El germen de “Un examen muy difícil” fue un chiste que contaba una
jefa de trabajos prácticos en la Facultad de Exactas, cuando le tocaba
explicar en las clases de Lógica la noción de tautología. Aunque en
general es artificioso (y decepcionante) insertar un chiste en un
cuento, en este caso me parecía que daba el marco justo, la clave de
empatía, para el deslizamiento a ese mundo absurdo, pero aun así
siniestro, que se abre paso en la historia, dentro de ese teatro de
tensiones que es un aula llena de alumnos durante un examen final. El
segundo elemento del cuento es una reflexión algo paranoica, pero no por
eso menos vívida, a la que llegamos todos los que hemos dado clase
durante muchos años: allí afuera hay miles de ex alumnos que nos
conocen, y a los que no conocemos. Alumnos con cuentas pendientes y
disfraces varios de adultos que acechan en la ciudad y nos señalan con
el dedo.
Como en casi todos mis cuentos y novelas, hay un acorde
autobiográfico algo falseado: yo fui, de otras maneras, el ayudante
Petrinski y fui después el profesor de manos rugosas por la tiza. Yo
tomaba, desde Ciudad Universitaria, el colectivo 37, que se inclinaba en
las curvas de los lagos de Palermo. En cuanto a la alumna de las blusas
desprendidas, por desgracia es ficticia.
Volver a Artículos
Volver a Artículos