Prólogo para Kavanagh,
de Esther Cross
Entre las muchas
posibilidades binarias para dividir los libros de cuentos, quizá la más
inmediata es la dicotomía diverso-conexo: por un lado la de aquellos libros con
relatos de temas, registros y ámbitos muy distintos entre sí, y que no tienen
esperanza ni voluntad de amalgamarse y, por otro lado, los libros como Kavanagh, con una inspiración casi
arquitectónica, como desliza Esther Cross en la nota final, citando a Richard Yates.
Y bien: si es cierto que una historia “es una casa, con cimientos, ventanas y
todo”, en esta colección Esther Cross realiza la doble acrobacia de levantar
con su multiplicidad de historias y ventanas todo un rascacielos, también imaginado, a la par del real, como un
fantasma próximo y querido que comparece hacia lo altísimo cada vez que se mira
desde una vereda de infancia.
Esa intención de un
cosmos único, que Cross repite en su libro posterior Tres hermanos, logra que la suma sea mucho más que la reunión de
las partes, porque permite intuir pasajes delicados entre relato y relato a
través de encuentros fortuitos en el ascensor, vistazos a la correspondencia de
los vecinos, y presunciones sobre la vida de los otros, ya sea en las reuniones
de consorcio, o en un sinfín de botellas echadas al incinerador.
Las historias que se cuentan en Kavanagh no
se apoyan en el punto de palanca decisivo en que una vida puede quebrarse o
torcerse para siempre: son más bien contemplaciones, iluminaciones progresivas
de la escritora-personaje sobre esos semejantes que tiene tan cerca, que pisan
igual que ella la alfombra mullida del túnel hacia el Hotel Plaza como “una
patria blanda y buena”, pero que se revelan sin embargo, de a poco, bajo examen,
en toda la extrañeza y arbitrariedad de lo humano. “Todo cambiaba con una
lentitud extrema, pero el día en que el cambio se cumplía te encontrabas con
una realidad que era como un golpe.”
En algún momento intermedio entre las páginas, ni al principio
ni al final, ni en el sótano ni en la terraza, sino con el sigilo a medias
oculto de una entrada de servicio, la escritora-vigía gira sobre sí misma el
catalejo y deja ironías restallantes en un bosquejo de su paso por los
mundillos culturales: “Al tiempo formé parte de un club de lectores. Pero nunca
conocí a los otros socios”. “El corazón
tiene razones que son una verdadera estupidez”. Pero también, suavemente,
algunas definiciones literarias: “Escribir es soñar a propósito”. “En la isla
del tesoro, el tesoro es la isla”. Y por último: “Los lectores son personas de acción que creen
en la actividad de las palabras”.
No hace falta decir más:
los lectores que se sientan personas de acción pueden subir ya mismo por
escaleras, ventanas y cornisas para competir a fondo blanco con los temibles
bebedores Wilkinson, discutir con el
Príncipe Olensky sus teorías de la traducción, compartir la claustrofobia del señor Paso en
el ascensor, o asomarse al vértigo de los últimos pisos para presenciar una filmación.
El edificio está hecho de materiales nobles y resistentes y la “actividad de
las palabras” tiene la larga vida murmurante de la inteligencia y la elegancia.