Artículo de Eugenia Almeida publicado en La Voz con el título Padres e hijos con la misma profesión: Un aire de familia, noviembre 2016.
En la historia de la
literatura existen muchos casos de padres e hijos unidos por la escritura. ¿Qué
es lo que está en juego cuando eso sucede? De los Dumas a los King, un repaso
por algunos casos famosos.
Padres e hijos. Lazos
de por vida que no hemos elegido y que no podemos deshacer. Si hubiera que
elegir una sola palabra para definir esa relación quizás la más adecuada sería
"compleja". A ese vínculo y su complejidad se les puede agregar una
variable más. ¿Qué pasa cuando padres e hijos eligen la misma profesión? ¿Y qué
pasa si ese punto en común es la literatura?
Familias de
escritores. Existen muchísimos ejemplos y diversas posibilidades,
correspondidas o no: la admiración, el desprecio, la indiferencia, la
competencia, el enriquecimiento.
Tessa y Roald Dahl;
Carol y Mary Higgins Clark; Auberon y Evelyn Waugh; Mary Shelley y su madre, la
escritora y filósofa Mary Wollstonecraft; David y John Updike; John
Steinbeck y sus hijos John IV y Thomas;
Christopher y J. R. R. Tolkien; Klaus y Thomas Mann; Elvira Orphée y Flaminia
Ocampo; Benjamin y John Cheever; Seepersad y VS Naipaul; Esther Tusquets y
Milena Busquets. Apenas se comienza a buscar, la red de "padres e hijos
escritores" viene llena de nombres. Y, a veces, de un solo nombre que
sirve para designar a dos personas.
Alejandro Dumas y Alejandro Dumas
A partir de 1840,
hubo cierta confusión en el ambiente literario francés. Había dos Alejandro
Dumas escribiendo. El mayor, autor de Los tres mosqueteros y El conde de
Montecristo. El menor, autor de La dama de las camelias. Dumas hijo nació
cuando Dumas padre tenía 22 años. La madre era una modista. Dumas padre se negó
a reconocer el bebé. Siete años después, cuando nació su hija, la madre de la
niña, la actriz Catherine Lebay, le exigió que reconociera también al
primogénito. Dumas aceptó. "Hacerse cargo" significó separarlo de su
madre para dejarlo en un colegio, algo que marcaría la obra literaria del hijo,
en la que muchas veces aparecen mujeres que sufren injusticias. Quizás haya
sido Dumas hijo quien mejor resumió esa relación cuando confesó: "Mi padre
es un niño grande que tuve cuando era pequeño".
Herencia pesada
John Fante nació en
1909, en Estados Unidos. Familia pobre. Inmigrantes italianos. Padre
alcohólico. Escribe. Vende su primer cuento. Cuartos de pensión, empleos
precarios. A los 29 años publica su primera novela. No logra el reconocimiento
que espera. Cada día es más pobre y está más furioso. Hasta que llega una
oferta de Hollywood y el alivio económico. Pero también la sensación de
"haberse vendido". Fante se refiere a sí mismo y a otros colegas como
"mercenarios de la pluma". En 1937 conoce a la poeta Joyce Smart.
Tienen cuatro hijos. Dan es el segundo. Para Dan, el viejo sólo está interesado
en sus amigos, el juego y el alcohol. John replica sus experiencias de
infancia: alcohol y violencia. Su hijo dirá años después: "Nuestra vida
familiar era un infierno". Para él su padre es un tipo despreciable y, a
la vez, un escritor insuperable.
Cuando Dan era chico
recibió correo de su padre, desde Roma. Decía: "Me escribiste una carta
muy bonita, limpia, clara, directa al grano. Tal vez seas un escritor, como yo.
Piénsalo". Dan lo pensó durante años. Cuando su padre murió decidió dejar
el alcohol y escribir. Su primera novela recibió más de 30 rechazos. Pero
siguió. En uno de sus libros, Dan dejó de lado todo eufemismo y se centró en lo
autobiográfico. El título es muy descriptivo: Fante, un legado de escritura,
alcohol y supervivencia.
