Una felicidad repulsiva



  Leo a Flaubert. Tres condiciones se requieren para ser feliz: ser imbécil, ser egoísta, y gozar de buena salud. De acuerdo; pero aun así, y como cada vez que alguien afirma, como un axioma, “la dicha perfecta no existe”, no puedo evitar recordar la felicidad serena, extendida, imperturbable, verdaderamente repulsiva, de la familia M.
   La precaución por omitir el apellido, lo sé, es absurda, un pequeño pudor inútil, el uso de la anamorfosis, como me aconsejaba mi padre para atenuar mi vocación suicida por la verdad, desde que la publicación de uno de mis cuentos acabó para siempre con las simpáticas reuniones de fin de año en mi familia. En la ciudad donde nací ya todos saben de quiénes hablo y fuera de esta ciudad nadie los conocería, porque a su reinado tenue y distraído le convenían la discreción y las dimensiones locales. Les bastaban en realidad los límites todavía más sobrios del club de tenis exclusivo donde se jugaba el Torneo Mayor. Porque la familia M era a primera vista, sí, una familia de tenistas. Yo había oído hablar de ellos a los diez años, en el modesto club de barrio de dos canchas donde di contra un frontón mis primeros raquetazos. Pero recién los vi dos años después, cuando mi juego progresó lo suficiente como para que mis padres, en deliberaciones prolongadas y secretas, decidieran el gasto de asociarme al club de ellos. Con mi única raqueta y mis zapatillas demasiado raídas traspuse la arcada imponente de la entrada y di un rodeo a la mansión inglesa de la sede social que ocultaba las canchas. En el silencio de la tarde empecé a escuchar, cada vez más vibrante y potente, el cruce de pelotazos, y cuando me asomé al final del camino de lajas, detrás del alambrado, nítidos, magníficos, reales, allí estaban. Entendí al verlos, mejor que con cualquier otro ejemplo, lo que me había explicado mi padre sobre los arquetipos platónicos.  El viejo M jugaba con Freddy, el hijo mayor, en esa cancha algo separada de las demás que -supe después- estaba reservada de lunes a viernes para ellos. Eran, minuciosamente, perfectos. El golpe de derecha del viejo M resonaba como el mandoble en la batalla de un rey menguante, pero todavía embravecido y resuelto. Su revés era sibilante y astuto, siempre con slice, como si fingiera una debilidad para atraer allí los golpes. Y cuanto más violento era el ataque de su hijo sobre ese costado, más rasante e insidiosamente baja volvía la pelota. Eran altos, atléticos, iguales. De la misma especie. El viejo tenía un mechón blanco en un pelo de color curioso, entre rubio y pelirrojo, con un tono caramelo. Parecían vagamente extranjeros y al contar en voz alta los tantos el viejo pronunciaba las palabras en un castellano demasiado educado, con la inflexión de un acento. Vistos uno junto al otro, en el cambio de lados, el hijo era quizá un poco más alto. Tenía un saque  poderoso y un juego explosivo de ataque. Todo en él era de un ímpetu arrollador, vertiginoso, temerario, una carrera permanente, a veces desbocada, por alcanzar la red. Su volea era temible, con una cualidad espectacular de acróbata para cortar los passing-shots hirientes de su padre. Cada vez que volvía a su lugar para sacar, se echaba hacia atrás en un gesto brusco un flequillo que le caía sobre la frente y resoplaba con el pie junto a la línea como un corredor a duras penas contenido. Apenas los vi supe, con esa desazón de lo verdadero y lo irreparable, que nunca llegaría a jugar como ellos.
   Era un set de entrenamiento y cuando terminaron Freddy se fue hacia los vestuarios y el viejo M llamó a la cancha a su hijo menor, Alex. Lo vi pasar junto a mí, el pelo del mismo color que su padre, y con un bolso alargado por el que asomaban los cabos de cuatro raquetas. Era quizá apenas un año mayor que yo, pero ya se veía despuntar en él, con la irrupción de la adolescencia, el cuerpo largo y espigado de su hermano. Y si el viejo M era la Sabiduría y probablemente la Astucia, y si su hijo mayor era la Fuerza, Alex ya era en ciernes la Elegancia. Nunca había visto hasta entonces alguien que se perfilara de manera tan impecable, ni que se desplazara por la cancha con esa serena anticipación para golpear, como si estuviera posando para un manual.
