Publicado en Página 12, febrero 2014.
El cuento por su autor
Este
cuento, como otros que escribí, tiene un primer acorde autobiográfico: tuve, en
efecto, un abuelo colchonero que, si bien no llegó a llamarse a sí mismo el rey
de la posición horizontal, tuvo alguna fama secreta por la manera en que
probaba los colchones recién rellenados con las amas de casa de la época. Tuve
también una abuela, muy querida y animosa, que, por una torsión sádica de la
vejez, pasó largos años en esa otra posición horizontal que es la postración
final en la cama de un geriátrico. La oposición entre el máximo frenesí del
acto sexual y la máxima quietud de este último letargo es el tema principal del
cuento. Un segundo elemento es el déjà vu, o las reminiscencias, esos recuerdos
fulgurantes, indudables, como aerolitos de otra vida que irrumpe en esta. Los
antiguos griegos los invocaban como prueba de una existencia pasada y, como se
dice en el cuento, mutatis mutandis, quizá de otras futuras, una esperanza
resbaladiza en el más allá. Leí la explicación científico–cerebral sobre estas
reminiscencias en los libros de Oliver Sacks, pero preferí para el cuento la
versión sardónica que hubiera dado ese humorista escéptico que era mi padre. El
último elemento es el principio cartesiano, la regresión o descenso a una
primera verdad segura e inamovible. En la vida real, mi abuela real, en esos
últimos años de agonía, pronunciaba una única palabra con los ojos fuertemente
cerrados, como si buscara a tientas ya en otro mundo: “Hermana, hermana,
hermana”. Todo lo demás había desaparecido y en su propio descenso sólo le
quedaba, como última titilación, el recuerdo de una hermana muerta en la
primera infancia.