Entrevista publicada en Tiempo Argentino con el título "Un poco deéxito ya es un pecado en el mundo literario argentino", marzo 2015.
Su último libro, Una
felicidad repulsiva, es de cuentos, un género que los editores consideran poco
vendible pero que ha tenido en la Argentina un exponente como Borges. En esta
nota, las ideas del Martínez sobre literatura, crítica y marketing literario.
Por Nando Varela
Todos mis cuentos
tienen un primer germen en algo que tiene que ver con lo autobiográfico, con
una experiencia que viví o vi de cerca ligada a una idea que aparece por el
orden de la tradición literaria, de la filosofía o del pensamiento
científico", dice Guillermo Martínez, sentado a la mesa de un bar de
Colegiales, el barrio en el que vive. El autor de Crímenes imperceptibles
–novela que fue llevada al cine en Hollywood por Álex de la Iglesia– se refiere
a los cuentos de Una felicidad repulsiva, su último libro. Fue publicado en
2013 por Editorial Planeta y en noviembre de 2014 resultó ganador de la primera
edición del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, dotado de
100 mil dólares. Los miembros del jurado, entre los que se encontraban la
española Cristina Fernández Cubas, el salvadoreño Horacio Castellanos Moya, el
mexicano Ignacio Padilla, el argentino Mempo Giardinelli y el colombiano
Antonio Caballero, eligieron la obra de Martínez por unanimidad y en el fallo
destacaron "la unidad y solidez, la sutileza y el equilibrio, como
características de la prosa, así como el dominio vigoroso del género. Este
libro refleja, además, una mirada peculiar en la que el absurdo, el horror, lo
fantástico y lo extraño que arranca de lo cotidiano son tratados con absoluta
maestría."
Martínez, que además es doctor en Ciencias
Matemáticas por la Universidad de Buenos Aires y tiene un posgrado en Oxford,
ya había sido distinguido como cuentista en 1988 al ganar el Premio del Fondo
Nacional de las Artes por su libro Infierno grande. Pasaron 25 años y varias
novelas entre aquel volumen y Una felicidad repulsiva. "Volver a escribir
cuentos –explica– fue un reencuentro feliz porque en el cuento uno puede saltar
de registro en registro y tener ciertas libertades. Eso sería mucho más difícil
de hacer en una novela. La novela fija bastante más el modo y el recorte del
lenguaje."
–Los editores son
reacios a publicar libros de cuentos. ¿Por qué pasa eso en un país donde
nuestros dos escritores más importantes son cuentistas por excelencia?
–Creo que sobre todo
en Argentina hay un nicho para el cuento y tiene que ver con la gran cantidad
de gente que empieza en su formación como cuentista a partir de los talleres
literarios. Lo que faltan son las ideas para conquistar ese nicho. En España
hay una editorial que se llama Páginas de espuma que se dedica únicamente a
publicar cuentos y que sobrevive y muy bien con un catálogo extraordinario. Es
decir, hay un público, quizás no el más numeroso; pero hay un sector del
público lector que está dispuesto. Pienso que premios como el García Márquez,
también le dan una dignidad al género, se convierte en referente, iluminan o va
a iluminar a un libro por año de toda Hispanoamérica. Lo que hay que hacer es
encontrar esa clase de iniciativas para volver a llevar al público lector a lo
que es uno de los modelos de la narración, que todavía persiste y que tiene una
cantidad enorme de posibilidades. El cuento es potencialmente tan rico como la
novela. No alcanzo a ver nada que exista en la novela que no pueda estar
contenido en un cuento lo suficientemente largo o ambicioso. Es una cuestión de
extensión la diferencia, pero ya el cuento lleva en sí toda la riqueza de la
literatura, como además lo ha probado Borges en esa especie de encapsulamiento
de la literatura que hacen sus cuentos.
–Alguna vez dijiste
que no hay que mencionar la cerveza Quilmes para tener contacto con el país,
¿creés que en este sentido hay mucho de demagogia en los nuevos narradores?
–Esa es una tendencia
mundial. En Estados Unidos hay novelas que son prácticamente listas de marcas y
de referencias a lugares o canciones de moda. Esa no es mi manera de escribir,
pero hay toda una literatura que toca lo que yo llamo la tecla sociológica, que
aspira a construir algo así como un club de amigos. No es el tipo de literatura
que a mí más me interesa y eso tal vez tenga que ver con cierta preferencia mía
por la abstracción, con tratar de que los relatos estén encarnados, pero sólo
lo suficiente para que se deje ver también una idea genérica o universal por
detrás de ellos.
–Todos tus personajes
suelen tener un nivel intelectual muy alto. ¿A qué se debe esa elección?
