En el año 1998 escribí un artículo, "El cuento como sistema lógico" en el que comparaba al cuento con un acto de ilusionismo, e invocaba por primera vez la figura del gran René Lavand, el artista de una sola mano que acaba de fallecer. Unos años después lo incorporé como personaje en un capítulo de mi novela "Crímenes imperceptibles".
Fernando Bravo leyó ayer en Radio Continental un fragmento de ese capítulo.Cuentos por Bravo: "Crímenes imperceptibles", Radio Continental, febrero 2015
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Crímenes imperceptibles, Capítulo 21
Crímenes imperceptibles, Capítulo 21
Cuando llegamos al teatro no quedaban ya entradas en las primeras
filas, pero Seldom se ofreció gentilmente a cambiar con Lorna la suya y
quedarse más atrás. El escenario estaba en sombras, aunque se alcanzaba a
distinguir una mesa sobre la que sólo había una gran copa de agua y un sillón
de respaldo alto que enfrentaba al público. Apenas más retiradas, una docena de
sillas vacías rodeaban en un semicírculo la mesa por los costados y por atrás.
Habíamos entrado en la sala unos minutos después de hora y cuando ocupamos
nuestros asientos las luces empezaron a bajar. El teatro quedó a oscuras por lo
que me pareció apenas una fracción de segundo. Al encenderse de nuevo un foco sobre
el escenario, vimos al mago sentado en el sillón, como si hubiera estado desde
siempre allí, tratando de escrutar al público con la mano como una visera sobre
la frente.
--¡Luz! ¡Más luz! –ordenó, mientras se ponía de pie, rodeaba la mesa, y
se acercaba con la mano todavía sobre la frente al borde del escenario para
recorrernos con la mirada.
Una luz cruel de quirófano alumbró su figura encorvada. Recién entonces
reparé con sorpresa en que era manco. El brazo derecho le faltaba limpiamente
desde el hombro, como si nunca lo hubiera tenido. Su brazo izquierdo volvió a
alzarse en un gesto imperioso.
--¡Más luz! –repitió. Tenía una voz ronca, poderosa, sin ningún
acento-. Quiero que lo vean todo, que nadie pueda decir: era un efecto de humo
y penumbras... Aún si se ven mis arrugas. Mis siete pliegues de arrugas. Sí,
soy muy viejo ¿no es cierto? Casi increíblemente viejo. Y sin embargo,
tuve una vez ocho años. Tuve una vez ocho años, tenía dos manos, como todos
ustedes, y quise aprender magia. No, no me enseñe trucos, le decía yo a
mi maestro. Porque yo quería ser mago, no quería aprender trucos. Pero mi
maestro, que era casi tan viejo como lo soy yo ahora, me dijo: el primer paso,
el primer paso es saber los trucos –Abrió los dedos de la mano y los extendió como
un abanico frente a su cara-. Puedo decirles, porque ya no importa, que mis
dedos eran ágiles, velocísimos. Tenía un don natural y muy pronto estaba
recorriendo todo mi país, el pequeño prestidigitador, casi como un fenómeno de
circo. Pero a los diez años tuve un accidente. O quizá no fue un accidente.
Cuando me desperté estaba en una cama de hospital y sólo me quedaba esta mano
izquierda. A mí, que quería ser mago, a mí, que era diestro. Pero allí estaba
otra vez mi viejo maestro y mientras mis padres lloraban él sólo me dijo: este
es el segundo paso, quizá, quizá seas mago algún día. Mi maestro murió, nunca
nadie me dijo cuál era el tercer paso. Y desde entonces cada vez que subo a un
escenario, me pregunto si habrá llegado ese día. Tal vez sea algo que sólo
ustedes pueden decir. Por eso siempre pido luz,
y pido que pasen, que pasen y vean. Aquí, por aquí –hizo subir de a uno
al escenario a la mitad de la primera fila para que se sentaran alrededor de él
en las sillas vacías-. Más cerca, bien cerca, quiero que vigilen mi mano, que
no se dejen sorprender, porque recuerden que hoy, yo no quiero hacer trucos.
Extendió la mano desnuda sobre la mesa, sosteniendo entre el índice y
el pulgar algo blanco y diminuto que no se alcanzaba a ver desde donde estábamos
nosotros.
