Publicado en el la revista El Gourmet, mayo 2013, y posteriormente en la revista digital El Puercoespín con el título Literatura y comida: tal vez sea mejor algo de hambre, mayo 2013.
Ilustración: Chavetta Lepipe
La presentación de comidas corre en literatura con las mismas dificultades y peligros que las escenas eróticas: ambas requieren de la evocación y de la complicidad del lector, y sufren por la mezcla, la acumulación y la descripción excesiva. Esto ha dado lugar a distintos procedimientos para sugerir lo selecto y lo exquisito. En Las mil y una noches hay mil y un banquetes pero ninguno tan memorable como aquel en que se le presenta al rey un jabalí que adentro tiene un ciervo que adentro tiene un faisán que adentro tiene un róbalo que lleva en la boca un huevo. El rey sólo prueba el huevo y deja con displicencia el resto de la comida a sus comensales.
En una variante contemporánea de esta historia, un grupo de escritores que participan de un congreso son invitados en la jornada inaugural al mejor restaurante de la ciudad. La elección de la carta es libre y todos se lanzan sobre los platillos más caros y elaborados y discuten encarnizadamente sobre vinos. Todos salvo uno, que pide un vaso de agua y unos humildes tallarines con aceite de oliva. Es lo mejor que hay, dice con la serena vanagloria de quién lo ha probado todo en varias vueltas al mundo. No siempre estos regresos a la sencillez tienen la marca del snobismo: en El cuaderno rojo, de Paul Auster, una pareja aislada en el campo -el propio Auster y su primera mujer- agota sus provisiones, hasta que sólo les queda unas cebollas, un poco de aceite y un paquete de masa. Vencidos por el hambre se deciden a preparar el último almuerzo: una tarta de cebollas, de la que llegan a decir en los primeros bocados que es “la mejor comida que probaron nunca”, hasta que la señal de lucidez los alcanza desde el cerebro para enfrentarlos a la verdad: la tarta está cruda e incomible. Un amigo los rescata y los invita a comer a un restaurante de dos tenedores. De esta comida, seguramente soberbia, escribe Auster, no consigue recordar nada, pero nunca pudo olvidar el sabor de aquella tarta. También en Los treinta y nueve escalones, de John Buchan, el fugitivo Hannay pasa días enteros royendo unas galletas de jengibre y en un momento evoca toda la buena comida a la que apenas había prestado atención una semana antes y logra que el lector quiera comer a su lado. “Pensé en las crujientes salchichas de Paddock y las olorosas virutas de panceta ahumada, y los apetitosos huevos revueltos... ¡con cuánta frecuencia los había desdeñado!”.
En el extremo opuesto de esta simplicidad
está la búsqueda de platillos literariamente extraños. No necesariamente se
requieren cocineros excéntricos: puede bastar un cambio de país. En Trasatlántico, de Gombrowicz, una novela
de la dialéctica en la que todo lo que es no es exactamente lo que es, el
personaje recién llegado de Polonia asiste a una comida argentina donde le
sirven cerveza caliente, “pero era cerveza y no era cerveza, porque parecía
condimentada con vino; y el Queso no era Queso, porque aunque Queso parecía que
no fuera Queso. Luego hubo pasteles de carne que debían ser Empanadas o más
bien Croquetas o Mazapanes...”
Entre los platos exóticos, además de los
bombones que concibió Cortázar para “Circe”, quizá el más famosamente siniestro
es el cordero Amirstan en el cuento “La
especialidad de la casa”, de Stanley Ellin, que sólo puede probarse una vez y
cuyo ingrediente principal no podemos revelar aquí. Finalmente, hay un pasaje
que reúne a la vez la máxima simplicidad y la máxima extrañeza, y que guarda el
misterio esencial de la comida. Es la frase que lanza con desprecio el fakir
agonizante de Kafka, en “El artista del hambre”: “No como porque no hallé alimento que me guste: me hartaría igual que
ustedes si lo encontrara.”