El acertijo de Babel
(Sobre las letras misteriosas en los dorsos de los libros)
Mucho se ha escrito ya
sobre la Biblioteca de Babel, esa versión espacial, arquitectónica, que elabora
Borges a partir de una idea de combinatoria expuesta por Kurd Lasswitz con
menos encanto literario en su cuento “La biblioteca universal”. A esta altura las
monografías y comentarios podrían ocupar su propio estante vertiginoso en
alguno de los vericuetos de la magna construcción borgeana: el bucle autorreferencial
en que la Biblioteca lee sobre sí misma.
Entre las páginas recientes se ha
escrito, por ejemplo, con demasiada ligereza, que el cuento prefiguró la red de
redes Internet: esto es profundamente erróneo, casi lo opuesto a la
desesperanza de sentido que domina el relato. Borges insiste una y otra vez en
que casi todos los volúmenes de la Biblioteca son ininteligibles: se dice que
uno de los libros “constaba de las letras M C V perversamente repetidas desde
el renglón primero hasta el último”. Y también: “por una línea razonable o una
recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de
incoherencias”. Internet sería apenas
una mínima subregión desperdigada: la módica reunión de los libros descifrables
en los lenguajes conocidos humanos.
La explicación de por qué
en la Biblioteca de Babel “lo razonable (y aún la humilde y pura coherencia),
es casi una excepción” tiene que ver con los postulados para el alfabeto y los
volúmenes: el número de símbolos
ortográficos es veinticinco, no hay guarismos ni mayúsculas, y la puntuación ha
sido limitada a la coma y al punto. Sobre los volúmenes se especifica: “cada
libro es de cuatrocientos diez páginas; cada página de cuarenta renglones; cada
renglón, de unas ochenta letras de color negro.” Y finalmente, “la ley
fundamental de la Biblioteca”, por donde se filtra el sinsentido: los anaqueles
“registran todas las posibles combinaciones de los veinticinco símbolos
ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito)”.
Basta imaginar ahora que
los veintitrés primeros símbolos ortográficos fueran las primeras veintitrés
letras de nuestro abecedario y que los últimos dos fueran la coma y el punto.
Si consideramos como un símbolo más el espacio en blanco, y lo añadimos al
alfabeto básico como último símbolo, podemos representar a cada libro como una
larguísima palabra única, formada desde el primer renglón hasta el último por
una secuencia ininterrumpida de estos veintiséis símbolos. Esto nos permite
imaginar a los volúmenes de la Biblioteca ordenados, al menos mentalmente, con
el orden del diccionario. El primer libro sería entonces un volumen de
cuatrocientos diez páginas con la letra “a” repetida sin espacios desde el
primer renglón hasta el último. El segundo libro sería casi idéntico, solo que
la letra final sería una única “b”. Y así hasta encontrar el primer libro con
un único espacio al final. ¿Cuántos miles
y miles de libros con puro agolpamiento y galimatías de letras, cuántos
anaqueles deberíamos recorrer, para encontrar el primer libro que empezara “En
un lugar de la mancha”? (“mancha” en minúscula, recordar que no hay mayúsculas
en el alfabeto). ¿Cuántos más para poder proseguir estas primeras palabras con
algún sentido? ¿Y para llegar hasta el final de la primera oración del Quijote?
Hay dos problemas
incómodos en esta biblioteca que debe albergar “todo lo que es dable expresar,
en todos los idiomas”. ¿De qué manera aparecen los libros escritos en lenguas
con alfabetos diferentes, que incluyen por ejemplo letras mayúsculas, los
acentos del español, o caracteres como la ö del alemán? En el cuento hay
ejemplos de frases con todos estos símbolos que no figuran en el alfabeto generador.
Borges lo resuelve con una codificación de los nuevos símbolos a partir de los
veinticinco primigenios. Dice expresamente: “Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el
símbolo biblioteca […] es pan o pirámide o cualquier otra cosa”. Esto siempre puede hacerse, en
efecto, con sucesiones de los símbolos primitivos, tal como se procede en las
encriptaciones: la á puede
representarse, por ejemplo, como la sucesión de símbolos aacento, o bien, como el par ,a.
La misma convención serviría para las demás vocales acentuadas. Del mismo modo,
la A mayúscula podría expresarse como la sucesión amay,uscula o con cualquier otra convención que use sólo los
símbolos iniciales.
