Ponencia en las jornadas Humanismo y Ciencias: las dos culturas, Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, 2004.
Abstract
Two examples of connections between
literature and science are discussed. The first one is Jorge Luis Borges´
inspiration by mathematics for many of his fictions. The second one is an immersion
of novelist David Lodge in the contemporary development of cognitive science,
in order to outline the history of literary representations of consciousness in
modern and contemporary narrative.
En vez de embarcarme en una discusión quizá
demasiado abstracta sobre las tensiones y convergencias entre las dos culturas
yo prefiero señalar dos ejemplos muy concretos, dos puntos de coincidencia, de
mutua inspiración, entre literatura y ciencia.
El primero corresponde a Borges, un escritor
que tuvo una formación verdaderamente universal, es decir, una formación que
también incluye a las ciencias (la ignorancia absoluta de lo científico es una
forma no menos disculpable de la ignorancia). El segundo ejemplo tiene que ver
con un ensayo que leí recientemente del escritor escocés David Lodge, que ha
ejercido durante treinta años como profesor de literatura en Birmingham. Este
ensayo, “Conciencia y la novela”, muestra que también desde las humanidades a
veces (aunque es cierto que menos veces, porque hay una asimetría notoria y los
científicos se han inclinado hacia las humanidades mucho más de lo que las
humanidades condescienden a interesarse por la ciencia) se logra una mirada
también original y profunda.
Sobre Borges: si bien yo lo había leído
durante mi adolescencia, no había reparado –hasta que me invitaron a dar una
conferencia con el tema prefijado: Borges y la matemática- en la profusión y
diversidad de elementos de matemática que se pueden encontrar en sus cuentos,
ensayos y aun en algunos de los poemas a lo largo de toda su obra.
Borges había leído a Bertrand Russell y
estaba al tanto de las discusiones sobre los fundamentos de la matemática. En
el prólogo al libro de Kasner y Newman Matemática
e imaginación, observa que quizá la matemática no fuera más que una vasta
tautología y esta es la formulación precisa de uno de los enfoques que había en
la época, el de los logicistas, en contraposición, por ejemplo, con las ideas
de Poincaré. Fue seguramente también a través de Russell que conoció las arenas
movedizas de las paradojas lógicas, los infinitos matemáticos y las discusiones
sobre los lenguajes formales que transformaría con el tiempo en piezas
literarias. Pero a mí me interesó rastrear no solamente los elementos de
matemática que aparecen más recurrentemente en su obra, sino también cómo
interviene cierta estética matemática en la estructuración lógica de sus
cuentos, en algunas preferencias de su estilo, y responder a la pregunta de por
qué leer a Borges es en general tan grato a los científicos y a los
matemáticos, por qué resulta un escritor afín al pensamiento científico.
Hay, como dije, una cantidad realmente
asombrosa de rastros matemáticos, e incluso pequeñas lecciones a través de su
obra, desde “El idioma analítico de John Wilkins” al “Examen de la obra de
Herbert Quain”, desde “La biblioteca de Babel” y “La lotería de Babilonia”,
hasta “La esfera de Pascal” y “Avatares de la tortuga”, desde “La doctrina de
los ciclos” y “Argumentum Ornithologicum”, hasta “El disco” o “La muerte y la
brújula”, con múltiples ecos que llegan también a su obra poética. Pero a poco
que uno relee estos textos, se advierte un ejercicio de repetición y
variaciones sobre lo que son en el fondo tres ideas principales. Estas tres
ideas aparecen reunidas en el cuento “El Aleph” y podemos examinarlas desde
allí. La primera está vinculada a la elección del nombre del Aleph. “Para la Mengenlehre”, dice Borges, “es el
símbolo de los números transfinitos, en
los que el todo no es mayor que alguna de las partes”. La Mengenlehre es el nombre alemán de la
teoría matemática de las cantidades; Borges encontraba particularmente curioso
y perturbador este quiebre del antiguo postulado aristotélico según el cual el
todo debe ser mayor que cualquiera de las partes. “Hay un concepto que es el
corruptor y el desatinador de los otros”, dice en “Avatares de la tortuga”: “No
hablo del Mal, cuyo limitado imperio es la ética; hablo del infinito”.
