Hablar de sexo es una dimensión integral, 2011

Publicada en Eterna Cadencia, 2011

Guillermo Martínez habla de la novela Yo también tuve una novia bisexual. “Tomé las torres gemelas como un elemento aireano que irrumpe en la novela”, dice.

Por Patricio Zunini. Foto: Alejandra López


Un profesor argentino viaja a una universidad del sur de los Estados Unidos a dar clases de literatura en español. La vigilancia estricta de las autoridades prohíbe las relaciones entre docentes y alumnos, pero ya desde la primera clase surge una atracción entre el recién llegado y Jennifer, una bellísima morocha, que les desata una sexualidad desbocada en medio de la represión exacerbada por la proximidad en el tiempo del affaire Clinton-Lewinsky.

Así comienza Yo también tuve una novia bisexual, la nueva novela de Guillermo Martínez (Acerca de Roderer, Crímenes imperceptibles) en la que apuesta a poner en cuestión las historias íntimas frente al relato político y la sensación de fin de época que produjeron los atentados a las torres gemelas en septiembre de 2001.

Uno de los personajes principales, que aparece ya en la primera o segunda página, es Rachel Green. Y la alumna que mantiene la relación con el profesor se llama Jennifer. ¿Te gustaba Friends?, ¿te gusta Jennifer Aniston?
—[Se ríe] No, para nada. Los nombres los elijo siempre por motivos de sonido. Aunque Jennifer Connelly me gusta mucho; quizás tuvo que ver. Estaba buscando un nombre con jota porque la otra chica que él conoce se llama Julieta, y quería hacer una repetición intencionada de las iniciales, que aparezca como algo recurrente.

La primera parte de la novela se cierra con una pregunta: “¿deberé darle la razón a los que sostienen que toda escritura tuerce en algún punto su propósito?” Quería preguntarte cómo te relacionás con esa frase y dónde torció su propósito esta escritura.
—En primer lugar se convirtió de cuento en novela, lo que me pasó con casi todas mis novelas, salvo con Crímenes imperceptibles que iba a ser una novela corta y luego se alargó. Las demás novelas —Acerca de Roderer, La mujer del maestro, La muerte lenta de Luciana B y Yo también tuve una novia bisexual— estaban inicialmente pensadas como cuentos. Esta en particular iba a ser el penúltimo cuento del libro de cuentos Los reinos de la posición horizontal, en el que estoy trabajando desde hace años ya. Me sorprende la transición que se da, en algún momento aparecen temas afines, hay ciertos núcleos de ideas que son porosos a las adhesiones. En este caso aparecieron varios temas: la memoria, las tensiones raciales en el sur de Estados Unidos, los personajes secundarios, las torres gemelas… Hay dos grandes líneas en la literatura: la representación político-social de una época versus el apunte del diario íntimo, de lo más general a lo más particular. Me interesaba poner el efecto mayor, en este caso el ataque a las torres gemelas, al servicio del efecto menor, que es la relación amorosa entre estos dos personajes. En un momento las dos cuestiones confluyen. Además creo que en la literatura argentina hay pocos ejemplos de novelas que abordan lo sexual como materia fundamental o primordial. Quería ver cómo trabajar en ese escalamiento de una relación y hacer girar todo alrededor de esos encuentros entre ellos dos.

En el libro tematizás el erotismo y hay momentos en que se vuelve mucho más expresivo.
—Justamente mi idea era tratar de no entrar en carriles convencionales —que para mí ya son clichés—en la forma de tratar el sexo. Uno de ellos es el tratamiento cínico o sórdido del realismo sucio, el sexo asociado con el masoquismo o con formas de la violencia, la marginalidad, cierta degradación, el sexo ejercido como un poder, el sexo en la marginalidad. El tema del sexo explotó en el siglo XX, pero siempre dentro de esas variantes más o menos cínicas. Me tentaba hablar con cierta naturalidad; esa fue gran parte del trabajo de la novela: poder hablar del sexo en una dimensión integral en la que por supuesto entra el amor, pero también cierta sordidez, algún humor, todo de un modo más natural. Quería eludir, sobre todo, la otra cuestión en la que se cae siempre que se trata de retratar el sexo, que es el embellecimiento o lo que yo llamo “el lirismo filosófico”. Quería escaparle a la metáfora demasiado literaria. En ese sentido hay pocos autores que escriban sobre sexo con los que concuerde estéticamente. Uno de ellos es Moravia y fue una referencia que tuve al escribir la novela; la forma en la que él habla de sexo es con la que yo me siento más afín.

