Entrevista Página 12 sobre Yo también tuve una novia bisexual, 2011

Publicada en Página 12 con el título “Quería poder contar la relación sexual de otra manera”, 2011.

El escritor ambientó la historia en un campus universitario estadounidense en los días previos a los atentados a las Torres Gemelas. “Mi novela es del orden de lo privado, incluso lleva un diario íntimo en sí misma, pero en un momento irrumpe lo político y la toca.”
Por Silvina Friera

Siempre la puerta abierta, sea varón o mujer. Sin preámbulos ni subterfugios: directo al grano. Esta es la primera recomendación que recibe un profesor argentino antes de viajar a una universidad de Redground, un pueblo en el sur profundo del conservador estado de Georgia, cerca del fuerte militar más grande de Estados Unidos, donde dará un curso de literatura en español. La advertencia enfatizada por la coreografía mental que traza el “doble sentido”, pero esgrimida para cuando tenga que atender las consultas de los alumnos en su oficina en el campus, adquiere múltiples resonancias en Yo también tuve una novia bisexual (Planeta), la última novela de Guillermo Martínez. El sagaz matemático y escritor siembra una frase cuya cosecha se explicita en tres planos superpuestos: en la misma trama, en la teoría crítica que se esboza en la zona donde la ficción se sirve del recurso del “diario íntimo”, y en el protocolo de lectura que se desprende de esa teoría, como si el libro contuviera su propio contralibro. El profesor se enamora de una de sus alumnas, Jenny, una versión más chispeante que la Lolita de Nabokov, en los días previos al atentado a las Torres Gemelas, en septiembre de 2001. No hay rodeos para narrar el universo de ese escalamiento sexual clandestino. Martínez se propone abrir puertas muchas veces cerradas –o abiertas pero “rarificadas”– y escribir al ras de la piel de Jenny, “en el territorio blando, salado y tirante entre el vello de su pubis y los montículos suaves de sus pechos”.

Martínez confiesa a Página/12 que está “cansado” de los escritores que subrayan los “supuestos experimentos con el lenguaje”, aunque para él fue un desafío narrar el acto sexual. “La primera dificultad que tuve fue lidiar con las palabras, con un lenguaje que siempre parece insuficiente o desplazado, que se vuelve anatómico o infantil y uno nunca tiene la palabra que necesita. Cortázar decía que muchas veces necesitó la palabra ‘concha’ más que un atado de cigarrillos. Justamente se reprimía de usarla porque depende de la atmósfera del texto; hay palabras que resultan naturales para cierto tono y palabras que directamente no van.” Otro aspecto peliagudo es en qué idioma están hablando los protagonistas de esa pasión amorosa. El escritor amortiguó esta tensión al ambientar el relato en un campus universitario donde se enseña español. El profesor habla en “porteño”; Jenny, en un español más próximo al mexicano. El idioma extranjero es un “salvoconducto” para explicitar sin máscaras los modales y las costumbres de esa “educación sentimental”, de lo que puede o no ser dicho. El tercer obstáculo está conectado con los diálogos que el profesor evoca. “Son diálogos filtrados por el recuerdo; es como si sintiera en el oído, a través del tiempo, la voz de Jenny”, sintetiza el autor de Crímenes imperceptibles y Acerca de Roderer.

Hay una reflexión sobre la construcción de la novela que remite a la idea de que no se puede recordar el pasado tal como fue. ¿En toda novela donde hay evocación de un pasado se lucha contra algo que se escapa?
Esa es una de las líneas más importantes, aunque no aparezca en un primer plano. Esa sensación de que hay un esfuerzo en la narración por recuperar algo que se escapa. Una de las intenciones –oculta para los lectores, pero para mí muy clara– era recuperar el nombre de (José Emilio) Pacheco. Yo tenía muy buena memoria y cuando estaba dando la novela de Pacheco, Las batallas en el desierto, en una universidad similar a la que describo en la novela, el nombre de Pacheco se me escapaba. Quería decirlo y aun cuando estaba hablando de su novela desaparecía permanentemente. La novela de Pacheco tiene que ver con la cuestión del recuerdo, de cómo hay algo de ensoñación, algo que se desdibuja y se vuelve impreciso. Uno cree recordar muy bien, pero cuando toca esos recuerdos, se deshacen.