En el infinito matemático, en efecto, el
todo no es necesariamente mayor que cualquiera de las partes. De acuerdo con la
idea de Cantor, para distinguir magnitudes de infinitos, decimos que un
conjunto tiene “tantos elementos” como los números naturales si se puede
asignar un número distintos a cada elemento, usando en esta asignación todos los números que empleamos para contar. Pero, y
aquí viene el quiebre que intriga tanto a Borges, el conjunto de los números
pares tiene de este modo “tanto elementos” como los números naturales, ya que
se puede asignar el 1 al primer número par 2, el 2 al 4, el 3 al 6, etc.
Tenemos así una parte propia de los números naturales, digamos, una “mitad”,
los pares, que es “tan grande” como el todo.
La segunda idea es más bien geométrica y la
encontramos un poco antes, cuando Borges intenta, con distintas analogías,
describir el Aleph, el punto que concentra y guarda todas las imágenes. “Los
místicos, en análogo trance”, escribe, “prodigan los emblemas: para significar
la divinidad, un persa habla de un pájaro que es todos los pájaros; Alanus de
Insulis, de una esfera cuyo centro está
en todas partas y la circunferencia en ninguna”. Esta imagen puede parecer
oscura, o un juego de palabra, pero es una metáfora magnífica, singularmente
precisa, una vez que se conoce la explicación matemática: pensemos primeramente
en el plano, por ejemplo, la superficie de un pizarrón. Dibujemos a partir de
un punto cualquiera círculos con radio cada vez más grande. Estos círculos
cubren más y más puntos del pizarrón, y por lejano que se encuentre un punto,
es evidentemente que, eligiendo un radio suficientemente grande, puedo
“enlazarlo” dentro de uno de mis círculos. Más aún, no importa dónde haya
fijado en principio el centro de estos círculos, con radios suficientemente
grandes llego desde cualquier centro tan lejos como quiera. Pero entonces,
dando un pequeño salto con la imaginación, podemos reemplazar la idea de plano
por la de un círculo cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia...
¿dónde dibujar la línea de la circunferencia? No llegamos a dibujarla porque el
radio es infinito, la circunferencia está siempre más allá, como el horizonte,
“en ninguna parte”. Exactamente lo mismo podemos hacer en el espacio
tridimensional, reemplazando los círculos por esferas. Así, la totalidad del
espacio, o el universo visible que muestra el Aleph, puede considerarse una
esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia (en realidad la
superficie, aunque Borges dice circunferencia) en ninguna. Pero entonces –y
aquí la analogía muestra su eficacia- uno puede imaginar una contracción de
esta esfera gigantesca original, de modo que todas las imágenes aparezcan
concentradas en la esferita minúscula que ve Borges al pie de la escalera: una
pequeña esfera que aprisiona todas las imágenes.
La tercera idea es lo que yo llamaría la
paradoja de autorreferencia, y aparece cada vez que Borges construye o alude a
un mundo ficcional muy vasto y abarcatorio, que acaba por incluir a ese mismo
mundo como un elemento, y a veces al narrador, o al lector, en sus reglas de
juego. En “El Aleph” esto ocurre durante la célebre enumeración de imágenes:
“... vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la
tierra otra vez otra vez el Aleph..., vi mi cara y mis vísceras, vi tu
cara...”. Esta clase de paradojas, que provienen de postular objetos o mundos
demasiado vastos, fueron letales en la fundamentación de la matemática y no hay
duda de que Borges conocía la más famosa, debida a Russell, que muestra que no
puede postularse la existencia de un conjunto universal, digamos, un aleph de
conjuntos, que contenga en sí, como elementos, a todos los conjuntos
imaginables. El mismo Bertrand Russell dio esta popularización de la paradoja:
supongamos que exista un barbero que afeite únicamente a los hombres del pueblo
que no se afeitan a sí mismos. Esto no parece en principio tan raro, se supone
que esto es lo que hacen en general los barberos. Ahora bien, ¿debe este
barbero afeitarse a sí mismo? Si se afeitara a sí mismo, estaría excluido de la
clase de hombres a los que puede afeitar, por lo tanto no puede afeitarse a sí
mismo. Pero si no se afeita a sí mismo, pasa a integrar la clase de hombre a
los que sí debe afeitar, por lo tanto, debe afeitarse a sí mismo. En
definitiva, el barbero está condenado a un limbo lógico, ¡en el que no puede
afeitarse ni no afeitarse a sí mismo!
