Propongo como acertijo este fragmento de una carta:
"Nosotros, los jóvenes americanos, somos (sin hipocresías) hombres del futuro... Me parece que estamos adelante de los europeos en el hecho de que en mayor medida que cualquiera de ellos podemos tratar libremente con formas de civilización que no son las nuestras, podemos recoger y elegir y asimilar y en suma (estéticamente, etcétera) afirmar nuestra propiedad dondequiera que la encontremos. No poseer ningún sello nacional ha sido considerado hasta ahora una falla y un motivo de pesar, pero no me parece improbable que los escritores americanos puedan mostrar que una vasta fusión intelectual y una síntesis de las diversas tendencias nacionales del mundo es la condición de logros más importantes de cuantos hemos visto."
¿Pertenece a Borges, alrededor de 1930, al momento de escribir "El escritor argentino y la tradición"? El núcleo argumental, a poco que se recuerde, es en efecto asombrosamente semejante. A la pregunta de cuál es la tradición argentina, Borges niega que deba reducirse a la poesía gauchesca o adscribirse a la literatura española. La tradición argentina, propone en cambio, debe ser "toda la cultura occidental". Analiza la preeminencia de nombres irlandeses en la literatura y la filosofía británica y llega a la conclusión de que sobresalen porque "actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten atados a ella por una devoción especial". Los argentinos, los sudamericanos en general, dice luego, estamos en una situación análoga: podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones y con irreverencia... "Por eso no debemos temer y debemos pensar", concluye, en una de las propuestas de más largo alcance de nuestra literatura, "que nuestro patrimonio es el universo."
La carta en realidad es muy anterior a este ensayo, aunque es improbable que Borges la conociera; fue escrita por el joven Henry James en 1867, en un período en que, para decirlo con sus propias palabras, "Norteamérica era desnuda y cruda y provinciana." La comparación de las épocas permite una primera observación: que la cuestión de lo universal y lo nacional no aparece en cualquier momento y en cualquier lugar, sino desde una posición de relativa debilidad, cuando la tradición local es pobre, o está agotada, o se vuelve, en cualquier sentido, insuficiente. Difícilmente los escritores ingleses, por mencionar un caso, se propongan por ahora, con argumentos universalistas simétricos, saltar al abordaje de temas celosamente "nuestros" como el tango, el peronismo, o el asado dominguero. Asumida la tesis universalista, una segunda observación aguda de Borges es que el problema de la tradición se convierte en el fondo en un pseudo problema: "Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina, de igual modo que el hecho de tratar temas italianos pertenece a la tradición de Inglaterra por obra de Chaucer y Shakespeare." Este vaticinio se cumplió notablemente, en primer lugar con su propia obra. Pero también, de la literatura rusa reobtuvimos los tormentos magníficos y el existencialismo anticipado de Arlt; de la literatura norteamericana la expansión a nuevos géneros y una multitud de preferencias estilísticas; de la literatura fantástica universal una original y prolífica variante rioplatense; de la literatura francesa una preocupación siempre alerta por la forma y el "estado del arte". Por supuesto, no todos los experimentos fueron ni serán felices, pero si nos repetimos hoy la pregunta de cuál es la tradición argentina, la respuesta sería afortunadamente larga y variada y compleja. En un reciente ensayo de "La narración-objeto", titulado "Tradición y cambio en el Río de la Plata", Juan José Saer pasa revista a nuestra "disponibilidad" a lo extranjero, del socialismo a la literatura fantástica, del surrealismo al pensamiento estructuralista, del marxismo al psicoanálisis y afirma que de la tensión permanente entre lo universal y lo local, y de la ambigüedad hacia lo extranjero nacen los conflictos más duraderos pero también más fructíferos de la cultura rioplatense. Así, uno de nuestros sellos "nacionales" más firmes sería, como quería Henry James, la apropiación y la experimentación de las diversas tendencias mundiales.
Pero si desde el punto de vista lógico la cuestión de lo universal y lo local puede ser un pseudo problema y a veces un problema francamente absurdo (Saer observa que "Zama", de Di Benedetto, transcurre en el Paraguay, pero todavía sería más difícil determinar dónde transcurre "El cuarteto de Alejandría", de Durrell, o "El castillo", de Kafka) este pseudo problema no deja de reaparecer, recurrentemente, bajo distintas formas.
Una particularmente paradójica, que se prolonga hasta nuestros días, se manifiesta a partir del llamado boom latinoamericano, en que por obra de un grupo inicial de novelas ciertamente destacables el público europeo descubre y empieza a consumir en gran escala, como un nuevo exotismo, la América Latina del realismo mágico, colorida, violenta, desmesurada, semisalvaje. El canto de sirenas editorial desencadena una fiebre de oro del color local ajustado a las expectativas a la vez paternalistas e ingenuas de ese público. En esta nueva división del trabajo, como analizaron en su momento Saer y aún antes Libertella, la búsqueda de lo local está peligrosamente dirigida. A nosotros nos es permitido y requerido el papel del buen salvaje, los tropicalismos y las barbaries, las mujeres en llamas y las recetas de cocina. Ellos siguen reservándose toda la esfera intelectual, la razón y la filosofía.