Sólo se puede recordar con ayuda de la imaginación, recordar también es inventar, ¿no?
Hay distintas estrategias para lograr recobrar parte de lo que fue el pasado. Por un lado está la estrategia de Las batallas en el desierto: el armado de listas de cantantes, películas y series de televisión, que como escaleritas ayudan a recuperar el momento histórico. La otra es la de Proust: dejar que en algún momento irrumpa algo del orden de lo sensorial; entonces el narrador de mi novela, mientras están ocurriendo los hechos en presente, trata de rescatar las impresiones sensoriales a través de la escritura de un diario. Ese es el sentido del diario: un segundo ahondamiento en el nivel de la escritura, es decir que es una novela que tiene dos tiempos o dos modos de escritura.

¿Qué sucede con las tensiones entre lo íntimo y lo político en Yo también tuve una novia bisexual?
Mi novela es del orden de lo privado, de lo íntimo, incluso lleva un diario íntimo en sí misma, pero en un momento irrumpe lo político y la toca. Si bien no se convierte en ningún momento en una novela política –no me interesaba eso–, tampoco se puede decir que no sea una novela estrictamente política. Queda en esa especie de “tierra de nadie” y quizá se necesite otra clase de categorías para definirla.

Lo paradójico es que el diario preserva parte de la vida pública previa al atentado a las Torres Gemelas. El narrador se pregunta si no tendrá que darles la razón a quienes dicen que toda escritura tuerce su propósito. ¿Le pasó algo parecido mientras escribía esta novela?
Parte del asunto de la tensión de escribir es no dejarse desviar. A Patricia Highsmith le preguntaron si alguna vez se le rebelaron los personajes. Y ella dijo: “Cada tanto lo intentan, pero también yo tengo que saber decirles quién es el jefe” (risas). Se suele decir que los personajes cobran vida y hacen lo que quieren, un cliché romántico; por eso me gusta la respuesta de Highsmith. Cuando uno empieza a escribir, no sabe el potencial que tiene cada personaje o situación. Naturalmente algunas son más interesantes para desarrollar y uno también elige caminos, se desembaraza de algunas cuestiones y sacrifica otras. Esta novela iba a ser un cuento, el último cuento de un libro sobre sexo y muerte que estoy escribiendo hace tiempo, Los reinos de la posición horizontal, una historia de no más de 40 páginas. Pero cuando llegué al capítulo en el que empieza el diario íntimo, decidí escribir ese diario porque necesitaba ahondar en lo carnal y sexual. Y al escribir el diario aparecieron otras dimensiones de la novela; entonces algo que fue un recurso estructural se convirtió en una parte importante de la historia y transformó lo que era un cuento en una novela. Así que hay algo de la escritura que se torció. De mis cinco novelas, cuatro surgieron de cuentos; son cuentos que se fueron expandiendo.

En un momento el profesor se pregunta si la crítica de valores, la crítica que opina y juzga y que pretende establecer jerarquías, está en un callejón sin salida. ¿Cuál cree que sería la respuesta?
La respuesta es que no está en un callejón sin salida. Hay una forma relacionada con la “preferencia fundada”, que significa que se parte de un sistema inicial de preferencias. El crítico se examina a sí mismo en sus reacciones frente a textos que son parcialmente contradictorios con esas preferencias, y mantiene su estructura mental lo suficientemente abierta para poder cambiar los preconceptos y establecer refinamientos sobre por qué le gusta lo que le gusta y por qué aceptaría o rechazaría algo diferente. Hay ejemplos de críticos que piensan de este modo, como Todorov o Calvino. Todorov ha recorrido un camino casi dialéctico. El eligió el formalismo en su país natal, en Bulgaria, porque era la única rama en la que no tenía que repetir mecánicamente el discurso oficial. Cuando llegó a Francia y difundió el formalismo en Europa, se dio cuenta de que le estaba faltando otra dimensión vinculada con lo histórico y lo político. Todorov se deshizo de ese pensamiento para hacer estudios críticos que tuvieron que ver con lo político y social en la literatura. Mientras el mundo occidental adoptó el formalismo como teoría innovadora, Todorov la relativizó como una pequeña parte del asunto y analizó qué es lo que había de verdad en cada uno de los razonamientos opuestos. Esto lleva a valorar las cosas de una manera más rica, porque cuando está afirmando algo no está dejando de lado enteramente lo que niega. Creo que la dialéctica se perdió dentro de la crítica literaria.

