Publicado en La
Nación con el título “Con ética, compromiso y vida intelectual insobornable”, 3
de mayo de 2017.
Su nombre lo escuché por primera vez en mi
casa paterna en Bahía Blanca. Mis padres recibían El
escarabajo de oro, que él dirigía con Liliana Heker durante la época de la
dictadura de Onganía. Siempre recuerdo el epígrafe, una frase de Nietzsche que
me resultaba enigmática e impresionante: “Di tu palabra y rómpete”. A través de esa revista me asomé a temas que tenían
que ver con la militancia política, con el compromiso intelectual, y los
dilemas del existencialismo. Algo interesante de la figura de Abelardo: a pesar
de que tenía un pensamiento muy claro de izquierda marxista, no creía obligatorio
que esto se reflejara en su obra de ficción. Ha escrito por ejemplo literatura
fantástica a lo largo de toda su obra, y hay también un sello característico de
su formación religiosa en manos de los salesianos.
Lo conocí personalmente mucho después,
cuando me vine a vivir a Buenos Aires, en alguna reunión de las que se
organizaban en la casa de Liliana Heker. Para esa época yo había leído sus
libros de cuentos: Las otras puertas,
Cuentos crueles y para mí era ya también
un maestro literario en el más jamesiano de los sentidos. Me acuerdo de haberlo
visitado una vez en su casa de la avenida Pueyrredón, antes de la publicación
de una antología en la que él había seleccionado uno de mis cuentos. Ese día tuve un vistazo del sancta sanctorum que era su estudio.
Tenía en la máquina de escribir una página de Crónica de un iniciado, la novela larga, misteriosa, siempre
inacabada, que parecía ya parte de un mito, y me señaló, sobre esa página, algo
sobre la velocidad y la puntuación. La puntuación como manera de dar, o restar,
velocidad a las frases. Años más tarde tomé algo de esta visita y de cierta forma estentórea de sarcasmos que
tenía Abelardo entre sus discípulos para mi novela La mujer del maestro.
Finalmente, y contra todo escepticismo,
apareció publicada Crónica de un iniciado,
que yo leí en estado de admiración absoluta, pero que en su momento no tuvo la
repercusión que merecía. Es una novela que sintetiza una cantidad de temas y
corrientes narrativas en una recreación del mito fáustico. En Abelardo hay una
vertiente religiosa o mística muy nítida que aquí también se pone en escena, y
que es parte de una tradición argentina, de Marechal y de Arlt vía Dostoyevski,
también de Sabato. Pero cuando aparece esta novela, esa clase de “grandes temas”
estaban siendo dejados de lado, puestos en duda, y a veces hasta tomados en
sorna, por las corrientes del postmodernismo y por otros modos de valorar la
literatura que se consideraban como más novedosos o atractivos.
En cuanto a su escritura, hay una
recurrencia, quizá derivada del humor de contrastes de Marechal y Cortázar, que
él también hizo propio: tratar un tema serio, “alto”, y encontrar
inmediatamente un matiz, una variante irónica, para bajarlo. Él encuentra
siempre estos “descensos” a través de lo coloquial.
Cuando hablaba de sí mismo, se consideraba
sobre todo cuentista y tiene, dentro de una obra vasta y compleja, cuentos
inolvidables, como “Patrón”. Hay
una lección muy famosa sobre ese cuento: él necesitaba insertar algo del habla
campera, pero no quería que todo el cuento se contaminara de una manera
grotesca con palabras deformadas. Decidió entonces hacer una primera
contracción al principio del cuento: “tas preñada” (en vez de “estás preñada”)
y un “usté” en vez de “usted” y eso fue todo, pero alcanza para que uno siga
escuchando a los personajes dentro de ese registro a lo largo de toda la
historia. Otros cuentos emblemáticos
que vienen de inmediato a la memoria son “La madre de Ernesto”, “Hernán”, “Conejo”,
“La cuestión de la dama en el Max Lange”.
Logró en su vida, en su ética de
artista, en su valor intelectual insobornable, y en tiempos en que tantos se
doblaron, algo todavía más difícil que el mandato de Nietzsche: dijo su palabra
y permaneció íntegro.
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