–Yo diría que es casi
una reacción a algo que suele aparecer bastante en la literatura costumbrista
que es cierta fascinación por el buen salvaje. Puede ser la impostación del
barrabrava, la impostación del reviente suburbano, la impostación del delincuente
o del marginal. Esos mundos o submundos de violencia y sordidez llaman mucho la
atención sobre todo de los escritores de clase media que los conocen de lejos y
que de algún modo van de visita al zoológico. A mí no me gusta ese toque de
paternalismo que consiste en poner a hablar con esa especie de jerga a esta
clase de personajes y lograr el exotismo de la literatura a partir de esas
descripciones: me parece un recurso un poco fácil. Yo prefiero que los
personajes que intento tengan todos los grados de libertad, que no estén
limitados por aspectos educativos, que no sean demasiado pobres ni por supuesto
demasiado ricos porque hay cierta banalidad en la riqueza excesiva, pero que
tengan una educación y metas intelectuales porque al tener todos esos atributos
ganan en grado de libertad y por lo tanto tienen mayor potencial expresivo en
lo que pueden llegar a hacer narrativamente.
–En Una felicidad
repulsiva escribís que "la felicidad es como el arco iris, no se ve nunca
sobre la casa propia, sino sólo sobre la ajena." ¿Se puede ser feliz y
escribir o si uno es realmente feliz no tiene la necesidad de escribir?
–Creo que hay una
cantidad de clichés románticos asociados con la literatura y no entiendo cómo
en pleno siglo XXI todavía se sostienen en muchos suplementos culturales. Por
ejemplo, cuando se habla de la infancia desgraciada de tal escritor, de la
temporada en prisión o la experiencia con drogas de tal otro. Cuando uno lee
los suplementos parece que están construidos no tanto sobre la literatura de
cada autor, sino sobre los costados exóticos de su vida; cuando en realidad,
mirando la historia de la literatura hay también tantos ejemplos de otros
escritores que han sido perfectamente felices, burgueses, aburridos y que han
hecho una literatura extraordinaria. Me parece que esa asociación entre vida
privada tumultuosa y literatura es una especie de rezago del peor de los
romanticismos.
–El narrador de Una
felicidad repulsiva habla de lo difícil que es enseñarles literatura a las
legiones de bestias de caras atontadas por la cerveza y deditos siempre
ocupados por el celular. Teniendo en cuenta ese contexto, ¿cómo pensás tus
propios libros?
–Uno no tiene que
dejarse llevar por lo que pasa a su
alrededor en la sociedad porque si no hay que meterse debajo de la cama. Uno
hace lo que puede y la sociedad hace lo que quiere. "No es necesario
seguir al mundo, allí donde el mundo va." Los escritores pueden tener una
mirada totalmente a contracorriente, anacrónica o futurista, por fuera de lo
que son las modas y las tendencias. Cuando yo empecé a escribir, en los años
noventa, escribí una novela como Acerca de Roderer que tenía mucho que ver con
la tradición fáustica, con un tema intelectual que se alejaba mucho de lo que
hacían los escritores de mi generación en ese momento. Uno no tiene por qué
acompañar a su generación. Por supuesto, me parece fantástico que existan
escritores que celebren su contemporaneidad, su pertenencia generacional, pero
no me parece obligatorio.
–Hablando de nuevas
tendencias en la narrativa argentina dijiste que ahora la obra en sí ya no
interesa, lo que interesa son los procedimientos para crear la obra y que
escribir mal es lo que está bien. ¿Por qué decís eso?
–Lo que pasa es que
nosotros tuvimos una tradición bastante exigente en lo literario. Entonces,
seguir adelante en las huellas de esa generación es algo difícil porque de
algún modo hay que ponerse a la altura de Borges y piense lo que uno piense
también hay que estar a la atura de las cargas filosóficas de los libros de
Sabato. Además, en la generación de los sesenta fueron todos excelentes
narradores. Por el lado de la literatura heredera de Faulkner y Hemingway,
tenemos una cantidad de escritores muy buenos como Piglia, Saer y Gandolfo.
Cualquiera de esas dos tradiciones tuvo desarrollos sofisticados; por lo tanto,
seguir en esas líneas significa un gran esfuerzo intelectual. Por eso creo que
hubo una especie de escapatoria en los años noventa que fue la celebración de
una literatura más banal, que se ríe del esfuerzo de ahondar en algo ya hecho y
prefiere la mezcla. Como consecuencia, la literatura que predominó es la
literatura de circunstancias, la literatura que ponía en duda el sentido y la
trama. Esa fue la literatura que se aprobó desde la crítica.
–Decís que seguir con
la tradición requiere un gran esfuerzo intelectual. También asociaste la pereza
con la deserción de los escritores de los blogs a favor de Twitter ¿Realmente
es así?
–Yo vi toda esa eclosión
que hubo de los blogs, la blogósfera y esa especie de asalto a la Bastilla.