¿Cómo explica esa pérdida?
Los críticos tienen que cristalizar su pensamiento y tienden a defender íntegramente a un autor; toda la obra la tratan de incorporar en una misma mirada. Lo mismo si un autor no les interesa: no lo estudian, haga lo que haga. Es difícil encontrar pensamientos matizados, quizá por pereza mental y cierta rutina. El crítico se conforma con las teorías en que creyó y le cuesta revisar sus propias tesis. Por eso me interesaba plantear una teoría crítica que tuviera como mecánica la perpetua búsqueda de ejemplos antagónicos.

¿Cómo concibió esta idea de la “preferencia fundada”?
Hacía tiempo que estaba pensando en un proyecto como el de Wittgenstein en Observaciones filosóficas, donde vuelve a la cuestión del lenguaje de un modo que llamo de “ingenuidad vigilada”: cómo se transmite el sentido a través del lenguaje, cómo aprende un niño. Quería hacer algo así para tratar de estudiar por qué a uno le gustó tal texto y no tal otro, que quizá está escrito en la misma época histórica y con las mismas técnicas narrativas; qué es lo que hay del talento de un escritor que a un lector le impresiona de una forma estética particular y a otro lo deja indiferente. La “preferencia fundada” es volver a un texto y tratar de dar las razones y los argumentos, que ya sería un gran aporte porque lo más difícil de la impresión estética es comunicar el porqué. A veces es más fácil entender lo que no gusta, pero es mucho más difícil lograr transmitir por qué algo parece excelente o admirable.

¿Pero qué espacio ocupa el gusto?
Yo no planteo que haya que dejar de lado el gusto, me parece que es imposible de extirpar. Lo que propone la teoría es que el gusto personal tiene que ser algo así como axiomas transitorios que uno asume al inicio de la vida de lector. Me gusta esta clase de novelas, pero a continuación leo una que se opone a ese sistema y sin embargo me gusta. La primera vez que leí La montaña mágica me pareció pesada, no entendía por qué se la consideraba una obra maestra. La releí 15 años después y empecé a entender de qué estaba hablando y cómo estaba vertebrada. Uno tiene que mantener las opciones abiertas para cotejar con las obras que desafían las preferencias. De esta manera cada lector genera un sistema de apropiación y rechazo de obras, pero también de modificación de criterios, si es honesto intelectualmente. Es un juego que se juega a solas y no habría motivos para no revisar cuáles son los conceptos que finalmente uno elige para apropiarse o rechazar obras.

Hablando de juegos, el título de la novela, Yo también tuve una novia bisexual, juega con una fantasía muy generalizada entre los hombres.
Como dice Marcelo Birmajer: “Una novia bisexual es la última utopía posible” (risas). En realidad, el “también” del título refiere a otra cuestión. Hasta finales del siglo XIX, el sexo era un tema tabú: todo era antesalas, suspenso previo, prolegómenos y finalmente una puerta cerrada que dejaba al lector afuera. En el siglo XX hubo una super explosión del sexo a través de Lolita, Henry Miller, Bukowski y el realismo sucio, pero se pasó a otra clase de cliché: el sexo gay o travesti o el sexo asociado a lo sórdido, a la violencia, como si lo literario entrara para rarificar lo sexual, en el sentido más bien de lo violento del poder. Yo quería rescatar una relación sexual intensa con sus escalamientos, pero que tuviera cierta naturalidad. Y que además mostrara todas las dimensiones que se integran a lo sexual. El “yo también” es como decir que se puede contar la relación sexual de otra manera. Lo que traté de evitar fue que en la novela apareciera un trío, para no caer en el lugar común. Conseguí evitar el trío en la ficción, estoy muy orgulloso por eso (risas).

* Yo también tuve una novia bisexual se presenta este miércoles, a las 19, en la librería Dain Usina Cultural (Nicaragua 4899), con la participación de Esther Cross.

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