--Vengo de un país al que llamaban el granero del mundo. No te
vayas hijo, me decía mi madre, aquí nunca te va a faltar un pedazo de pan. Me
fui, me fui, pero siempre llevo conmigo esta miguita de pan –Volvió a mostrarla
y paseó la mano en derredor con los dos dedos apresando la esferita blanca,
antes de dejarla cuidadosamente sobre la mesa. Apoyó la palma encima con un
movimiento circular, como si se propusiera amasarla-. Extraños caminos los de
las migas de pan, los borran los pájaros por la noche y ya no se puede
regresar. Si volvieras, hijo, me decía mi madre, nunca te faltaría un pedazo de
pan. Pero no podía regresar. ¡Extraños caminos los de las migas de pan! Caminos para ir pero no para regresar –la
mano giraba hipnóticamente sobre la mesa-, por eso, yo no arrojé al camino
todas las migas de pan. Y adonde vaya, siempre llevo conmigo... –alzó la mano y
vimos que ahora tenía un pequeño pancito perfectamente torneado, con los conos
de las puntas sobresaliendo de la palma-:
un pedazo de pan.
Giró a un costado y extendió la mano al primero en el semicírculo.
--Sin miedo: pruébelo –la mano, como la aguja de un reloj, se movió a
la segunda silla y volvió a abrirse dejando ver otra vez una punta redondeada e
intacta –. Puede ser un pedazo más grande. Adelante, pruébelo. - Giró y giró
otra vez hasta que todos sacaron su pedazo de pan.
–Sí -dijo pensativo al terminar; mostró la palma y allí estaba siempre
intacto el pequeño pan. Extendió los dedos, los largos dedos, como si pudiera
comprimirlo desde los extremos, y cerró lentamente el puño. Cuando abrió la
mano sólo quedaba la esferita que volvió a mostrar entre el índice y el
pulgar-: no hay que tirar al camino todas las migas de pan.
Se puso de pie para recibir los primeros aplausos y despidió desde el
borde del escenario a los doce que habían ocupado las sillas. En el segundo
grupo que subió estábamos Lorna y yo. Sentado detrás de él, a un costado, podía
verlo ahora de perfil, la nariz ganchuda, el bigote muy negro, como si
estuviera embebido en tintura, el pelo lacio y canoso que se resistía a
desaparecer. Y sobre todo la mano, grande y huesuda, con las manchas de vejez
en el dorso. La deslizó por debajo de la gran copa de agua y bebió un sorbo
antes de continuar.
--Me gusta llamar a este número Lentificación –dijo. Había
sacado del bolsillo un mazo de cartas que barajaba fantásticamente con su única
mano-. Los trucos no se repiten, me decía mi maestro. Pero yo no quería hacer
trucos, yo quería hacer magia. ¿Puede repetirse un acto de magia? Solamente
seis cartas –dijo, y separó del mazo de a una seis cartas-: tres rojas y tres
negras. Rojo y negro, el negro de la noche, el rojo de la vida ¿Quién puede
gobernar los colores? ¿Quién podría dictarles un orden? – Arrojó las cartas de
a una boca arriba sobre la mesa, con un movimiento del pulgar-: Rojo, negro,
rojo, negro, rojo, negro -Las cartas habían quedado formando una hilera con los
colores intercalados-. Y ahora, vigilen mi mano: quiero hacerlo muy lento –la
mano avanzó para recoger las cartas tal como habían quedado-. ¿Quién podría
dictarles un orden? –volvió a decir y las arrojó sobre la mesa con el mismo
movimiento del pulgar-: Rojo rojo rojo, negro negro negro. No puede hacerse más
lento –dijo entonces, recogiendo las cartas- o quizá... quizá sí, quizá pueda
hacerse más lento. –Volvió a arrojar las cartas con los colores intercalados
dejándolas caer despaciosamente-: rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro. -Giró
la cabeza hacia nosotros, para que no nos perdiéramos el movimiento e hizo
avanzar la mano con una lentitud de cangrejo, cuidándose de tocar sólo la
primera carta con la punta de los dedos. Las recogió con infinita delicadeza y
cuando las arrojó sobre la mesa, los colores habían vuelto a juntarse-: Rojo
rojo rojo, negro negro negro.