¿Cómo te servía que ella fuera bisexual?
—Era muy importante en la concepción inicial del cuento porque visto desde el punto de vista del narrador es una aventura amorosa, pero para ella es una tragedia. El le resulta algo así como una tregua, unas vacaciones de su tentación destructiva con respecto a las otras mujeres. Me interesaba la atracción que ella tiene por las mujeres porque le da cierta extrañeza a la relación de los dos en el sentido de compartir cosas con ella —ver juntos una película pornográfica, ir juntos a un strip-tease, mantener una cantidad de conversaciones— que de otro modo no compartiría. Pero sobre todo era importante en la preparación del quiebre final. Desde el punto de vista de lo que le ocurre a ella es una novela trágica: él llega a su vida y sin que ninguno de los dos se lo proponga, sucede algo destructivo.

En alguna otra entrevista hemos hablado de las conexiones con la Argentina de las novelas que suceden fuera del país. ¿Cómo se da en este caso en que Yo también tuve una novia bisexual transcurre en el 2001 y es en Estados Unidos?
—El es un profesor de literatura en español. Creo que gran parte de trabajo con el lenguaje tiene que ver con esa especie de lengua a medias que se hace entre los dos idiomas y que funciona en los dos sentidos. Por un lado, a él como extranjero le funciona como una paradoja porque muchas veces, con un dominio menor del lenguaje, se pueden decir cosas de manera más directa, confiando en la comprensión del hablante; se pueden decir sin filtros, sin eufemismos. Por otro lado, ella que está aprendiendo español da una serie de coartadas para hablar de sexo, algo que siempre es incómodo porque cuando uno empieza a hablar de sexo todas las palabras parecen equivocadas, ya sea porque son médicas, infantiles, guarangas. Se quedan fuera de lo que uno quisiera decir. En ese sentido ayuda el hecho de que sea en otro país y que no esté claro cuál es el idioma en el que están hablando —ese fue otro de los problemas técnicos al escribirla—. Además él mantiene la visión de un argentino en los Estados Unidos en cuanto a cierto extrañamiento en las relaciones, la política, la incomprensión frente a ciertos temas. No deja de ser una mirada argentina o sudamericana sobre lo que pasa allí. Alguna vez dije que no es necesario clavar la banderita argentina. Algunas veces mis libros ocurren en Argentina y otras no. También tiene que ver con que viví en diferentes ciudades y uno guarda las miradas de esos lugares.

Hay un componente político muy fuerte en el libro, sobre todo en la condición del extranjero que no deja de ser un ciudadano clase B.
—Yo siempre traté de evitar que lo político irrumpiera en mis novelas para doblegar el peso de lo ficcional. Traté de reivindicar la cuestión autónoma de la ficción con respecto a la realidad. Pero en varias de mis novelas aparecen elementos de la realidad que trato de hacer jugar a favor de la trama, a favor de la ficción. En Acerca de Roderer fue Malvinas, que aparece como una especie de maniobra del diablo para alejar al narrador. En La muerte lenta de Luciana B aparece lo del chino incendiario. En esta novela tomé las torres gemelas, justamente como un elemento aireano que irrumpe en la novela. Quién podía pensar en el 2001 que la situación política general del mundo iba  cambiar en un minuto, que nuevos actores iban a dejar fuera de combate todas las teorías revolucionarias que se habían gestado hasta ese momento. Aparece un nuevo paradigma de búsqueda del poder o de quiebre del equilibrio del poder. Ese elemento desquiciante tenía algo interesante y, sobre todo, tenía la posibilidad de articularlo de una manera indirecta y literaria con lo que les pasaba a ellos dos. Me pareció que se ajustaba naturalmente con lo que quería unir del mundo político social general con del mundo íntimo de la relación.

El uso de la primera persona es algo que se da con frecuencia en tus novelas, una primera persona que funciona como una especie de disfraz o máscara. Uno podría creer que el protagonista fueras vos.
—Yo lo llamo “la clave autobiográfica”: una especie de primer acorde autobiográfico que puede dar la sensación de que es algo que realmente viví o que conocí de primera mano. Es un recurso de verosimilitud.

