Al escuchar el nombre
de Guillermo Martínez, algunos lectores piensan: “ah sí, el que escribió Crímenes
imperceptibles”;
otros, más aguzados, “sí, claro, el que en realidad es científico, y escribió “Borges y la matemática”; y otros, acaso,
“¿quién? ¿Gustavo Martínez? ¿Guillermo Fernández?” Es claro que Martínez es un
gran escritor, ampliamente reconocido. Pero esas vaguedades, esos equívocos,
están ahí, y junto a la cuestión de su doble actividad, como escritor y como
matemático, y a otra cuestión, más delicada, la que surge de voces críticas que
declaran que Martínez es “el joven serio, un tradicionalista en realidad,
ese que no le soltó la mano a Borges”, me llevaron a iniciar mi conversación
con él planteándole justamente el problema, si cabe, de su identidad literaria.
Imagino que algunas de esas voces críticas te provocan, te llevan a
repensar o a subrayar tu propia idea de lo que hacés en literatura.
Por empezar, para mí
es claro que no soy un tradicionalista. Yo intento escribir, sí, con una mirada
hacia la tradición literaria, pero siempre para buscar algo diferente y algo
original. Esta es para mí una distinción crucial: a mí no me interesa lo nuevo
simplemente por lo nuevo, sino lo nuevo que se mide con algún grado de
profundidad con respecto a lo ya escrito. En ese sentido, ahí sí, reivindico la
mirada del científico. El científico siempre toma en cuenta lo que ya está
demostrado y probado en la historia de la ciencia, y aquello a lo que dedica su
tiempo y su pensamiento, aquello que publica tiene que ser un aporte
esencialmente diferente de lo que ya existe. Luego, también en literatura, hay
muchísimo que ya ha sido propuesto, tocado, ensayado, e indudablemente cuando
el escritor decide escribir sobre ciertos temas, contar ciertas historias,
tiene que conocer lo que ya ha sido hecho. Por decirte algo, yo no me puedo
poner a escribir una novela sobre ciegos sin saber que existe Informe sobre ciegos de Ernesto
Sábato.
Inventarías la rueda.
Exacto. Pero es lo
contrario de ser un tradicionalista. La primera condición para innovar es saber
qué es lo que ya existe. Y no es una posición ideológica o ética o estética ni
nada así. Es un mínimo de profundidad en el momento de pensar una ficción. Por eso
la cualidad que yo más valoro en un escritor, y siempre lo digo en mis clases
de la Maestría en Escritura Creativa, es la originalidad. La originalidad se
puede expresar de distintas maneras. Puede estar en la forma -y los
vanguardistas creen que es únicamente en la forma-; puede expresarse en una
sensibilidad nueva, o en una experiencia humana diferente, o en el modo de
adjetivar, o en el modo de componer los diálogos, o en una combinación de
elementos que hasta ahora no ha sido puesta a prueba… Pero la originalidad
siempre tiene que estar. Como lector es lo primero que juzgo: lo que estoy
leyendo, para que valga la pena, tiene que presentarme ese elemento único,
distintivo, que no está en otros libros. Entonces para eso es necesario salir a
conocer lo que ya ha sido escrito en una determinada línea, antes de añadir a esa
serie una obra nueva.
Luego, lo otro que yo valoro es la forma,
sí, pero la forma en el sentido platónico, porque creo que cada obra
tiene su forma, y creo
que el escritor puede entrever esa forma a medida que avanza en la composición
de lo que escribe. Identificar esa forma, en el proceso de escribir, es
muy importante.
En uno de tus libros más reconocidos, Borges y la matemática, aplicás tu materia de especialidad a una lectura detenida de una obra
importante, y luego extendés esa aventura a nuevas búsquedas, que te llevaron a
publicar los apéndices del libro original, y a dar conferencias sobre el tema y
a nuevos artículos y ensayos que a lo que mejor en un principio no pensabas
escribir. ¿Qué te ha dado toda esa experiencia de investigaciones y de nuevas y
aumentadas ediciones del libro?