Dan escribe. Como su
padre. Autodestrucción, alcohol y esa mirada vuelta hacia sí misma tan
característica de cierta literatura norteamericana escrita por varones blancos.
Registros autobiográficos de hombres que se perciben a sí mismos como una especie de catástrofe
genial que fracasa exitosamente. Una selfie del desastre. Ensalzamiento del yo
con un gesto de asco. Tanto asco que parece amor. No sorprende que a Bukowski
le haya fascinado la escritura de John Fante.
Familia de terror
Stephen King no
comulga con las visiones edulcoradas de la paternidad y se atreve a decir
públicamente que su tercera novela, El resplandor, fue su "confesión"
de que los hijos a veces se perciben como una carga agobiante. La novela estaba
dedicada a su hijo, un niño que en ese momento tenía 5 años. El chico creció y,
en 2005, publicó su primer libro. Eligió hacerlo en un país extranjero (Gran
Bretaña) y con seudónimo. Joe Hill. Nada de recurrir a la fama del padre.
Dos gotas de agua.
Stephen King y su hijo, juntos en un partido de básquet.
El libro fue bien
recibido y Hill decidió, dos años más tarde, publicar una novela. Fue el
momento de dar a conocer su secreto: era el hijo de Stephen King.
Hill reconoce ser un
admirador de la obra de su padre y resume su desafío en unas líneas: "Lo
más difícil para mí fue crear una identidad, especialmente como escritor. No en
contra de él, no en lucha con él, sino a un costado: la pregunta era cómo
encontrar mi carril".
El escritor Peter
Straub –amigo de la familia– cuenta que Stephen King solía jugar con sus hijos
a inventar historias. Planteaba escenarios y luego les preguntaba cómo seguir.
Quizás aún estén jugando: la última novela del hijo entabla un diálogo con un
libro clásico del padre; el padre retoma en uno de sus libros las criaturas que
ha creado el hijo. Como bien dice Joe Hill: "Todo escritor es hijo de otro
escritor. Puede que no lo sean de sangre, pero son hijos literarios. (…) yo
luché con algo muy excepcional y extraño, que es ser hijo de sangre de mi padre
literario".
En el nombre del padre
Kingsley Amis
escribió novelas, poesía, cuentos, ensayos, crítica y guiones para radio y
televisión. En su juventud fue parte del grupo de escritores conocidos como
"Los iracundos". Martin Amis
nació en 1949, cuando Kingsley tenía 27 años. Alguna vez el padre dijo que su
hijo era "demasiado listo para resultar tan mediocre como escritor".
El novelista Kingsley
Amis juega al ajedrez con sus dos hijos. De ellos, Martin se convirtió en
escritor, aunque su padre se la hizo difícil.
La relación nunca fue
sencilla. Martin cuenta que sintió un "intenso e instantáneo dolor"
cuando Kingsley le dijo que "no pudo" con su segunda novela. Su libro
Experiencia parece ser el territorio que el autor utilizó para hacer cuentas
con su padre. Allí, Martin describe con detalle la vida de Kingsley y su
relación con el alcohol.
Es curioso cómo
Martin vuelve una y otra a su padre. En diferentes reportajes, hablando de
diferentes temas, una estructura se repite: "mi padre tal cosa, yo tal
otra". Como si siempre estuviera atrapado en una dinámica de separación,
de distinguirse de ese otro que también lleva su apellido. Le preguntan si el
ritmo editorial lo presiona y dice que no; que él no publica un libro por año
aunque su padre sí lo hacía. Cuando le preguntan sobre poesía, Martin cierra su
respuesta diciendo: "Mi padre escribía poesía. Yo no". Le preguntan
sobre la crítica y vuelve a mencionar a su padre. Le preguntan cómo ordena su
biblioteca y responde: "Mis libros están divididos en dos áreas. Ficción y
no ficción. Luego los ordeno por autores. Mi padre y yo, sin embargo, estamos
juntos en un estante".
