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Poco antes del fin de siglo, recién graduado, viajé
a Inglaterra con una beca para estudiar lógica matemática en Oxford. En mi primer año allá tuve la
oportunidad de conocer al gran Arthur Seldom, el
autor de Estética de los razonamientos y de la prolongación filosófica de los teoremas de Gödel. Mucho
más inesperado, en la distinción borrosa entre azar
y destino, fui junto con él testigo directo de una sucesión desconcertante de muertes, sigilosas, leves,
casi abstractas, que los diarios llamaron Crímenes
imperceptibles. Quizás algún día me decida a revelar
la clave oculta que llegué a conocer sobre esos hechos;
solo puedo decir mientras tanto una frase que le escuché a Seldom: El crimen perfecto no es el que queda
sin resolver, sino el que se resuelve con un culpable
equivocado.
En junio de 1994, al empezar mi segundo año de residencia, los últimos ecos de esos acontecimientos se habían acallado, todo había vuelto a la quietud, y en los largos días de verano no esperaba más que recuperar el tiempo que había perdido en mis estudios para llegar a las fechas imperiosas del informe de mi beca. Mi supervisora académica, Emily Bronson, que había disculpado con benevolencia los meses en blanco y las demasiadas veces que me había visto en ropa de tenis junto a una chica pelirroja adorable, me emplazó a la manera británica, indirecta pero terminante, para que me decidiera entre los varios temas que me había presentado después del período de seminarios. Elegí el único que tenía, aunque remotamente, un costado afín con mi inclinación literaria secreta: el desarrollo de un programa que, a partir de un fragmento de letra manuscrita, permitiera recuperar la función del trazo, es decir, el movimiento del brazo y el lápiz en la ejecución en tiempo real de la escritura. Era una aplicación todavía hipotética de cierto teorema de dualidad topológica que había alumbrado ella y parecía un desafío lo suficientemente original y difícil como para que pudiera proponerle un paper conjunto en el caso de que lo lograra. Pronto, antes de lo que hubiera sospechado, estuve lo bastante encaminado como para decidirme a golpear la puerta de la oficina de Seldom. Había quedado entre nosotros, después de atravesar la serie de crímenes, algo cercano a una tenue amistad, y aunque en lo formal mi consejera era Emily Bronson, yo prefería ensayar primero con él mis ideas, quizá porque bajo su mirada paciente y siempre algo divertida me sentía con más libertad para arriesgar hipótesis, llenar pizarrones y, casi siempre, equivocarme. Habíamos discutido ya las críticas veladas en el prólogo de Bertrand Russell al Tractatus de Wittgenstein, la razón matemática oculta en el fenómeno de incompletitud esencial, la relación entre el Pierre Menard de Borgesy la imposibilidad de fijar sentido a partir de la sintaxis, las búsquedas de una lengua artificial perfecta, los intentos de capturar el azar en una fórmula matemática… Yo, que recién había cumplido los veintitrés años, creía tener mis propias soluciones a varios de estos dilemas, soluciones que eran siempre a la vez tan ingenuas como megalómanas, pero aún así, cuando golpeaba a su puerta, Seldom dejaba a un lado sus propios papeles, se echaba un poco hacia atrás en su silla y me dejaba hablar librado a mi entusiasmo con una media sonrisa, antes de señalarme algún trabajo donde lo que yo pensaba ya estaba hecho, o más bien refutado. Contra la tesis lacónica de Wittgenstein, de lo que no se podía hablar, yo intentaba decir demasiado.
Pero esta vez fue diferente: el problema le pareció sensato, interesante, atacable. Además, me dijo un poco misteriosamente, no estaba tan lejos de los otros que habíamos considerado. Se trataba, al fin y al cabo, de inferir a partir de una imagen inmóvil —de una captura gráfica de símbolos— una posible reconstrucción, un pasado probable. Asentí, impulsado por su aprobación, y dibujé en el pizarrón una curva rápida y caprichosa, y una segunda, muy pegada a ella, que intentaba seguir lentamente el recorrido para duplicarla:
—Yo imagino un copista en suspenso, tratando de controlar el pulso y de repetir cada detalle, avanzando con cuidados de hormiga trazo por trazo. Pero el manuscrito original fue escrito con cierto ritmo, con liviandad, a otro paso. Lo que me propongo es recobrar algo de ese movimiento físico anterior, el acto de generación de la escritura. O un registro que marque al menos la diferencia de velocidades. Es similar a lo que discutimos respecto de Pierre Menard: Cervantes seguramente escribió el Quijote original, tal como imagina Borges, un poco à la diable, con la colaboración del azar, siguiendo impulsos y arrebatos. Pierre Menard, en cambio, debe reproducirlo a pasos de tortuga lógica, encadenado a leyes y razonamientos inexorables. Obtiene, sí, un texto idéntico en las palabras, pero no en las operaciones mentales invisibles por detrás.