Primero que nada una
confirmación, la confirmación de lo que había intuido en mis primeras lecturas
de los libros de Borges, respecto de la enorme cantidad de elementos
matemáticos que forman parte de sus relatos y sus ensayos. Luego lo otro -y
esto traté de desarrollarlo de un modo más o menos central en el libro-, tiene
que ver con indagar la forma en que las ideas matemáticas toman cuerpo en la
literatura, forma que no necesariamente es rigurosa, pero que en Borges siempre
tiene un sentido. En ámbitos ajenos a la matemática, las ideas matemáticas
pueden ser nada más que una inspiración, sin estar tratadas de manera rigurosa,
pero en Borges, digamos, siempre se acercan a lo riguroso. Para ilustrarlo te
puedo dar dos ejemplos antitéticos: Borges y Lacan. Lacan toma ideas de la
matemática para sus teorías y dice cualquier cosa, de la manera más desquiciada
y sin ningún sentido, y hasta termina por hacer afirmaciones que van en contra
de lo que esas ideas matemáticas que tomó afirman originalmente. En cambio
Borges, aunque no conozca ciertos detalles avanzados o técnicos, siempre va en
el sentido correcto. Sus intuiciones siempre están bien orientadas. Eso es muy
notable.
La relación entre el infinito de Cantor y El Aleph ¿es un ejemplo de eso?
Sí. Él de hecho
escribe la definición del infinito de Cantor en el cuento. Es un conjunto en el
que hay una parte que equivale al todo. Luego esa idea toma cuerpo en el relato
en esa pequeñísima esfera que es una parte ínfima del universo, y que sin
embargo guarda imágenes de todo el universo. Entonces ahí está: la parte
equivale al todo. Hay dos o tres ideas, variaciones de esto mismo, que asoman
en muchos cuentos y ensayos de Borges. Hay un ensayo de él que se titula Cuando la ficción vive
en la ficción, y en
ese ensayo habla por ejemplo de Las meninas y dice que en
cualquier habitación con espejos se da el mismo fenómeno. Recuerda también su
primer contacto con la idea de algo infinito, en una imagen, una imagen que
estaba en un tarro de galletas con una ilustración de unos guerreros japoneses,
que en una esquina reproducía la imagen de ese mismo tarro, entonces él cuenta
el vértigo que sintió pensando que esas reproducciones proseguían y proseguían
infinitamente. A partir de esa idea desarrolla variaciones que van apareciendo
en sus relatos. Las
ruinas circulares, por
ejemplo; el soñador que sueña pero al que a su vez, otro lo está soñando. El
poema Ajedrez, con aquello de “¿Qué dios detrás de
Dios…?” El poema El Golem, en el que el creador
del Golem está decepcionado de su criatura, pero Dios, al mirar al rabino,
también está decepcionado… La misma idea.
El Quijote está en El Quijote.
Claro. En El Aleph escribe “En la Tierra
vi El Aleph, y en el Aleph, la Tierra”. Esa forma de asomarse al abismo ya es
una idea de lo infinito. Y por supuesto está el mapa de Royce, la
idea del mapa en el mapa, un mapa tan minucioso que contiene, en algún punto
del territorio, el mismo mapa. Esa idea le gustaba mucho. Es una idea que tiene
una formulación muy precisa en matemática y está detrás de uno de
los teoremas de Gödel. Es de hecho un concepto muy importante en
matemática, que también recibe el nombre de autorreferencia.
En Crímenes imperceptibles propusiste algo –ya que empezamos
hablando sobre eso- original. El problema de las series lógicas y de cómo
la confianza del razonador se inquieta al comprobar que más de una solución
puede ser válida, tomando cuerpo en una novela policial. ¿Esa exploración puede
continuar?
Sí. De hecho estoy
escribiendo una segunda novela, con algunos de los mismos personajes, en la que
hay algo de todo eso, algo que va en la misma línea. La ficción me permite
incorporar estos elementos, de manera quizá no tan rigurosa, no tan precisa,
pero sí más sugestiva. Y eso es algo que también quiero explorar. Cómo se puede
convencer a veces acerca del interés de una idea, no escribiendo un ensayo con
todas las demostraciones de rigor, sino a través de una ficción. Tiene que ver
con lo que hablábamos sobre Borges, claro. Los lectores no tienen por qué
interpretar con absoluta propiedad lo que está expresado en términos
matemáticos, pero siempre algo traspasa, algo queda.
El lector de la novela siente algo como una búsqueda silenciosa y
profunda, la búsqueda de un lenguaje secreto del universo.