  No era yo el único que los miraba. Desde uno de los bancos frente a la cancha una mujer de aspecto reposado tejía un pulóver blanco y alzaba cada tanto los ojos con una mirada entre risueña y maternal para seguir las alternativas de un peloteo. En una de las canchas de atrás cuatro chicas que no llegaban a los doce años, todas muy parecidas entre sí,  reían y ensayaban un partido de dobles. Cuando el viejo M salió de la cancha la mujer del banco se incorporó y el viejo la rodeó con un brazo mientras ella le mostraba el avance del pulóver. Dieron un grito alegre de aviso hacia el sector de atrás, y las hijas guardaron las raquetas en sus fundas y se unieron obedientemente al grupo familiar. El viejo M subió con Alex a una camioneta y las chicas siguieron a la madre en un segundo auto grande y reluciente, de una marca importada que yo nunca había visto. Freddy, que había salido del vestuario con el pelo mojado y peinado hacia atrás, se adelantó y dejó atrás a la pequeña comitiva en una moto como una cabalgadura, alta y rugiente.

   Supe esa misma noche, durante la cena, algo más de ellos. Cuando le conté a mi padre que los había visto jugar y le pregunté si los conocía, asintió de inmediato.
   --Claro que los conozco: compraron hace unos años uno de los campos vecinos al nuestro.
   Lo miré con incredulidad. En nuestro campo, muy apartado de la ciudad, nunca llovía, vivíamos de crédito en crédito, y mi padre, fuera de la máquina de escribir, se consideraba a sí mismo un campesino arruinado que salía a la terraza a otear sin esperanzas el cielo, leía a Hegel y a Marx y redactaba, también sin esperanzas, el programa de reforma agraria de un partido comunista. Pero cómo era posible entonces, pregunté, que los M tuvieran esa cantidad de raquetas, esas motos y autos.
   --Y una casa inmensa en el barrio Palihue -agregó mi madre.
   --¿No estudiaste acaso en la escuela la división de las pampas? -me preguntó mi padre-. La línea divisoria de la Pampa húmeda  pasa justo por el alambre de púas entre nuestros campos.
   Como siempre, me costaba saber si mi padre hablaba en serio, pero me dio permiso para levantarme de la mesa y traer el Manual del Alumno Bonaerense.
   --Aquí está –dijo mi padre, casi orgulloso de su mala suerte-; el campo de ellos: Montes de Oca, el último de la Pampa húmeda; el campo nuestro: Algarrobo, el primero de la Pampa seca.
   --Seca, estreñida -dijo mi abuela en un rapto analógico, mientras se rascaba filosóficamente su codo con psoriasis.
   --Así es, doña: setenta hectáreas y ninguna flor. Y usted que pensó que tendría un yerno potentado.
   Mi abuela rió con un cloqueo y se agitaron los pliegues del cuello y sus mejillas blandas.
   --Tu padre, siempre el mismo y lo único que quería es que fueran felices.
   --¡Felices! ¡Nada menos! -exclamó mi padre y mi abuela volvió a reír, con sus ojos como grandes charcos azules, como si le hubieran hecho cosquillas en la papada.
   --La felicidad completa posiblemente no existe, pero que alguna vez no vuelquen la sopa ayudaría bastante –dijo mi madre, mientras extendía su servilleta  para proteger el mantel debajo de mi plato.
   --¿Por qué no existe? –protesté yo-. Yo creo que sí existe: a los M se los ve muy felices.
   --La felicidad es como el arco iris, no se ve nunca sobre la casa propia, sino sólo sobre la ajena –dijo mi abuela.