La segunda cuestión, más
delicada, tiene que ver con la extensión de los volúmenes, que está restringida
a cuatrocientos diez páginas. Recordemos que la Biblioteca debe incluir a todos
los libros concebibles: “Lo repito: basta que un libro sea posible para que
exista”. Sin duda El Quijote, Las mil y una noches o En busca del tiempo perdido deberían
poder encontrarse en algún anaquel. También la última edición del Diccionario
de la Real Academia o la Enciclopedia Británica. Pero todos estos libros, perfectamente
concebibles, y aún reales, ocupan mucho más del espacio de cuatrocientos diez
páginas asignado a cada volumen. Todavía más elemental: podemos muy bien
imaginar el libro que consta de la letra “a” repetida desde el primer renglón
hasta el último de un volumen de cuatrocientos diez páginas, y que se continúe
todavía un renglón más. Ese libro al que le sobra un renglón de caracteres
respecto a las condiciones postuladas, ¿cómo se encontraría en la biblioteca?
El hecho capital de la historia
Llegamos aquí al punto
crucial, al acertijo, que plantea Borges dentro del cuento. Al describir las
características de los volúmenes de la Biblioteca, se dice: “También hay letras
en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las
páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de
resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones,
es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.”
La función de estas
letras al dorso, el hecho capital de la
historia, promete revelarse hacia el
final. Pero cuando el cuento ya está por acabar sólo aparece, o reaparece, la
pregunta de si la Biblioteca es infinita o finita. Se dice que “no es ilógico
pensar que el mundo es infinito” y al mismo tiempo se recuerda que hay un
número límite para la cantidad de volúmenes que pueden formarse de acuerdo a
las reglas prefijadas. Ahora bien, si en
la Biblioteca “basta que un libro sea posible para que exista”, necesariamente debería ser infinita, porque podemos
concebir libros crecientemente más y más largos (el libro conformado por n tomos de libros ya encontrados es un
libro posible y diferente que también debería estar). ¿Cómo resolver estos
requisitos contradictorios? Borges propone “esta solución del antiguo problema:
La biblioteca es ilimitada y periódica… los mismos volúmenes se repiten”. Sin
embargo, antes se había dicho, muy claramente, que no hay dos volúmenes
idénticos en la Biblioteca. ¿Entonces?
Aquí es cuándo –arriesgo
yo- revelan su importancia y su función las letras en el dorso. Los libros de
extensión más larga que cuatrocientos diez páginas pueden encontrar su lugar en
varios tomos, tal como ocurre en cualquier biblioteca. Se separan aquí los
conceptos de “libro” y “volumen”. Las letras en el dorso (o su ausencia) son
una manera de codificar si un libro es parte de una sucesión de tomos (dos de
tres, siete de diez), o bien un volumen único. Por eso las letras no tienen
ninguna conexión aparente con el contenido: son sólo una indicación de que el
volumen es parte de un libro más largo, y que los demás tomos también estarán
en la Biblioteca. De esta manera, los libros de cualquier extensión tienen
también cabida, divididos en varios volúmenes. Esto explica también la
“periodicidad” a la que se refiere Borges: los tomos que conforman un libro
mayor aparecen “repetidos”: cada tomo, desprovisto de las letras del dorso,
será a la vez un volumen único, con su lugar individual. Sin embargo, como libros, no son idénticos: la diferencia
está en las letras del dorso, que indicarán si debe considerarse “parte de algo
mayor” o bien, si no hay letras, “volumen único”. Gracias a estos símbolos
externos la Biblioteca puede expandirse, dar lugar a libros de longitud
creciente y parecer “ilimitada”, al menos mientras haya suficiente lugar físico
para inscribir las letras en los dorsos. ¿Sería esta la solución en la que
pensaba Borges, su “elegante esperanza”?
Postdata. El escritor y físico Alberto Rojo agrega esta
interesante observación: pensemos en el libro de 820 páginas que constara de la
repetición de una única frase (por ejemplo, la perversión duplicada de las
letras M C V que menciona Borges o la frase obsesiva que escribe el personaje
de Jack Nicholson en El resplandor). Este libro de dos tomos, sin letras en los
dorsos, perfectamente posible de imaginar, no encontraría lugar en la
Biblioteca de Babel, porque no se admiten volúmenes repetidos.