Narrativa argentina hoy

Encuesta para el diario Acción. Respuestas completas, 2010 (una versión abreviada
apareció en La voz del interior, 2010).
 
1) ¿Cuáles tendencias, predominantes o no, observa usted en la narrativa argentina? ¿Podría describirlas brevemente?
 
1.La tendencia filoairana: Se funda en la idea (falsa) de que es cada vez más difícil, o directamente imposible, dar pasos adelante en el arte de la novela después de Proust, o de la novela balzaciana. Como consecuencia de esto, ya no valdría la pena intentar grandes obras y sólo quedaría el regreso “liberador” a la literatura  amateur, o repetir, cien años después, los procedimientos de las viejas vanguardias, o limitarse a la literatura de circunstancias. El abandono de lo que resulta demasiado difícil se convierte, por arte de magia leibniziana, en el mejor mundo posible, desde donde se desprecian como conservadores todos los demás intentos de seguir adelante. La novela de trama y personajes sería una antigualla. Talento, estilo, ambición, trabajo, son “miserias psicológicas”. Escribir mal es lo que está bien, y escribir bien es lo que está mal.  La obra en sí misma ya no interesa (“¿a quién le importa otra novela?”): lo que importaría ahora son los procedimientos para crear obra. En la práctica estos procedimientos son uno y el mismo: llevar la narración hasta un cierto punto donde se crea un sentido y luego desviar o interrumpir ese sentido para dejar sentado que se está rechazando la vía de la novela tradicional. Crear expectativas sobre una trama, sobre un personaje, abrir una pequeña línea de suspenso, y a continuación dejar todo de lado abruptamente para indicar algo programático, que tiene que ver con el descreimiento de la idea de trama, de la identidad o causalidad del personaje, de la  conformación de la novela como una totalidad, etc.
2. Los fundamentalistas del lenguaje: Parten de la idea (falsa) de que si una novela se preocupa por la trama no se preocupará por el lenguaje. Y de la superstición académica de que una novela con trama es una concesión inadmisible al mercado. Creen que omitir la trama (o adelgazarla hasta la anorexia) los coloca automáticamente en un más allá elevado donde reina a solas el Lenguaje, como si fuera la Idea hegeliana, o un alma inmaterial que pudiera desprenderse de aquello que se intenta decir. Las  novelas de estos escritores se reconocen fácilmente por su lentitud saereana: los personajes demoran no menos de treinta páginas en abrir una heladera, cerrar una canilla, o bajar a buscar una carta. Sus fetiches son la morosidad, la “opacidad”, el aburrimiento y el rizoma rizado. 

3. Los realistas: Sus historias se proponen como un modelo en escala de la gran figura política o social de determinado período y sus personajes cargan, casi siempre con  agobio, un peso simbólico o ideológico, con el telón de fondo de los hechos colectivos. Un subgrupo nítido es el de los abonados a la novela de la dictadura. Más recientemente, otros  tratan de recuperar el barrio en clave de añoranza político-alegórica.

4. Los mezcladores de la cultura alta y baja: Desde que un exitoso lobby erigió a Puig como contrafigura de Borges, algunos escritores criados por la academia creen que mezclar la cultura alta y baja es algo así como un certificado de calidad “avalado por expertos”. Como buenos alumnos cumplen sin falta en sus novelas con el requisito de tocar algún tema popular (el fútbol, el boxeo) y combinarlo con la dosis justa de Benjamin o Adorno. El círculo se completa cuando sus críticos amigos señalan con admiración: ¡mezcló la cultura alta con la baja!

5. Los costumbristas de lo nuevo: El material de estos escritores es su propia juventud: la jerga, las canciones, las películas, los tatuajes, las marcas de ropa y de cerveza, las nuevas drogas, los ídolos e íconos de su generación, el último grito de la moda. Cada nueva generación trae fatalmente sus escritores novísimos, que son los que envejecen más rápido, y quedan como anotación costumbrista en los museos de lo moderno.

6. Los ficcionalistas: Creen, sobre todo, en la imaginación, en la posibilidad de concebir historias hasta cierto punto originales, y en la creación de mundos ficcionales relativamente autónomos de la realidad, regidos por leyes más sutiles que la causalidad histórica, o las coordenadas del aquí y ahora. Conciben a la literatura como un acto de ilusionismo, que no es  obligatorio arruinar exhibiendo el truco.

2) ¿ Cuál es su posición o valoración respecto de esas tendencias? 
    Las tendencias que listé hasta aquí no son por supuesto compartimientos estancos. Hay un escritor fundamentalista del lenguaje que nos aburre por igual cuando nos relata el combate entre Firpo y Dempsey o cuando exprime sin piedad la novela de la dictadura. Y casi todos los escritores que conformaban el grupo Babel, en principio devotos airanos, escribieron después novelas con regla y compás, perfectamente convencionales. En cuanto a mí, me considero un  ficcionalista, con algunos deslizamientos al realismo.

3) ¿Qué papel o influencia juegan respecto de esas tendencias, los medios de comunicación (incluidos los suplementos culturales), las editoriales, las librerías, la crítica literaria universitaria, etc.?
   Desde hace no menos de treinta años hay un pensamiento crítico dominante  (en la crítica universitaria, y en los medios culturales) que se inclina por la tendencia filoaireana, por el fundamentalismo del lenguaje y por la mezcla de la cultura alta y baja. Las editoriales, con más amplitud, han publicado a unos y otros. Y unos y otros han tenido éxitos y fracasos (esos dos impostores). Quizá porque hay en la Argentina un universo diverso y sofisticado de lectores que admite todos los nichos: desde el best seller rampante hasta el escritor que posa de raro o marginal (y que se vende en las librerías bajo el cartel “de culto”).

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