Hay una segunda popularización de esta
paradoja con ese otro “objeto imposible” que es el catálogo de todos los
catálogos. Al empezar “La biblioteca de Babel” Borges escribe: “Como todos los
hombres de la biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de
un libro, acaso del catálogo de catálogos”. Evidentemente, no solamente conocía
este tipo de paradojas de la lógica matemática sino que las utilizó en sus
ficciones con diferentes vestiduras.
Más allá de estos rastros fácilmente
reconocibles, aun en los textos que nada tiene que ver con la matemática, hay
algo, un elemento de estilo en la escritura, que es particularmente grato a la
estética matemática. Cuando Borges escribe, típicamente acumula ejemplos,
analogías, historias afines, variaciones de lo que se propone contar. De esta
manera la ficción principal que desarrolla es a la vez particular y genérica, y
sus textos resuenan como si el ejemplo particular llevara en sí y aludiera permanentemente
a una forma universal. Del mismo modo proceden los matemáticos. Cuando estudian
un ejemplo, un caso particular, lo examinan con la esperanza de descubrir en él
un rasgo más intenso, y general, que puedan abstraer en un teorema. Borges, les
gusta cree a los matemáticos, escribe exactamente como lo harían ellos si los
pusieran a la prueba: con un orgulloso platonismo, como si existiera un cielo
de ficciones perfectas y una noción de verdad para la literatura.
Bien, yo escribí un libre sobre esto, que se
llama justamente Borges y la matemática,
pero no quiero extenderme mucho más aquí. Vamos entonces al segundo ejemplo, al
caso más raro de David Lodge, que es ajeno a las ciencias y, sin embargo, tuvo
una inmersión en el mundo de los científicos cognitivos, para una de sus
novelas recientes: Thinks (el título
en castellano fue “Pensamientos secretos”, apareció en Anagrama). Es una novela
extraordinaria, que no deja ver el esfuerzo de investigación que representó
para Lodge sumergirse en esta disciplina absolutamente exótica para él. Todo
ese esfuerzo está reseñado por separado en un largo ensayo que se llama
“Conciencia y la Novela”, donde Lodge investiga los distintos modos en que
tanto la ciencia como la literatura han pensando alrededor del problema de la
conciencia.
Una de sus primeras observaciones es que
quizá las novelas son los modelos más cercanos a los que pueden recurrir los
científicos (y posiblemente los más confiable) cuando tratan de analizar el
fenómeno de la conciencia. Después de todo la novela es el intento del autor de
convencer al lector de que puede penetrar en la conciencia y en los
pensamientos secretos, más íntimos, de los personajes.
Lodge analiza en ese ensayo (y voy a hacer
un resumen atroz) las ideas contemporáneas relativamente recientes sobra la
conciencia, y muestra cuál es la dificultad de penetrar y aun de concebir a la
conciencia como objeto de estudio, porque la ciencia se dedica a lo universal
mientras que el estudio de la conciencia, el estudio de las impresiones
personales, es justamente el reino de los individual. Y por eso mismo la novela
como modelo es tan interesante, porque el novelista trata, a partir del ejemplo
individual, de transmitir sensaciones, emociones, que son comunes al género
humano. O comunes, por lo menos, a una parte sensible de los lectores.
Entonces aquí tenemos un punto interesante
de encuentro entre las dos culturas. Desde el punto de vista científico una
primera dificultad es establecer hasta qué punto hay allí realmente un objeto de
estudio. Hay científicos que opinan que no somos más que el ensamble de un
conjunto de neuronas y que, en el fondo, el sentido interno de conciencia es
sólo una ilusión, un epifenómeno de la actividad cerebral.