Hubo también en la década del setenta una instancia política del problema, asociada a las ideas de liberación nacional y a lo que se dio en llamar lo "nacional y popular". Con una lectura estrecha del marxismo se trató de reducir la literatura a la historia, se privilegiaron los textos y las interpretaciones que permitieran discutir sobre el poder, la sociedad y la revolución, y se hicieron los recortes más arbitarios para forzar una supuesta línea nacional en nuestra literatura. Se juzgaba a los escritores por sus ideas políticas antes que por sus textos, y a los textos por su inserción ideológica antes que por cualquier valor literario, lo que condujo a malentendidos absurdos pero perdurables (emblemáticamente, la actitud esquizofrénica hacia Borges, pero también la disputación maniquea de Cortázar, Marechal o Walsh). Se ha vuelto un lugar común inculpar a toda la izquierda intelectual en esto, pero basta revisar las publicaciones de la época para encontrar diferencias y excepciones muy notables.
Digo ahora algo de lo que pienso sobre esta cuestión. En primer lugar la tesis universalista me parece preferible por la razón primera y elemental de que no excluye sino que lleva en sí a todos los localismos: la estaca pampa está tan clavada en el universo como el tigre de Bengala y el escritor universalista puede volver a pintar su aldea, cuantas veces quiera, si le resulta suficientemente interesante. Extremaría más esto: creo que en el fondo la literatura, como la ciencia, es toda una. En este sentido me parece bastante problemático postular la existencia de una literatura argentina, de la misma manera que me resultaría extraño pensar en una matemática "argentina". Me apuro a decir que no me opongo a que una materia con ese nombre se dicte en la Facultad de Letras, si se entiende como el estudio del conjunto de obras de autores de nacionalidad argentina (aunque Gombrowicz, Chatwin, Hudson, ¿estarían o no estarían?). Lo que no creo que exista -más allá de tesis de doctorado que todo lo pueden forzar- es un sistema de literatura argentina, en el que una novela argentina responde, remite, o se "explica" por otras obras argentinas. En primer lugar, porque el conjunto de lecturas y referencias de los escritores argentinos está orientado de acuerdo con esta "disponibilidad" a la literatura universal: la biblioteca nacional se confunde hasta lo indistinguible con la biblioteca extranjera. De este modo, lo más frecuente es que una novela argentina remita por igual sin ni siquiera proponérselo a textos argentinos y no argentinos. En segundo lugar, porque no a todos los escritores les preocupa responder, o "resonar" con obras anteriores o insertarse en un supuesto sistema local: el tema más frecuente de los escritores suele ser, como quería Kosinki, "aquello en lo que no pueden dejar de pensar", que puede tener más que ver con historias familiares, con aventuras personales, o con encrucijadas privadas que con tender líneas a El matadero, parodiar a Mansilla o discutir con el Facundo. Sí creo en cambio que existen algunas otras tradiciones que no tienen necesariamente que ver con "lo nacional" en nuestra narrativa. La palabra "tradición" se presta a muchos equívocos y lleva asociada para la crítica más vulgar una carga siempre negativa. Yo me refiero aquí a cierta recurrencia de métodos probados, a la revisitación de algunos temas, a la decantación de diversos intentos en procura de lo mismo, a la prolongación de ideas en una dirección, o incluso a la frecuentación exitosa de un género. En este sentido hay, por ejemplo, una tradición local alrededor del tema arltiano de la mala fe, y hay sin duda una tradición rioplatense del cuento. Estas tradiciones cumplen un papel interesante, muchas veces invisible, dentro de una literatura: establecen un nivel de exigencia, una cierta medida de profundidad, un piso mínimo. El que se propone innovar dentro de ellas tiene la altura de lo que ya está hecho y la sucesión de intentos previos como un obstáculo a sobreponer. Pero por supuesto, otra vez, no todos los escritores son, ni quieren ser, saltadores de vallas.
Hay, finalmente, otra forma de lo tradicional que pesa mucho más prodigiosamente sobre todos los escritores, y es la que establecen sus propios libros. En el pequeño infierno privado entre la tentación de repetirse y la incertidumbre de un registro nuevo se juega la definición quizá más auténtica de los términos tradición y cambio.
(Leído en el seminario Literatura Argentina
en la Argentina, Resistencia, 2000, y en el
Congreso Hispanoamericano de autores
jóvenes, Bogotá, Colombia, 2000)