   --¡Doña! –dijo mi padre, admirado-: no sabía que también era poeta.
   --Es un antiguo proverbio ídish –dijo con modestia mi abuela.
   --La felicidad perfecta no existe –dijo mi madre-; y los M también tendrán sus cosas, como todas las familias.
   --Yo creo que sí puede existir una familia completamente feliz. No la nuestra –dijo mi hermana  con resignación-, pero otra, en algún lado.
   --Sí, como los habitantes de otros planetas –dijo mi padre-: tan lejos que nunca los conoceremos.
   Mi hermano mayor empezó a temblar y vimos vibrar la punta de su tenedor, detenido en alto, como si estuviera por estallar en una crisis de llanto. Era la primera vez, desde su regreso de la clínica, que intentaba comer con nosotros. Mi padre le hizo una seña a mi madre para que le diera su pastilla y lo vimos retirarse de la mesa hacia su cuarto, arrastrando las pantuflas, como un fantasma derrotado. Yo insistí, para quebrar el silencio.
   --¿Pero de verdad papá pensás que no puede haber alguien totalmente feliz?
   Mi padre pareció dudar, trató de recobrar su tono irónico de siempre y me apuntó con un dedo.
   --Si quieres ser feliz, como me dices,…  no analices, muchacho, no analices.



   Desde ese mismo día me propuse vigilar, como si fuera una nueva especie, frágil y exótica, descubierta sólo por mí, la felicidad de la familia M. Los estudié primero en su territorio: pegado al alambrado los seguí en los entrenamientos y luego en los partidos del Torneo Mayor, que empezaba a disputarse. Los espiaba tan de cerca como me era posible. Los vi desnudos en el vestuario bajo la ducha, enjabonándose con despreocupación y cruzando bromas con otros de los mejores tenistas de la ciudad, como si no tuvieran nada que ocultar. Trataba de escuchar cada conversación y de sorprender en un descuido un gesto de mal modo, de enojo reprimido, el menor signo de una desavenencia, algún rencor o celos entre los hermanos. Supongo que mi presencia les empezó a resultar familiar: me saludaban brevemente y el viejo M cada tanto me sonreía, divertido con mi persistencia, quizá porque creía que yo sólo trataba de copiar algún golpe. Cuando Freddy y el viejo M llegaron, como todos anticipaban, a la final del torneo, me senté desde muy temprano en las primeras gradas. Esperaba que un pique cerca de la línea, o un saque demasiado rápido, fuera de la vista del umpire, pudiera encender un brote de discordia, un reproche, una pequeña mezquindad. Pero en cada pelota dudosa, como si se tratara sólo de otro entrenamiento, los dos se apresuraban a pedir que se repitiera el tanto. Lucharon con ferocidad punto por punto, pero sin tirar la raqueta ni gritar una sola vez. El viejo se quedó finalmente con la copa y se abrazaron junto a la red, a la espera de que los fotografiaran, como si fuera parte de un ritual sonriente que repetían, ya sin tanta sorpresa ni efusión, desde hacía años.
    Empecé a prestar atención, en una segunda ampliación del círculo, a cualquier noticia que me llegara de ellos sobre sus vidas fuera de las canchas. No me defraudaron. Supe que los dos varones iban al colegio Don Bosco y las cuatro chicas, a La Inmaculada. Freddy y Alex eran excelentes alumnos, aunque no tanto como para que les impidiera estar a la vez entre los  más “populares”: con su barra ruidosa de amigos atronaban la avenida Alem el sábado por la noche en los autos de sus padres. Juntos, además, los hermanos eran imbatibles en los Intercolegiales y tuvieron, en una sucesión fulgurante, sus primeras novias lindísimas de otras familias también intachables. Cada tanto, a la noche, veía al padre por el Paseo de las Estatuas; caminaba del brazo con su mujer, con la pacífica laxitud de dos antiguos enamorados y a veces, cuando me cruzaba con ellos, la madre inclinaba hacia mí la cabeza con una sonrisa plácida, educada, como si quisiera decirme “Sí, somos felices, absolutamente felices, podés mirar tan de cerca como quieras: no hay fallas”.