Pero te sale más cómoda la primera persona que la tercera.
—Sí, por supuesto. Lo que suele ocurrir con la tercera persona si no se la apega a uno de los personajes es que muy pronto se tiene la sensación de que uno está en una especie de tablero donde mueve las piezas con arbitrariedad. Yo noto ese problema tanto al escribir como al leer los personajes son como piezas de un tablero. La primera persona, en cambio, tiene esta posibilidad de mirar las cosas de cerca, de detenerse, de reflexionar, de involucrar los propios pensamientos junto con las descripciones, las propias conjeturas e hipótesis. A mí me resulta más fácil creerlo mientras escribo y también como lector. Pero, por supuesto, son convenciones. Hay un libro extraordinario de David Lodge que se llama La conciencia y la novela donde analiza muy bien por qué se da el predominio de la primera persona en la época moderna y lo asocia a que han caído los discursos generales, que se haya perdido la credibilidad en relatos que todos podamos compartir y lo que aparece como más confiable es el registro íntimo de una primera persona que trata de entender aquello que ve o que vive. Puede ser una comodidad en muchos sentidos, los ingleses en general la detestan porque en inglés en particular hay que estar repitiendo todo el tiempo I, pero hasta ahora es lo que me ha resultado más natural escribir. A veces ni me lo planteo. En este caso el narrador es protagonista, pero en general se da aún cuando el narrador no lo es y funciona como un testigo privilegiado.

En la novela se desarrolla un análisis literario a partir de los “razonamientos dicotómicos”, un tema te interesa y en el que has venido trabajando desde hace tiempo. ¿Cuál fue el objetivo de incluirlo aquí? ¿Vas a seguir trabajando a futuro estos razonamientos dicotómicos?
—Como por supuesto no tuve el tiempo para hacer todo lo que este profesor dice, imaginé como que el trabajo ya estaba hecho, que estaba resuelta la tesis con lo que él quería decir y en la novela cuento solamente los apuntes mentales de una conferencia. Me gustó mucho esa idea. En lugar de escribir una conferencia o hacer una síntesis de lo dicho, pensé el estado anterior que se da cuando uno está preparando una conferencia: cuáles son las ideas principales que uno quiere transmitir, qué es lo que deja afuera, cómo darle cierta vitalidad narrativa a la conferencia. Creo que logré reunir en esos tres pequeños fragmentos las ideas principales acerca de la cuestión que me interesa. El proyecto sería reinstalar la dialéctica en la crítica literaria, restaurar la cuestión de que no hay términos absolutos y hay que volver a los ejemplos para tratar de entender qué es aquello que nos emociona o nos parece superior en cada texto. Es una vieja idea que tengo a partir de la lectura de las observaciones filosóficas de Wittgenstein. Me gustaría hacer algo así: ir en un estado de ingenuidad vigilada a revisitar algunos libros o fragmentos que me despertaron entusiasmo para encontrar las razones —aunque sean personales— que uno pueda compartir. O sea: cómo lograr compartir racionalmente a través de razones, de argumentos, de ciertos términos, algo que fue en principio una emoción estética. Esa es la parte más difícil de la crítica, la otra es la que ya está clasificada, codificada: las influencias, lo generacional, las referencias hacia atrás, las citas. Todo ese aparato exterior no termina de explicar esta otra cuestión más íntima y quizás más efímera de lo que es la emoción instantánea de la lectura, ese primer momento en donde aquello que está en el texto vive o no. Esa fue una de las grandes preocupaciones de esta novela: hacer que los personajes vivieran, que fuera una novela vital. Si hay algo con lo que me quedé contento es la sensación de que hay vida en los personajes.

El campus universitario es un tema que entra con frecuencia en tus novelas. ¿Hay una especie de ecosistema, de universo o de tradición donde podrías ubicarte?
—Nunca pensé en eso que para Saer era tan importante: su zona, su mundo. Incluso él descartaba novelas que le resultaban interesantes por no ser suficientemente saerianas. La idea de que uno tiene un mundo que maneja y que va conformando de a poco. Podría ser una división entre escritores: aquellos que ahondan en algunas variables o coordenadas y aquellos que intentan registros diferentes. Por supuesto, uno puede encontrar excelentes ejemplos en uno y otro lado. A mí me atraen algunas ideas narrativas, tengo una lista de espera —ahora tengo cuatro novelas que en espera— y creo que se va conformando una figura que ni yo mismo voy a conocer hasta no tener la totalidad de los libros. Me interesa hacer cosas diferentes; después quizá alguien encuentre recurrencias. En Infierno grande, mi primer libro de cuentos, ya había un relato erótico. Ahora estoy escribiendo cuentos de sexo y muerte donde algunos y esta es una novela donde lo sexual es un tema casi excluyente. De manera que hay una línea: yo diría que escribo según líneas. También me interesa la línea de lo epistemológico: Crímenes imperceptibles es una novela que tiene que ver con eso. Luego está la línea de novelas sobre escritores: La muerte lenta de Luciana B. Noto que tengo algunas recurrencias, pero en ámbitos y en géneros muy diferentes. No tengo un pensamiento estratégico general sobre mi obra.

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