--Pero este joven –dijo, clavando sus ojos repentinamente en mí- es
todavía escéptico: quizá ha leído algún manual de magia y cree que el truco
está en el modo en que recojo las cartas, o en un efecto de glide. Sí,
lo haría así... yo también lo hacía así cuando tenía dos manos. Pero ahora
tengo sólo una. Y quizá un día no tenga ninguna. -Volvió a arrojar las cartas
de a una sobre la mesa-: Rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro –sus ojos
volvieron a mirarme, imperativos-. Júntelas. Y ahora, sin que yo las toque, délas
vuelta de a una –Obedecí, y las cartas a medida que las descubría parecían
plegarse a su voluntad-. Rojo rojo rojo, negro negro negro.
Cuando volvimos a nuestros lugares, mientras todavía sonaban los
aplausos, creí entender por qué Seldom había insistido en que debía ver la
representación. Cada uno de los números que siguieron fueron como éstos,
extraordinariamente simples, y a la vez extraordinariamente limpios, como si el
viejo mago hubiera accedido a una instancia áurea en la que ya no precisaba ninguna
de sus manos. Parecía además divertirlo secretamente ir quebrando una por una
las reglas del oficio. Había repetido trucos, había sentado durante toda la
función gente a sus espaldas, había revelado técnicas con las que otros magos en la historia habían intentado lo
mismo que él. En un momento me di vuelta
y vi que Seldom estaba totalmente entregado al encantador, admirado y feliz,
como un niño que no se cansa de ver el mismo prodigio una y otra vez. Recordé la
seriedad con que me había dicho que prefería la hipótesis del fantasma en la
tercera muerte, y me pregunté si sería realmente posible que creyera en cosas
así. En todo caso, era difícil no rendirse al mago: el arte de cada número era
esa desnudez esencial que no parecía permitir otra explicación que no fuera la
única imposible. No hubo intervalo y pronto, o lo que me pareció demasiado
pronto, anunció su último número.
--Ustedes se habrán preguntado -dijo- ¿por qué una copa tan grande si
finalmente tomé apenas un sorbo? Hay aquí todavía agua suficiente como para que
nade un pez. –Extrajo un pañuelo rojo de seda y frotó lentamente el vidrio- Y
quizá –dijo- si limpiamos bien el vidrio e imaginamos piedritas de colores,
quizá, como en la jaula de Prévert, podamos atrapar un pez. –Retiró el pañuelo y
vimos que efectivamente ahora nadaba un Carassius rojo contra las
paredes de vidrio y que había en el fondo unas piedritas de colores.
--Los magos, ustedes saben, fuimos perseguidos ferozmente en varias
épocas, desde aquel primer incendio que acabó con nuestros antepasados más
antiguos, los magos pitagóricos. Sí, la matemática y la magia tienen una raíz
común, y custodiaron durante mucho tiempo el mismo secreto. Entre todas
las persecuciones, quizá la más
despiadada fue la que se inició después del duelo entre Pedro y Simón Magus,
cuando la magia fue prohibida oficialmente por los cristianos. Temían que
alguien más pudiera multiplicar los panes y los peces. Fue entonces que los
magos concibieron la que es hasta hoy su estrategia de supervivencia: escribieron
manuales con los trucos más obvios para que se divulgaran entre la gente,
incorporaron en sus representaciones cajas absurdas y espejos. Convencieron de
a poco a todos de que detrás de cada acto hay un truco, se transformaron en
magos de salón, se mimetizaron con los prestidigitadores y de este modo
pudieron seguir en secreto, en las narices de sus perseguidores, su propia
multiplicación de panes y de peces. Sí, el truco más persistente y sutil fue
convencer a todos de que la magia no existe. Yo mismo usé recién este pañuelo,
aunque para los magos verdaderos, el pañuelo no encubre el truco, el pañuelo
encubre un secreto mucho más antiguo. Por eso recuerden –dijo, con una sonrisa
mefistofélica-, sigan recordando siempre: la magia no existe –Hizo castañetear
los dedos y otro pez rojo saltó en el agua-. La magia no existe –volvió a
castañetear y un tercer pez saltó en la copa. Cubrió la pecera con el pañuelo y
cuando lo retiró de la punta ya no había ni copa ni piedras ni peces. -La
magia... no existe.