a medias hamacado por las algas, a medias enterrado en la arena, estaba el esqueleto diminuto y blanquecino, con sus huesitos delicadamente articulados, que las ondas del agua o el cruce rápido de los peces ponían a veces en movimiento. Cada tanto, a la noche, mi padre nos reunía a los cuatro hermanos y nos hacía mirar por turno el esqueleto con una lupa a través del vidrio. “Miren bien”, nos decía, “es noche de luna llena, por eso Calchitruz empieza a sonreír”. Era la introducción a la historia. No era el nuestro el esqueleto de un náufrago en un cuento canónico de piratas, sino del verdadero cacique Calchitruz, el hermano rebelde de Ceferino Namuncurá, el cacique indómito que no acepta ni la religión ni la paz del hombre blanco y se interna en el sur de la pampa para seguir peleando. En la historia, que ya no podría reconstruir ahora, había una persecución encarnizada, combates de distinta suerte, flechas envenenadas, cautivas, cabezas llevadas en vilo en la punta de una lanza. Finalmente, los últimos guerreros de Calchitruz son derrotados y el cacique, malherido, escapa solo y a pie entre los montes, porque han matado también a su caballo. Ya agonizante, se arrastra hasta un bebedero. Es el bebedero del campo de mis abuelos y allí lo encuentra mi padre, cuando apenas tenía doce años y bajaba en la tarde a juntar las vacas. Calchitruz le habla primero en mapuche y después en un español de pocas palabras. Sólo una cosa le pide: que no se encuentre nunca su cuerpo. Que lo oculte a todos, para que sus hermanos indios todavía crean que sigue peleando. Junto al bebedero estaba ya el gran piletón circular, donde mi padre criaba sus primeros peces. Calchitruz le hace una seña, como si aquel fuera el lugar destinado, y le dice, con el último aliento, que hará un maleficio para que nadie pueda arrancarlo de allí. Levanta dos dedos, murmura algo más en mapuche y queda exánime. Con gran esfuerzo mi padre alza y hunde el cuerpo en el piletón, y no se anima a bajar en los días siguientes. Cuando oscurece, y cada día al despertar, piensa en el alimento extraño y novedoso que están recibiendo sus peces. Hasta que una noche de luna llena escucha en el monte ruidos de caballo. Sale de la casa y, escondido entre los árboles, distingue una partida del ejército guiada por un baqueano, que llega hasta el piletón. Bajo la luz de la luna ve que sacan del agua el esqueleto chorreante y lo atan a uno de los caballos. Se trepa a un árbol y alcanza a distinguir a lo lejos, cuando están por desaparecer en el declive de una hondonada, un resplandor extraño, como un latido blanco en la noche. El resplandor no se extingue, y finalmente mi padre se decide a ir hasta la hondonada. Toda la partida está en el claro, petrificada. Sólo que ya no son más hombres y caballos, sino esqueletos. Esqueletos de jinetes sobre esqueletos de caballos. El resplandor, que alumbra la escena detenida, es el reflejo de la luna sobre los huesos desnudos. En este punto mi padre apagaba la luz de la lámpara. Dentro de la pecera, en el fondo repentinamente oscuro, como un asentimiento que lo confirmaba todo, el esqueleto emitía una luz débil y espectral. Mis hermanas mayores reían y empezaba la ronda de impugnaciones. No era cierto que Calchitruz ni ningún indio hubiera llegado a su campo. Claro que sí, respondía con tranquilidad mi padre, y nos mostraba unas fotos de morteros y puntas de flecha encontradas junto al bebedero, que nuestro abuelo había donado al museo de la ciudad. ¿Y cómo era posible que el esqueleto tuviera ese tamaño? Aquello había sido lo más difícil, admitía mi padre. Le había llevado varios años de trabajo en su laboratorio. La técnica la había aprendido de otros indios que reducían cabezas. Nos mostraba entonces las láminas de una enciclopedia, con cabezas horribles y diminutas. Se le había ocurrido aquella idea cuando tuvo que mudarse a la ciudad. Ahora podía cuidar de que nadie tratara otra vez de apoderarse del esqueleto de Calchitruz. Es mentira, mentira, chillaban mis hermanas, es un esqueleto de plástico. Los esqueletos de plástico no tienen esta luz, decía imperturbable mi padre, pero si no me creen, pueden hacer la prueba de sacarlo del agua. Quedábamos entonces los cuatro en suspenso. ¿Cómo? ¿Nadie se anima? El que reía era ahora mi padre. Bueno, entonces vamos a darles a los peces su comidita preferida.
Nota: De acuerdo a las explicaciones científicas, la clase de resplandor asociado en las leyendas a la “luz mala” (fuegos fatuos), se debería a la oxidación de compuestos de fósforo en esqueletos de ganado. En otros casos, no sería más que el reflejo de la luna sobre la superficie de los huesos. En las leyendas mapuches los fuegos fatuos eran llamados Anchimallén, niños-duendes que se presentaban como esferas fugitivas de llamas.
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