   Cuando llegaba el verano, el reinado sigiloso de la familia M se trasladaba al balneario de Monte Hermoso, con buena parte de la ciudad. Supe que tenían una gran casa frente al mar y, aunque no había allí campeonato de tenis, el padre y los dos hijos eran el equipo invariablemente campeón en los torneos de voley de playa. Regresaban a fines de febrero, bronceados, alegres, todavía más felices, si eso fuera posible, impacientes por volver a las canchas y empezar la nueva temporada.



   Pasaron tres o cuatro años. Mi hermano mayor intentó suicidarse por segunda vez. Mi hermana cumplió dieciséis y quedó embarazada. En reuniones tensas y crispadas con la otra parte llegó a circular, como un escalofrío, la palabra que empieza con A. Pero las aguas bajaron y se discutieron finalmente las condiciones de un casamiento pactado.
   --El casamiento no es nada, la ollita es la condenada –dijo mi abuela por lo bajo.
   Mi hermana rompió a llorar y se retiró de la mesa.
   --Al fin y al cabo no es la primera ni será la última –dijo mi madre, casi desafiante-. Y en todas las familias se cuecen habas…
   --En todas las familias no –observé yo-. No creo que las chicas M…
   --Y dale con la familia M –bufó mi madre irritada-. ¿No sabés acaso que las apariencias engañan? Ya quisiera ver cómo son los M puertas adentro.
   --Eso no es tan difícil –dijo mi padre-. Después de todo tenemos a nuestro correo secreto del Zar, la fámula ubiqua: Miguela puede contarnos todo.
   Miguela era la posesión más preciada de mi madre: de rasgos araucanos, silenciosa, infatigable, limpiaba en nuestra casa tres veces por semana. Mi madre, que la había descubierto primero, recién llegada de su provincia, sufría en silencio por no poder contratarla también los demás días y vivía en la perpetua zozobra de que otra familia pudiera arrebatársela. Yo, que creía saberlo todo sobre los M, ni siquiera me había enterado de que también ellos, desde hacía un tiempo, se la disputaban. Todo un mundo se abría de pronto, una conexión insospechada a lo más íntimo de la familia M: la suciedad de los recovecos, el tesoro de indicios del tacho de la basura, los signos reveladores del cambio de sábanas. Miguela lo había visto y oído todo y traía quizá ahora mismo, en la suela de las alpargatas, algo de tierra  del jardín con pileta de los M.
   Era uno de los días en que se quedaba hasta tarde: todavía estaba en su cuartito cambiándose la ropa. Mi madre la llamó y Miguela compareció con la cartera ya bajo el brazo y su pañuelo de colores anudado al cuello.
   --Tenemos aquí una discusión –dijo mi padre- en la que sólo usted puede ayudarnos.
   --Sí señor, con mucho gusto en lo que pueda.
   Miguela tenía una admiración reverencial por mi padre y no se animaba a embestir con su plumero en el fabuloso desorden de carpetas y libros de su biblioteca.
   --Sabemos que empezó a trabajar desde hace un tiempo en casa de la familia M.  Sin pedirle ninguna infidencia: ¿diría usted que es una familia feliz?
   Miguela lo miró, algo sorprendida.
   --Sí señor, muy felices se los ve.
   --Ahora queremos que se detenga a pensarlo un poco más: se los ve felices, sí, ¿pero diría usted que son verdaderamente felices?
   --Felices sin una nube, felices sin un dolor –entonó distraída mi abuela.
   Miguela trató de ponerse a la altura del modo grave que había adoptado mi padre y del silencio que se había hecho a la espera de su respuesta.
   --Hasta donde yo puedo ver, sí señor: felices de verdad.
   --Pero me va a decir, Miguela, que nunca los oyó discutir, que nunca vio una pelea, o alguien que llorara… –intervino mi madre con incredulidad.