Es que para mí la idea
de la novela fue inicialmente una revelación. Yo tenía un compañero en Oxford
que había escrito sobre Wittgenstein y las series lógicas y sus reglas. La
cuestión de cómo pueden existir, para una misma serie, muchas soluciones, todas
válidas y razonables, y no únicamente esa solución que de inmediato viene a la
mente y que parece la inevitable e indiscutible. La cuestión de qué significa
seguir una regla o una ley. Cuando yo leí sobre eso lo sentí como algo
imprevisto y contrario al sentido común. Luego en la novela traté de transmitir
esa sensación de asombro que me causó el descubrir que series lógicas que para
mí eran muy claras en su desarrollo, al leer a Wittgenstein, bueno, uno se da
cuenta de que no lo son tanto. Hay algo en la norma, en la costumbre, que hace
que demos respuestas únicas a cosas que en realidad están indeterminadas. Y
detrás de eso está el modo en que aprendemos, está la manera en que las normas
se encarnan en las personas, la manera en que se alecciona a la gente para
pensar de cierto modo. Se abren muchas cuestiones; el espíritu y la ley, la
sintaxis y la semántica, aún la cuestión de la búsqueda de la lengua perfecta,
la cuestión de si se puede o no se puede crear una lengua que se dé a sí misma
sus significados.
Entonces ¿es encaminado pensar en una necesidad de situarse en otra mirada,
en otra inteligencia, para huir del engaño de lo obvio o del sentido común?
Bueno, yo escribí un
artículo -que también he presentado en forma de conferencia- titulado Series lógicas y
crímenes en serie, y en
ese artículo, que escribí para resumir las conexiones que hay en Crímenes
imperceptibles, hablo
de unas consecuencias que exceden no sólo el género policial sino la literatura
toda. Como te decía recién, consecuencias en la ley, en la educación, en el
lenguaje. A mí me causa mucho asombro todo eso. De lo señalado por Wittgenstein
se deduce, por ejemplo, que no hay una manera de poder leer en una serie de
números si han sido producidos por una máquina o si han sido producidos al
azar. El azar no puede ser leído en una serie finita, por aleatorios que
parezcan los números presentados. Y a mí lo que más me interesa es la paradoja.
Uno en matemática siempre está entre dos mundos: el mundo de lo que debería ser,
según la intuición que va desarrollando de cómo se comportan, de cómo deberían
comportarse siempre las cosas, y el mundo en que las cosas no se comportan de
manera esperable. Ahí entra el elemento de extrañeza. Y de nuevo lo que
hablábamos al principio, lo ya hecho, lo ya recorrido, la tradición. Entonces
¿por qué en todas las demás teorías sí y en esta otra no? Cuando lo natural, lo
esperable, no se verifica. Ese es el momento para mí siempre interesante. El
momento del cambio de paradigma, de herramientas, de modo de pensar. Y te das
cuenta de que es lo mismo que hablábamos sobre literatura. La búsqueda de la
originalidad. La búsqueda de lo nuevo, que es lo que la justifica. En ciencia
está muy claro eso, en aquello del folklore. Hay un cuerpo de conocimientos
matemáticos que está ahí, casi al alcance de la mano, para que todos lo
encuentren. Eso es el folklore. Al escribir un teorema hay unos primeros
resultados que los vas a encontrar siempre. El teorema que vale, luego, es el
que escribís cuando probás algo que no es inmediato, ni esperable, ni natural.
En literatura no está tan definido eso, entonces una y otra vez se escriben las
mismas cosas, la misma historia, la misma forma de tratar un tema, el mismo
experimento con la forma. Por eso te subrayo, yo no soy tradicionalista, más
bien soy originalista.
Fernando Medina.
Buenos Aires, Abril de 2017
GUILLERMO MARTÍNEZ
(Bahía Blanca, 1962) es doctor en Ciencias Matemáticas y es el multipremiado
autor -entre otros libros de relieve- de las novelas policialesCrímenes
imperceptibles (2003) y La muerte lenta de Luciana
B. (2007); las colecciones de relatos Infierno grande (1989)
y Una felicidad repulsiva (2014) y los volúmenes de
ensayos Borges y la matemática (2003), La fórmula de
la inmortalidad (2005) y La razón literaria (2016).