Publicado en La Balandra, marzo 2015. (No aparece online)
Ya escribí, en un artículo de hace unos
años, sobre lo que me parece que son los
tres grandes obstáculos en nuestra crítica literaria. El primero, intrínseco y hasta cierto punto inevitable: la
lectura con una finalidad predeterminada, distinta del puro goce, la obligación
–que acaba por ser distorsión- de dar cuenta en forma racional y argumentativa
de algo que vive en otro plano, el de la impresión artística y la emoción
estética (Borges decía que la valoración de un libro se decide quizá en una
sonrisa de aceptación silenciosa al guardarlo en la biblioteca).
El segundo: la conciencia del ejercicio de un poder. Aunque parezca
increíble, me ha tocado escuchar a profesores universitarios comentar
seriamente que tal o cual libro no quieren ni mencionarlo “a ver si por un
descuido lo incorporamos al canon”. La concepción de la literatura argentina
como un sistema inteligible y completo, en la que sumos sacerdotes dictaminan y
legan a sus alumnos el adentro y el afuera, lleva a reafirmar lo seguro y
asentado, sobre lo que se levantó una montaña de ensayos, antes que a enfrentar
el desafío intelectual que siempre presenta la desnudez de lo nuevo. El síntoma
de esta dificultad es el atraso crónico de las lecturas académicas (basta
recordar que en la universidad “descubrieron” a Borges cuando tenía más de
sesenta años).
En ese mismo artículo mencionaba que hay una tercera dificultad,
típicamente argentina, naturalizada y algo patética, tan extendida que no puede
pasarse por alto, un secreto a voces que nunca aparece por escrito ni en actas
de congresos y que, sin embargo,
“informaría” más del campo literario con sus elegidos y réprobos que
muchas tesis: la endogamia y el tráfico de favores entre escritores y críticos,
lo que Fogwill llamaba “la sociedad de socorros mutuos”. ¿Es acaso un
problema de ética intelectual? Por
supuesto que sí, pero también tiene que ver con una contaminación progresiva de
aguas, dada la gran cantidad de escritores -en comparación con otros países-
que son en paralelo periodistas culturales, profesores universitarios y
críticos literarios (o todo esto a la vez).
Nada parece haber cambiado demasiado en estos años, salvo que
simétricamente con los favores dados y devueltos y con los actos disimulados de
amistad y afectos conyugales, ha vuelto a perfilarse desde algún diario la
crítica del odio -que quizá debiera llamarse más propiamente la crítica sicaria-
en la que el director del suplemento cultural llama al peor enemigo de tal o
cual autor y le encarga la destrucción de su última novela frotándose las manos.
De manera que para volver más difícil el problema tenemos completo el
cuadro en ambas direcciones: si una crítica favorable es muchas veces sólo un
favor, una crítica “sangrienta” es no menos veces la mala fe de un resentido, la
ejecución cobarde de una venganza.
¿Puede cambiarse algo de esto? ¿Se puede aspirar en la Argentina a una
crítica seria, justa, comprometida sólo con la lectura del texto, que pase por
alto las miserias del mundillo literario? ¿Se puede pensar en críticos que sean, como quería Henry James,
“demonios de sutileza”, capaces de “sentirlo todo, de comprenderlo todo, de
explicarlo todo”, en vez de mejores amigos o peores enemigos? Como en tantos otros terrenos, quizá el
primer cambio pase por reconocer que estos problemas existen, por señalarlos,
y, para decirlo con palabras de otro autor, por no dejar que estos simulacros
se sigan consumando alegremente a la vista de la gente desprevenida.
El segundo paso no parece tan difícil y quizá podamos lograrlo, junto
con la expulsión de las barras bravas,
en doscientos o trescientos años: bastaría que, como ocurre en la esfera
de la justicia, el juez que es todo crítico simplemente se excuse si tiene
amistad manifiesta o enemistad manifiesta con el autor que le toca leer. Que se
comprenda en algún futuro este arcano: tampoco en la literatura se puede ser a la vez juez y parte.
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