   Miguela giró la cabeza hacia ella por un instante.
   --No, señora, nunca. Entre ellos jamás.
   --Entre ellos… ¿qué quiere decir? –retomó el interrogatorio mi padre-. ¿Acaso entre ellos no, pero con usted sí tuvieron un maltrato?
   --No señor, maltrato nunca –dijo Miguela alarmada-. Pero uno de los primeros días vi que el señor podía enojarse. Creyó que había desaparecido un pote de pomada del botiquín. Pero era sólo que al limpiar yo lo había cambiado de lugar.
   --Y entonces –dijo mi padre, desconcertado-, ¿la retó por esto?
   --No, solamente me dijo que no tocara nunca más ese pote. Pero parecía enojado.
   --¿Y qué clase de pomada era? –dijo mi padre.
   --No sé, señor –dijo Miguela-: una pomada blanca. Me dijeron que no tocara y yo no volví a tocar nunca más.
   --En definitiva –dijo mi padre-, lo más cercano a la infelicidad que vio en casa de los M fue un rapto de malhumor por un pote cambiado de lugar.
   Miguela asintió con la cabeza, algo avergonzada, como si sintiera que había decepcionado a mis padres.
   --Habrá que darle entonces la razón a mi hijo –dijo mi padre-. Quizá nos fue dado conocer en esta vida a la más rara avis: una familia feliz.
   --Disimulan -dijo mi madre sin dar el brazo a torcer-; delante de los demás disimulan. Pero ya quisiera verlos a solas… algo deben tener.



   Ese año Freddy le ganó por primera vez al viejo M en la final del Torneo Mayor, en un tercer set memorable que se extendió a un 13-11. Todos nos preguntábamos si había empezado la declinación, si el rey habría muerto, pero al año siguiente el viejo volvió por sus fueros y le dio una paliza en dos sets. A su vez, Alex se convirtió en la nueva revelación y llegó a los torneos de primera categoría. Mi juego, en cambio, se había estancado, pero no había dejado de ir al club y de prestar atención a las noticias que cada tanto escuchaba de los M, como un reflejo que con el paso del tiempo se hubiera hecho automático. Las chicas M fueron cumpliendo a su tiempo los quince años, con fiestas que aparecían anunciadas en la sección Sociales del diario. Mi abuela se quebró la cadera en una caída y mi madre la trasladó definitivamente a nuestra casa, donde se precipitó a una agonía aterrada. Su cama estaba en un cuartito vecino al nuestro y mi hermano y yo oímos por largas noches el jadeo y los estertores de su respiración, la vida que poco a poco la dejaba. Una noche me desperté y vi que mi hermano no estaba durmiendo a mi lado. Lo encontré en la puerta del cuartito, con los ojos fijos en la boca abierta de mi abuela, por donde salía aquel gorgoteo entrecortado. Fui a buscarle su pastilla y lo llevé otra vez como un sonámbulo de regreso a su cama. Cuando mi abuela por fin murió me tocó en el entierro sujetar una de las manijas del ataúd. Después de que la dejamos al borde del foso y mientras los demás se repartían en los autos, quise quedarme un poco más en el cementerio. Recorrí las lápidas y las calles abrumadas de cruces sin encontrar ninguna que tuviera el apellido M. A mi regreso le pregunté a mi padre si esto no le parecía intrigante.
   --Es que los M no tienen familia aquí –dijo-, habrán llegado a la ciudad hace no más de diez años... ¿Pero miraste acaso las tumbas una por una? -me preguntó algo alarmado, como si el que empezara a preocuparle fuera yo.



   Cuando terminé el secundario me fui a estudiar a Buenos Aires. No me extrañó que tanto Freddy como después Alex hubieran preferido quedarse en la ciudad y estudiar en la universidad local (ambos eligieron Agronomía).  No era sólo que en la vasta dispersión de Buenos Aires perderían el halo de príncipes. O que ya no ganarían torneos. Era antes que nada, intuía yo, que esa familia no podía separarse, que ellos eran, en el fondo, todos uno, un clan misteriosamente unido y sellado, por algo que una y otra vez se me escapaba.