En algún momento, más adelante, Lodge discute
el test de Turing. Se los recuerdo brevemente: detrás de dos puertas cerradas
hay una computadora y un ser humano. Se pasan debajo de la puerta hojas con las
mismas preguntas. Si un observador externo no puede decidir por las respuestas
cuál es el ser humano y cuál es la computadora, se deberá concluir que la
máquina, de algún modo, se comporta de una manera inteligente. Este test, por
supuesto, fue cuestionado de maneras muy diversas. Por ejemplo, se le ha
contrapuesto lo que se llama “el experimento de la Habitación China”: otra vez
una habitación cerrada y detrás de la puerta, una persona que no sabe una
palabra de chino pero tiene un diccionario de instrucciones chino-castellano,
castellano-chino. Recibe una hoja debajo de la puerta, con preguntas escritas
en caracteres chinos, y transcribe con su diccionario las preguntas, las
contesta de acuerdo a las instrucciones y vuelve a transcribir el texto en
caracteres chinos antes de pasar debajo de la puerta las respuestas. Así, para
un observador externo, responde como si comprendiera el idioma chino. Simula
perfectamente el entendimiento del chino, sin comprender una palabra. Basta
ahora cambiar a la persona por una computadora y la palabra “idioma” por la
palabra “inteligencia”. De acuerdo con este experimento la computadora sería
como la persona dentro de la habitación: no comprende ninguna de las
operaciones que hace y sólo puede simular
inteligencia.
A continuación Lodge observa que también los
seres humanos somos parcialmente como habitaciones cerradas o, por lo menos,
con las puertas entornadas (o, como dice Saer, sombras sobre vidrio
esmerilado). Sólo nos dejamos ver de acuerdo con nuestras exteriorizaciones: el
lenguaje, las miradas, los gestos. Pero por supuesto, cuál es la verdad detrás
de cada cara. Este es nuevamente el terreno y el interés de los novelistas. De
maneras muy distintas, de acuerdo con sus ideas filosóficas, los escritores han
propuesto distintos modos de representar qué es lo que ocurre en el interior de
cada persona.
Así, por ejemplo, tenemos la novela en clave
autobiográfica o confesional, que trata de dar la sensación de que el autor
escribe exactamente lo que está pasando en su interior y consigue por esta
simulación la identificación entre la primera persona que se utiliza y el
narrador. Este método suele dar una impresión aguda de verosimilitud, lo que se
llama el realismo de presentación.
El problema que tiene este recurso, dice
Lodge, es que la verdad depende una sola voz y está siempre en juego la
confiabilidad de la persona que escribe. Entonces, como variante, aparece la
novela epistolar. En el intercambio de cartas pueden desplegarse dos
posiciones, dos posibles puntos de vista, y una misma situación puede ser
vivida, y analizada, de maneras diferentes. Finalmente Lodge analiza uno de los
principales aportes de la novela moderna, a partir de Jane Austen y Henry
James: el estilo libre indirecto, que permite por un lado hablar desde una
cierta tercera persona (en lo que se llama el realismo de evaluación, que es justamente
el modo objetivo de la ciencia) y combinarlo al mismo tiempo con la
interioridad de cada persona, para seguir los desplazamientos que hay en las
voces y en las conciencias de los distintos personajes. El estilo libre
indirecto permite separarse de los personajes para dar descripciones de las
relaciones que se producen entre ellos y, a la vez, acercarse parcialmente
hasta sumergirse en la interioridad de cada uno.
En definitiva, lo que consigue Lodge, de una
manera muy convincente, es mostrar que hay un terreno en común entre la
literatura y las ciencias cognitivas que merece ser explorado.
Y del mismo modo que en el caso de Borges
hemos visto como la ciencia puede dar ideas ficcionales a la literatura, el
ensayo de David Lodge muestra que, a su vez, el acercamiento a la literatura y
sus métodos puede alumbrar e inspirar a la ciencia. Pero estas afinidades
ocultas, estas resonancias mutuas entre las dos culturas, que quise revivir hoy
con dos ejemplos contemporáneos, provienen en realidad de tiempos remotísimos,
tiempos en que filosofía, arte y ciencia eran todo uno, tiempos en que desde la
fachada de las academias de filosofía se advertía “No traspase esta puerta
quien no sepa geometría”, tiempo que fueron después también los tiempos de Durero,
de Goethe, de Spinoza, mucho antes, por supuesto, de que los planes de nuestras
universidades permitieran a los estudiantes elegir las carreras “humanísticas”
para huir alegremente y para siempre de la matemática.
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