Seldom se quedó pensativo por un instante, como si estuviera considerando el problema desde otro punto de vista o como si entreviera sus posibles complicaciones, y me escribió el nombre de un matemático, Leyton Howard, ex alumno suyo, que ahora, me dijo, trabajaba en la sección científica del Departamento de Policía, en peritajes caligráficos.
—Estoy seguro de que lo cruzó varias veces porque aparecía sin falta para el té de las cuatro, aunque no conversaba con nadie. Es australiano y en verano o en invierno siempre anda descalzo, no pudo dejar de notarlo. Es un poco huraño, pero voy a escribirle para que usted pueda trabajar un tiempo con él, eso lo ayudará a bajar a tierra con ejemplos reales.
La indicación de Seldom, como siempre, resultó acertada y me pasé muchas horas del mes siguiente en la oficina minúscula que le habían dado a Leyton en un altillo del Departamento de Policía, aprendiendo de sus archivos y notas todas las astucias de los falsificadores de cheques, los argumentos estadísticos de Poincaré en su curioso papel de perito matemático durante el caso Dreyfus, las sutilezas químicas de tintas y papeles y los casos históricos de testamentos fraguados. Había conseguido prestada una bicicleta para este segundo verano y al bajar por St. Aldate’s para llegar a la estación de policía saludaba a la chica de la tienda de Alicia que abría a esa hora el local, pequeño y reluciente como una casa de muñecas, con su profusión de conejos, relojes, teteras y reinas de corazones. Algunas veces también, al llegar a la entrada del Departamento, veía en las escaleras al inspector Petersen. La primera vez dudé en saludarlo, porque pensé que quizá le hubiera quedado algún resquemor hacia Seldom e indirectamente hacia mí después de los sucesos en los que nos habíamos cruzado durante la investigación de los crímenes, pero por suerte no parecía guardar ningún mal recuerdo e intentaba incluso, como una broma repetida, darme los buenos días en castellano.
Al subir al altillo, Leyton estaba ya siempre ahí, con la jarra de café sobre el escritorio, y apenas inclinaba la cabeza a mi saludo. Era muy blanco, pecoso, con una barba larga y rojiza en la que enredaba sus dedos mientras pensaba. Tenía unos quince años más que yo, y hacía recordar tanto a un hippie envejecido como a los mendigos de orgullosos andrajos que leían libros de filosofía en las puertas de los colleges. No hablaba nunca más de lo debido y jamás sin que yo le preguntara en forma directa algo: en las raras ocasiones en que se decidía a abrir la boca, antes parecía pensar muy bien lo que se proponía decir, para soltarlo por fin en una frase seca que era, como las condiciones matemáticas, a la vez suficiente y necesaria.
En junio de 1994, al empezar mi segundo año de residencia, los últimos ecos de esos acontecimientos se habían acallado, todo había vuelto a la quietud, y en los largos días de verano no esperaba más que recuperar el tiempo que había perdido en mis estudios para llegar a las fechas imperiosas del informe de mi beca. Mi supervisora académica, Emily Bronson, que había disculpado con benevolencia los meses en blanco y las demasiadas veces que me había visto en ropa de tenis junto a una chica pelirroja adorable, me emplazó a la manera británica, indirecta pero terminante, para que me decidiera entre los varios temas que me había presentado después del período de seminarios. Elegí el único que tenía, aunque remotamente, un costado afín con mi inclinación literaria secreta: el desarrollo de un programa que, a partir de un fragmento de letra manuscrita, permitiera recuperar la función del trazo, es decir, el movimiento del brazo y el lápiz en la ejecución en tiempo real de la escritura. Era una aplicación todavía hipotética de cierto teorema de dualidad topológica que había alumbrado ella y parecía un desafío lo suficientemente original y difícil como para que pudiera proponerle un paper conjunto en el caso de que lo lograra. Pronto, antes de lo que hubiera sospechado, estuve lo bastante encaminado como para decidirme a golpear la puerta de la oficina de Seldom. Había quedado entre nosotros, después de atravesar la serie de crímenes, algo cercano a una tenue amistad, y aunque en lo formal mi consejera era Emily Bronson, yo prefería ensayar primero con él mis ideas, quizá porque bajo su mirada paciente y siempre algo divertida me sentía con más libertad para arriesgar hipótesis, llenar pizarrones y, casi siempre, equivocarme. Habíamos discutido ya las críticas veladas en el prólogo de Bertrand Russell al Tractatus de Wittgenstein, la razón matemática oculta en el fenómeno de incompletitud esencial, la relación entre el Pierre Menard de Borgesy la imposibilidad de fijar sentido a partir de la sintaxis, las búsquedas de una lengua artificial perfecta, los intentos de capturar el azar en una fórmula matemática… Yo, que recién había cumplido los veintitrés años, creía tener mis propias soluciones a varios de estos dilemas, soluciones que eran siempre a la vez tan ingenuas como megalómanas, pero aún así, cuando golpeaba a su puerta, Seldom dejaba a un lado sus propios papeles, se echaba un poco hacia atrás en su silla y me dejaba hablar librado a mi entusiasmo con una media sonrisa, antes de señalarme algún trabajo donde lo que yo pensaba ya estaba hecho, o más bien refutado. Contra la tesis lacónica de Wittgenstein, de lo que no se podía hablar, yo intentaba decir demasiado.
