Lectura en Eterna cadencia: Mi texto favorito en un minuto
EL MENSAJERO (The Go-Between), Leslie Poles Hartley (1953)
(Fragmento de la introducción)
El pasado es un país extranjero: hacen las cosas diferentes allí.
Cuando me tropecé con el diario estaba buscando en el fondo de una caja roja de cartón, bastante estropeada, donde de niño guardaba mis cuellos almidonados. Alguien, probablemente mi madre, la había llenado con tesoros de aquellos días: dos erizos de mar, vacíos y secos; dos imanes oxidados, uno grande y otro pequeño, que casi habían perdido todo el magnetismo; algunos negativos en un rollo muy apretado; restos de barras de lacre; una pequeña cerradura de combinación con tres filas de letras; una madeja de cordel muy fino, y uno o dos objetos ambiguos, piezas de cosas de las que ya no podía darme cuenta para qué servían. Estas reliquias no estaban sucias ni tampoco exactamente limpias: poseían la pátina del tiempo; y al alzarlas con cuidado por primera vez, al cabo de más de cincuenta años, tuve un recuerdo tan débil como el poder de atracción de los imanes -pero igualmente perceptible- de lo que habían significado para mí. Hubo un intercambio entre ellas y yo: ese placer tan íntimo del reconocimiento, el júbilo casi místico de poseer algo cuando se es muy pequeño: sentimientos que me avergonzaron a mis sesenta y pico años.
Era un pasar lista a la inversa; las criaturas de otros tiempos decían sus nombres, y yo respondía “Aquí” “Aquí”. Sólo el diario se negó a revelar su identidad.
Mi primera impresión fue que se trataba de un regalo traído por alguien desde otro país. La forma, los rótulos, la encuadernación en cuero flexible de color morado que se arrugaba en las esquinas, le daban un aire extranjero; y aún se reconocían los cantos dorados. De todos los objetos de la caja era el único que quizá fuese caro. Sin duda había sido uno de mis tesoros, ¿cómo era posible entonces que no lo recordara?
No quería tocarlo, como un desafío para mi buena memoria: estaba orgulloso de ella y no me gustaba apresurarla. De manera que me quedé contemplando el diario como si fuera un espacio en blanco en un crucigrama. Pero siguió sin hacerse la luz, y de repente empecé a palpar la cerradura, porque recordé cómo, en el colegio, siempre era capaz de abrir al tacto cualquier combinación que me fijaran. Era una de mis habilidades, y la primera vez que lo logré conseguí algunos aplausos, porque declaré que para hacerlo tenía que caer en trance, algo que no era del todo mentira, ya que me esforzaba por no pensar en nada y dejar que mis dedos trabajaran sin dirigirlos en absoluto. Para aumentar el efecto, sin embargo, cerraba los ojos y me balanceaba suavemente hacia atrás y hacia delante, hasta que el esfuerzo de no pensar casi me dejaba exhausto. Y esto fue lo que me encontré haciendo ahora de manera instintiva, como si tuviera un público delante. Después de una pausa intemporal oí el débil chasquido y sentí cómo los lados de la cerradura se aflojaban y se separaban; y al mismo tiempo, como una liberación por simpatía dentro de mi mente, el secreto del diario apareció ante mí.