Hay
una clase invariable de personaje al que la Feria del Libro atrae como un imán: el
que se viste, hace la cola y paga una entrada para ir a insultar a
cualquiera que ocupa un lugar en una mesa.
Hace unos años presentábamos con Gustavo Piñeiro nuestro libro Gödel (para todos) junto al ex rector de
la UBA Guillermo Jaim Etcheverry. Apenas mencioné en mi introducción el nombre
de Gödel escuché que me interrumpían airadamente y vi, en una de las sillas
junto a un pasillo, a un hombre de unos sesenta años que protestaba
porque yo no había dado ningún dato biográfico sobre Gödel. Traté de explicarle
que nuestro libro no era una biografía pero esto pareció indignarlo más, y como
si ya hubiera acabado conmigo pasó de pronto a increpar directamente a Jaim Etcheverry,
en voz cada vez más alta, por supuestas cuestiones pendientes durante su
gestión.
Cuando la gente trató de acallarlo, empezó (por supuesto) a gritar más alto, alegando (por supuesto) que estábamos en una democracia. Alguien propuso burlonamente que se votara para que se callara de una vez, pero esto solo lo hizo gritar más. Una persona de seguridad se acercó entonces a la silla, para decirle algo y el hombre lo miró desde abajo con sorna y desprecio y le dijo: Qué: ¿usted me va a impedir que hable? Tenía, a su modo, razón, y habíamos llegado al grado cero de perplejidad en que se desnuda la ineficacia de todos los simbolismos de autoridad y se quiebra la capita de civilización: o había que bajar a sacarlo a la rastra o debíamos resignarnos a que la presentación se había terminado antes de empezar. Pero entonces abrió la puerta de la sala una señora también mayor, que seguramente había ido al baño durante todo el episodio, y comprendió todo en un momento al ver al guarda de seguridad junto a su marido. La vimos avanzar con pasitos rápidos por el pasillo de alfombra, pidió permiso con delicadeza y se agachó para decirle algo al oído. No alcanzamos a oír lo que dijo, pero el hombre bajó de inmediato en asentimiento la cabeza, tomó mansamente la mano que ella le tendía y se fueron caminando sin decir una palabra más. Algunas veces traté de imaginar cuál habría sido la palabra mágica, la contraseña. Quizá que era la hora de tomar la leche. O quizá, que se les hacía tarde para ir a sabotear la presentación de otro libro.
Cuando la gente trató de acallarlo, empezó (por supuesto) a gritar más alto, alegando (por supuesto) que estábamos en una democracia. Alguien propuso burlonamente que se votara para que se callara de una vez, pero esto solo lo hizo gritar más. Una persona de seguridad se acercó entonces a la silla, para decirle algo y el hombre lo miró desde abajo con sorna y desprecio y le dijo: Qué: ¿usted me va a impedir que hable? Tenía, a su modo, razón, y habíamos llegado al grado cero de perplejidad en que se desnuda la ineficacia de todos los simbolismos de autoridad y se quiebra la capita de civilización: o había que bajar a sacarlo a la rastra o debíamos resignarnos a que la presentación se había terminado antes de empezar. Pero entonces abrió la puerta de la sala una señora también mayor, que seguramente había ido al baño durante todo el episodio, y comprendió todo en un momento al ver al guarda de seguridad junto a su marido. La vimos avanzar con pasitos rápidos por el pasillo de alfombra, pidió permiso con delicadeza y se agachó para decirle algo al oído. No alcanzamos a oír lo que dijo, pero el hombre bajó de inmediato en asentimiento la cabeza, tomó mansamente la mano que ella le tendía y se fueron caminando sin decir una palabra más. Algunas veces traté de imaginar cuál habría sido la palabra mágica, la contraseña. Quizá que era la hora de tomar la leche. O quizá, que se les hacía tarde para ir a sabotear la presentación de otro libro.