   En mi nueva vida los olvidé al principio casi por completo. De tanto en tanto un comentario al pasar en alguna carta de mi familia los volvía a traer, como un eco lejano de algo que me había importado alguna vez y que ahora se empequeñecía con el tiempo y la distancia. Mi hermana, por ejemplo, no se olvidaba de consignar cuál de ellos ganaba el Torneo Mayor cada año: la alternancia entre la Sabiduría, la Fuerza y la Elegancia se mantenía imperturbable, como si nuestra ciudad no pudiera dar un tenista que pudiera derrotarlos. En el último año de mi carrera me enteré de que el viejo había ganado otra vez la final. ¿Pero cuántos años tiene ya?, le escribí a mi hermana, ¿no debería estar hecho una ruina?
   Lo vi hace poco por la calle, me contestó ella, y está exactamente igual, quizá con el pelo un poco más blanco. El que está cada vez peor es papá. Apenas puede respirar por el enfisema. Ahora tiene que dormir sentado. Y del resto, mejor ni hablar.
   En las pocas veces que volví a la ciudad durante esos años no me decidí a ir hasta el club y ver. Creo que temía tanto que de verdad estuvieran iguales como que hubieran cambiado, que algo en la superficie brillante y pulida sutilmente se hubiera agrietado y ahora pudiera descubrirlo.



   Al terminar la licenciatura me fui a Inglaterra con una beca para estudiar Literaturas Comparadas. Al cabo del segundo año pedí una renovación por tres años más para terminar un doctorado. En mi quinto año allá recibí una carta de mi hermana, con los lamentos habituales. Mi padre había puesto en venta el campo y habían decidido internar otra vez a mi hermano. Se habían mudado nuevos dueños a la planta alta. Tenían perros, pero no los sacaban a pasear. Orinaban directamente en la terraza y por una filtración de las junturas el pis se escurría desde las vigas del techo a las paredes de nuestra casa. Así que ahora estamos meados por los perros stricto sensu, como dice papá. En la posdata decía: Adiviná qué. El viejo M volvió a ganar el Torneo Mayor este año. ¿No es increíble? Me lo crucé en el supermercado el otro día. Tiene ahora el pelo totalmente blanco, pero fuera de eso está idéntico.
   Le escribí entonces, y era la primera vez que se lo confiaba a alguien, lo que en realidad pensaba de la familia M. En su carta siguiente me dijo que la había hecho reír y me preguntó si era el argumento de un nuevo cuento. El tiempo pasa para todos, y también pasará para ellos. Es la única ley pareja de la vida. Freddy debe estar por cumplir treinta. Ya hizo también su master, tiene un buen trabajo y una novia que es la que más le duró de todas: ahora le toca casarse y echar pancita. Pero en todo caso, será fácil saber: sólo hay que dejar que pasen los años. Yo voy a estar acá vigilando: ya te contaré.
   En mi respuesta no me animé a insistir: todavía recordaba la cara alarmada de mi padre cuando le había hablado de las tumbas. Tampoco quise decirle que había dejado de escribir,           y que me estaba convirtiendo insensiblemente, de monografía en congreso, en aquello de lo que me había reído tantas veces: un ratón de biblioteca, un scholar, un profesor de literatura.
   Unos seis meses después, en otra de sus cartas, mi hermana me dio la gran noticia: los M dejaban la ciudad. El viejo ya había vendido el campo, en una fortuna. Se lo ofreció primero a papá, ni siquiera estaba enterado de que nos deshicimos de todo. Nadie sabe demasiado, sólo que se va la familia entera. Así que Freddy, supongo, dejará a su novia. Creo que planean viajar por el mundo un tiempo. O quizá no quieren decir adónde irán. Todo es muy misterioso. Capaz que vos tenías razón y alguien más empezaba a darse cuenta. Sea como sea, nos jodieron: ahora ya no sabremos nunca.