Pero esta vez fue diferente: el problema le pareció sensato, interesante, atacable. Además, me dijo un poco misteriosamente, no estaba tan lejos de los otros que habíamos considerado. Se trataba, al fin y al cabo, de inferir a partir de una imagen inmóvil —de una captura gráfica de símbolos— una posible reconstrucción, un pasado probable. Asentí, impulsado por su aprobación, y dibujé en el pizarrón una curva rápida y caprichosa, y una segunda, muy pegada a ella, que intentaba seguir lentamente el recorrido para duplicarla:
—Yo imagino un copista en suspenso, tratando de controlar el pulso y de repetir cada detalle, avanzando con cuidados de hormiga trazo por trazo. Pero el manuscrito original fue escrito con cierto ritmo, con liviandad, a otro paso. Lo que me propongo es recobrar algo de ese movimiento físico anterior, el acto de generación de la escritura. O un registro que marque al menos la diferencia de velocidades. Es similar a lo que discutimos respecto de Pierre Menard: Cervantes seguramente escribió el Quijote original, tal como imagina Borges, un poco à la diable, con la colaboración del azar, siguiendo impulsos y arrebatos. Pierre Menard, en cambio, debe reproducirlo a pasos de tortuga lógica, encadenado a leyes y razonamientos inexorables. Obtiene, sí, un texto idéntico en las palabras, pero no en las operaciones mentales invisibles por detrás.
Seldom se quedó pensativo por un instante, como si estuviera considerando el problema desde otro punto de vista o como si entreviera sus posibles complicaciones, y me escribió el nombre de un matemático, Leyton Howard, ex alumno suyo, que ahora, me dijo, trabajaba en la sección científica del Departamento de Policía, en peritajes caligráficos.
—Estoy seguro de que lo cruzó varias veces porque aparecía sin falta para el té de las cuatro, aunque no conversaba con nadie. Es australiano y en verano o en invierno siempre anda descalzo, no pudo dejar de notarlo. Es un poco huraño, pero voy a escribirle para que usted pueda trabajar un tiempo con él, eso lo ayudará a bajar a tierra con ejemplos reales.
La indicación de Seldom, como siempre, resultó acertada y me pasé muchas horas del mes siguiente en la oficina minúscula que le habían dado a Leyton en un altillo del Departamento de Policía, aprendiendo de sus archivos y notas todas las astucias de los falsificadores de cheques, los argumentos estadísticos de Poincaré en su curioso papel de perito matemático durante el caso Dreyfus, las sutilezas químicas de tintas y papeles y los casos históricos de testamentos fraguados. Había conseguido prestada una bicicleta para este segundo verano y al bajar por St. Aldate’s para llegar a la estación de policía saludaba a la chica de la tienda de Alicia que abría a esa hora el local, pequeño y reluciente como una casa de muñecas, con su profusión de conejos, relojes, teteras y reinas de corazones. Algunas veces también, al llegar a la entrada del Departamento, veía en las escaleras al inspector Petersen. La primera vez dudé en saludarlo, porque pensé que quizá le hubiera quedado algún resquemor hacia Seldom e indirectamente hacia mí después de los sucesos en los que nos habíamos cruzado durante la investigación de los crímenes, pero por suerte no parecía guardar ningún mal recuerdo e intentaba incluso, como una broma repetida, darme los buenos días en castellano.