Martin vive en el
mismo barrio donde vivió Kingsley.
Ciertas resonancias
Luisa Valenzuela
nació cuando su madre, la escritora Luisa Mercedes Levinson, tenía 24 años. A
la casa de infancia llegaban de visita escritores como Adolfo Bioy Casares,
Jorge Luis Borges, María Emilia Lahitte, Conrado Nalé Roxlo, Siria Poletti y
Ernesto Sábato. Valenzuela recuerda que cuando Borges y su madre escribieron
juntos el cuento "La hermana de Eloísa", ella oía las risas que
venían de la habitación en la que estaban trabajando. Un recuerdo que agradece
porque eso le dejó la convicción de que escribir era una actividad llena de
alegría.
La escritora Luisa
Mercedes Levinson crió a su hija Luisa Valenzuela en un entorno de escritores.
Al hablar de la
relación con Levinson, Valenzuela cuenta una escena inaugural. Sexto grado. La
maestra le pide a la madre que ayude a la hija con sus
"composiciones". La niña tenía algunos problemas con esas tareas.
Levinson hace lo suyo: escribe pensando "en la mentalidad de una nena de
11 años". A la hija esa redacción le parece "bochornosa". Decide
escribir su propia historia.
Cuando le preguntan a
Valenzuela qué opinaba Levinson de sus libros responde que no sabe. Ella
siempre leía todo lo que escribía su madre porque la ayudaba a corregir sus
manuscritos. Pero no sabe si su madre leía lo que ella escribía. Aunque
recuerda un detalle, una anécdota. 1980. Valenzuela, que vivía en Nueva York,
había llegado a la Argentina de vacaciones. Estaba escribiendo la novela Cola
de lagartija. Levinson escribía El último zelofonte. Madre e hija se iban
leyendo tramos de lo escrito y cuenta Valenzuela: "Surgió una especie de
afinidad porque las dos teníamos alguna escena sobre el cuerpo de Evita. Las
novelas no tienen nada que ver, pero esas páginas tenían algo extraño en común,
como una resonancia".
Juegos de infancia
En la casa de los
Martínez no había televisor porque Julio no quería que nada distrajera a sus
hijos de la lectura. Cada domingo había un ritual inalterable: reunía a los
hijos, les leía un cuento y les pedía que cada uno escribiera. Luego había un
"certamen literario de entrecasa" en el que los textos eran evaluados
según "Originalidad, Resolución, Redacción, Prolijidad y Ortografía".
El cuento ganador era pasado en limpio en la máquina de escribir del padre. Su
autor recibía un chocolate como premio.
Guillermo Martínez
siguió con esos juegos ya por fuera de la familia. Participó en muchos
concursos, publicó sus primeros libros, se convirtió en un nombre clave de la
literatura argentina.
Julio también
escribía. Y era el primer lector de lo que escribía su hijo. Lo ayudaba pasando
a máquina sus borradores. Cada vez que el hijo visitaba la casa paterna en
Bahía Blanca, intercambiaban los cuentos que habían escrito. Los cuentos que el
padre guardaba en un cajón esperando el momento del encuentro, ese espacio en
el que el juego de infancia continuaba.
Después de su muerte,
sus hijos decidieron publicar Un mito familiar, un libro que recopila historias
inéditas escritas por ese ingeniero agrónomo que pasó toda su vida escribiendo,
sin pensar en publicar. En su artículo "Un padre escritor", Guillermo Martínez cuestiona el
"cliché" (propuesto por el psicoanálisis y la crítica literaria) de
la necesidad del parricidio en la literatura. El escritor rompe con ese lugar
común al decir que nunca quiso matar (ni siquiera simbólicamente) a su padre
escritor porque fue justamente él quien le acercó lecturas fundamentales y
"el ejemplo sostenido de su tecleo en el cuartito".