   Pasaron algunos años más. ¿Cuántos? Los suficientes como para que las cartas de mi hermana, con su letra redonda y consoladora, se convirtieran en mensajes de e-mail, cada vez más cortos, como si le avergonzara tener sólo malas noticias. Habían iniciado un juicio contra la gente de arriba, que se arrastraba en los tribunales sin avanzar un paso. En represalia, la mujer de la planta alta dejaba durante horas abierta la canilla de la terraza, con una manguera sobre la grieta, y el agua ya caía ahora en cascadas dentro de nuestra casa. Mi hermana sospechaba que la mujer también orinaba junto con sus perros en la rejilla. Y algo más que no puedo contarte porque no me creerías. En otro e-mail le pregunté por los daños en la casa. Hay hongos en todas las paredes y estamos aterrados de que el techo se nos caiga encima. Papá y mamá tuvieron que mudarse al que era tu cuarto, el único al que no llega el agua. La humedad literalmente está matando a papá. Cada vez está peor de su enfisema. En fin, la ruina de la casa Usher.
   A fin de ese año viajé a Canadá, para presentarme a un cargo de profesor, en una universidad pequeña que prometía tenure a corto plazo. En el aeropuerto de Quebec, mientras esperaba para hacer la conexión, escuché mi nombre por los altoparlantes. Pensé que había un problema con la reserva, pero cuando me acerqué al mostrador el empleado me extendió un teléfono. Del otro lado del mundo escuché la voz de mi hermana, en un tono desconocido, estrangulado por el llanto: había muerto mi padre. Puedo suspender esto, le dije, y tomar el primer avión que encuentre. Igual, no llegarías para el entierro, dijo mi hermana. Seguí mi viaje y cuatro horas después, delante de tres profesores de caras impasibles, me escuché hablar sobre Borges y la literatura inglesa con una seguridad sin fallas y recité largas citas de memoria, como si fuera un prodigio mecánico que todavía pudiera funcionar con las piezas rotas. Y dos horas más tarde estaba cenando con ellos en un restaurante mexicano -elegido, supuse, como un gesto entre condescendiente y cordial por la resonancia latina de mi apellido- para la parte más importante de la prueba: la conversación en la mesa, los modales durante la comida, el test de la carta de vinos. Cuando llegó el café, como si se hubieran puesto de acuerdo con una seña, los tres me estrecharon la mano para felicitarme y decirme que estaban encantados de que fuera a pudrirme junto con ellos en esa ciudad perdida, sepultada por la nieve, y de compartir conmigo la alta tarea de enseñarles literatura a las legiones de bestias de caras atontadas por la cerveza y deditos siempre ocupados en el celular, que la institución no dejaría de servirme semestre a semestre, por el resto de mi vida. Les agradecí como pude y cuando me preguntaron si había algo que yo pudiera extrañar, no se me cruzó, curiosamente, el Londres que estaba por abandonar, sino un recuerdo mucho más lejano, y les dije que me gustaría volver a jugar al tenis. Se miraron entre sí, sonrientes, y me contestaron que la temporada de deportes al aire libre era muy corta, salvo el de sacar con pala la nieve de los porches, y que quizá yo debiera pensar en cambiarme al squash.  
  


   Pasaron todavía más años. ¿Cuántos? Los suficientes como para que mi propio pelo se volviera totalmente blanco y para que un día me encontrara frente al espejo del baño con un diente caído y a medias pulverizado en la mano, mirando el agujero negro de la encía, como un pozo abrupto y vertiginoso. Apenas me llegaban ahora noticias de mi familia. Desde la muerte de mi padre, mi madre había decidido no salir de la cama. En mensajes lacónicos mi hermana me daba los partes del deterioro progresivo, de su descenso a los pañales, a las escaras, a la demencia senil, del tragicómico desfile de enfermeras, del goteo silencioso del último dinero familiar. Me había pedido que no volviera a verlas. No nos reconocerías, y tampoco a la casa. ¿Para qué vas a volver?