Al subir al altillo, Leyton estaba ya siempre ahí, con la jarra de café sobre el escritorio, y apenas inclinaba la cabeza a mi saludo. Era muy blanco, pecoso, con una barba larga y rojiza en la que enredaba sus dedos mientras pensaba. Tenía unos quince años más que yo, y hacía recordar tanto a un hippie envejecido como a los mendigos de orgullosos andrajos que leían libros de filosofía en las puertas de los colleges. No hablaba nunca más de lo debido y jamás sin que yo le preguntara en forma directa algo: en las raras ocasiones en que se decidía a abrir la boca, antes parecía pensar muy bien lo que se proponía decir, para soltarlo por fin en una frase seca que era, como las condiciones matemáticas, a la vez suficiente y necesaria.
Yo imaginaba que en esos instantes previos cotejaba furiosamente, en un ejercicio de orgullo inútil y privado, distintas maneras de decir lo mismo hasta quedarse con la más breve y precisa. Para mi desconsuelo, apenas le conté de mi proyecto me mostró un programa que estaba en práctica desde hacía años en el Departamento de Policía y que usaba una por una las mismas ideas que yo había imaginado: el espesor de la tinta y las diferencias de densidad como parámetros de la velocidad, la separación entre palabras como indicador del ritmo, el sesgo angular del trazo como gradiente de aceleración… Es verdad que el programa procedía por pura fuerza bruta, en base a simulaciones, con un algoritmo de aproximaciones sucesivas. Leyton, al ver mi desánimo, me alentó con el derroche de una frase entera a que lo estudiara de todos modos en detalle, con la esperanza de que quizás el teorema de mi supervisora, que yo intenté explicarle, pudiera hacerlo más eficiente. Decidí hacerle caso y apenas percibió que me proponía trabajar seriamente abrió para mí con generosidad su caja de trucos y me dejó incluso acompañarlo a un par de sesiones en la Corte de Justicia. En el estrado, frente a los jueces, quizá porque lo obligaban a calzarse, por un lapso brevísimo Leyton se transformaba: sus intervenciones eran rápidas, brillantes, abrumadas de detalles indudables, tan rigurosas como implacables. En el camino de regreso a la oficina, admirado, yo intentaba a veces algún comentario, pero él volvía de inmediato a sus monosílabos, como si ya se hubiera clausurado por dentro otra vez. Con el tiempo me fui acostumbrando a quedarme yo también callado en las horas compartidas de oficina. Lo único que no dejaba de inquietarme era que en sus momentos de meditación, cuando se quedaba ensimismado en alguna fórmula, muchas veces subía los pies desnudos para cruzarlos sobre el escritorio y, como en las antiguas novelas de Sherlock Holmes, yo podía descifrar en sus plantas todas las clases de barro y verdines de Oxfordshire y, por desgracia, también todos los olores. Antes de que terminara el mes volví a cruzarme con Seldom en el Instituto de Matemática, en el café de las cuatro. Me invitó a sentarme con él y me preguntó qué tal iban las cosas con Leyton. Le conté, con algún desaliento, que el programa que yo había imaginado ya existía y que solo me quedaba una pequeña esperanza de mejorarlo un poco. Seldom quedó detenido por un instante, con la taza a mitad de camino. Algo de lo que yo le había dicho pareció interesarlo más que mis clásicas decepciones. —¿Quiere decir que la policía ya tiene un programa así? ¿Y usted sabe usarlo? Lo miré con curiosidad: Seldom siempre había sido un lógico más bien teórico y no hubiera imaginado que pudiera interesarle la implementación concreta y prosaica de ningún programa. —Me dediqué justamente a eso durante todo el mes. Le di vueltas de todas las maneras posibles. No solo sé usarlo: a esta altura podría recitarle el código de memoria. Seldom tomó otro sorbo de su taza y guardó silencio por un momento, como si hubiera algo que no se atreviera a decir o un último obstáculo que no pudiera remover de su pensamiento.
—Pero será, por supuesto, un programa reservado. Y quedará un registro cada vez que alguien lo utilice. Me encogí de hombros. —No creo que sea así: yo tengo una copia aquí mismo en el Instituto y lo corrí varias veces en las computadoras del subsuelo. Y en cuanto a secreto… —crucé con él una mirada de entendimiento—, no sé: nadie me pidió que jure por la Reina. Seldom se sonrió y asintió lentamente con la cabeza. —En ese caso quizá pueda hacernos un inmenso favor —se inclinó hacia adelante en el sillón y bajó un poco la voz—. ¿Escuchó hablar alguna vez de la Hermandad Lewis Carroll? Negué con la cabeza. —Mejor así —dijo—. Venga esta tarde a las siete y media al Merton College, hay una persona que quiero presentarle.