Decían que gracias a los blogs la literatura iba a circular de otra manera y al
final lo que vi es lo que pasa siempre: cuesta llevar el día a día de cualquier
cosa. Sea un blog o lavar los platos, hacerlo todos los días es difícil. Por
eso, ¿cuánto duró? A los dos años la mayor parte de los blogs estaban cerrados
y apenas apareció Twitter descubrieron que era más fácil insultar al resto del
mundo en ciento cuarenta caracteres que escribir una página de un blog. Me
parece que en la medida que desaparecieron los blogs hubo una involución,
porque como herramienta me parecía que en teoría podían dar lugar a esa clase
de cambio, pero después en la práctica los seres humanos demostraron una vez
más cuánto pesa la cuestión de la pereza.
–En uno de tus
artículos te referís a un plus ideológico que tienen las novelas que eligen temas sociales, de
género o relacionados con la dictadura. Guillermo Saccomanno alguna vez habló
de un marketing del Holocausto. ¿A nivel literario se podría hablar de un
marketing de la dictadura?
–No creo. Eso sería
muy duro para con aquellos autores que han escrito seriamente alrededor de ese
tema. Lo que sí me parece es que las novelas sobre la dictadura durante mucho
tiempo contaron con lo que yo llamo el plus ideológico, con algo así como una
aceptación garantizada con respecto a la elección del tema. A mí la dictadura
me dejó de interesar como tema porque me parece que ya fue demasiado
transitado. Yo escribí Infierno grande durante la dictadura y después nunca más
escribí sobre el tema porque de algún modo vi venir esta ola en la que la
dictadura aparecía casi como el tema de los que no tenían tema.
–Abelardo Castillo
sostiene que no es necesario que el pensamiento político del autor se refleje
en su obra, ¿compartís su opinión?
–Sí, porque yo además
tuve militancia política entonces nunca tuve la necesidad de mostrarme
políticamente a través de mi obra. Además, nunca confié en el peso que pueda
tener en cualquier lucha política una obra literaria. Pensemos que una obra
llega a una cantidad mínima de personas y en tiempos muy diferentes. Me parece
absurdo que un militante o alguien que esté pensando en un país en un momento
concreto se proponga militar a través de la literatura. El lugar de la
militancia tiene que estar por afuera. Eso no quita que se pueda tomar como
tema a la política. Justamente, a mí me gustaría que hubiera más novelas
políticas porque parte de esta especie de dominio de cierta idea única de la
crítica literaria expulsa bastante a la novela política.
–Durante la charla,
nombraste varias veces la crítica. Alguna vez dijiste que no ves una crítica independiente, que
todos los críticos que colaboran en medios culturales tienen su obra escrita a
la par y entonces compiten como juez y parte del mundo literario. ¿Por qué
pensás así? ¿Qué mejor que sean los escritores los que hablen de libros?
–Creo que lo que está
faltando en la crítica literaria es algo que hay en la crítica científica. Cuando
uno escribe un paper en ciencia, los referís del paper son los mejores
científicos en cada área, mientras que en literatura, cuando uno escribe una
novela, el referí es muchas veces un estudiante que apenas empieza a ejercer en
el periodismo y que muchas veces critica desde una posición de guerra o de
oposición.
–Además de críticos
novatos, también hay críticos con mucha experiencia y capacidad.
–Sí, por supuesto,
pero no veo que haya en Argentina una escuela de críticos que se conformen con
ser solamente críticos. Los grandes críticos de acá también tienen toda una
obra literaria desarrollada y tienen sus posiciones, sus espacios de poder y
sus estéticas como escritores.
–¿Y eso anularía el
pensamiento crítico?
–No es que lo anule
porque ahí también hay diferencias. Hay quien decide usar ese poder y quien no,
tiene que ver con una cuestión de ética personal. Pero la verdad es que yo he
conocido de cerca casos muy lamentables. Te digo más, acabo de escribir un
pequeño artículo porque empecé a ver otra vez lo que yo llamo la crítica
sicaria. Desde algún diario, el director de un suplemento cultural convoca al
peor enemigo de tal o cual escritor para que destruya a su novela. Esos
fenómenos ocurren en la literatura argentina.
–En tu caso, ¿cambió
la relación con la crítica luego del éxito de Crímenes imperceptibles?
–Totalmente, cometí
el peor de los pecados que puede cometer un hombre: un libro mío tuvo un poco
de éxito. Un poco de éxito ya es un pecado en el mundo literario argentino. De
todos modos, no me siento para nada una víctima. Fue algo temporal porque
inmediatamente aparece otro que se gana algún premio o tiene éxito con un libro
y pasa él a ser el nuevo enemigo. Forma parte del modus operandi del mundo
literario con sus pequeñas miserias y resentimientos.
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