   Cuando llegó el invierno viajé a un congreso en Jacksonville, en la parte más cálida de Florida, donde me había inscripto sólo para escapar de las primeras nevadas. Tuve durante mi exposición un vahído súbito, como si de pronto me hubiera quedado sin respiración y la próxima bocanada se me negara una y otra vez. Logré aferrarme al pizarrón, pero no pude evitar caer desplomado. Me desperté en un hospital cercano al campus, donde estuve en observación varias horas. Me hicieron pasar finalmente a una salita donde un médico  extendió frente a una lámpara mi radiografía de tórax, me mostró la perforación del pulmón, como una quemadura, y me dio su dictamen, que ya presentía: la herencia más temida de mi padre.
   Salí con el gran sobre de la radiografía bajo el brazo y tuve que mentirles un poco a los dos colegas que me esperaban afuera para que me dejaran caminar solo de regreso al hotel. Era una tarde quieta y pacífica, sin una brisa, con un sol indolente entre los árboles. En el boulevard por donde avanzaba, yo era la única persona a pie y sólo me cruzaba cada tanto con estudiantes en bicicleta. Al doblar por una de las calles que indicaba el mapita del congreso escuché de pronto, vibrante, inconfundible, el sonido de un partido de tenis lejano. Dejé que el ruido de pelotazos me guiara y entré a un club casi escondido entre ligustros. Cuando me asomé al final del camino de lajas, detrás del alambrado, nítidos, magníficos, reales, allí estaban. ¿Eran ellos? Mi vista ya no era tan buena como antes, pero sabía que sí. El viejo M jugaba con Freddy y su golpe de derecha resonaba como el mandoble en la batalla de un rey. Su pelo, enteramente de color caramelo, no necesitaba todavía del lento disimulo de la pomada blanca. En un banco junto a la cancha una mujer tejía a la sombra y cada tanto alzaba la mirada para seguir las alternativas de un peloteo. ¿Era ella? Me acerqué un poco más, y al oír el ruido de mis pasos se dio vuelta hacia mí, con una mirada amable y algo intrigada. No había en esa mirada ni la menor señal de reconocimiento. Pero ¿cómo hubiera podido reconocerme? Habían pasado casi cuarenta años, calculé. Di un paso más y algo en su expresión se retrajo, como una señal de alarma, quizá por la fijeza con que yo la miraba. Me detuve, para tranquilizarla.
   -Sólo quiero saber –dije- si son verdaderamente felices.
   Se lo había dicho, sin pensar, en castellano, y ella hizo un gesto de incomprensión.
   -Perdone: no hablo español –dijo con gran esfuerzo, como si tratara de recordar palabra por palabra una lección olvidada.
   Por supuesto, pensé. Por supuesto. Debían perder el idioma en cada migración. Debían olvidarlo todo de cada existencia anterior.
   -Sólo quiero saber –repetí en inglés- si son felices. Felices.
   La mujer abrió los ojos, como si hubiera por fin comprendido y estuviera agradecida por mi preocupación. Quizá me confundió con un empleado de la ciudad que se ocupaba de censar extranjeros, o dar la bienvenida a los recién llegados. Me pregunté cuántas otras mudanzas habrían tenido en esos años.
   -Claro que sí –me dijo, con una gran sonrisa y un leve acento que no reconocí-: perfectamente felices.
   El peloteo en la cancha se había interrumpido y vi que el viejo se acercaba al alambrado y me miraba por un momento. Me di cuenta, con un estremecimiento, de que era ahora mucho más joven que yo. Ella le dijo una frase rápida por lo bajo para tranquilizarlo, en un idioma de palabras cortas y sonoras que yo nunca había escuchado, quizá el verdadero idioma de la especie. El viejo asintió, me miró por última vez y volvió a la línea de saque. Y yo también me di vuelta y sin mirar atrás caminé de regreso por el camino de lajas, hacia este poco que me queda de vida.