Sobre Hernán Cendra


En el año 79 yo había empezado la carrera de ingeniería electricista en la Universidad Nacional del Sur y al estudiar en el Kurosch de álgebra los métodos para hallar raíces de polinomios de grado 3, creí dar con una idea para atacar a los de grado 4, 5, 6. 

Estaba bastante eufórico con esto y quise explicarle mi “método” a la que era mi profesora de Fundamentos de la matemática. Ella se sonrió un poco y me aconsejó que mejor fuera a contarle esto a Hernán Cendra, a quien podía encontrar siempre en el palomar. 

Subí ese mismo día. El palomar era casi literalmente un palomar, un cuarto en el techo de la universidad rigurosamente vigilado por palomas de todo tipo y tamaño. Golpeé la puerta y encontré adentro a una especie de ermitaño con la barba muy crecida, sentado delante de un escritorio que recuerdo inmenso, caótico, lleno de papeles. Empecé a contarle mi idea y apenas entendió adonde apuntaba me dio la mala nueva: nunca podría encontrar un método general para hallar las raíces en polinomios de grado mayor que 4. 

Más allá de mi decepción (y algo de vergüenza porque entendí que mi método debía fallar en algo que no supe ver), me intrigaba cómo podía saber él, con tanta seguridad, que “nunca” encontraría un método así. Me habló entonces de la teoría de Galois –era la primera vez que yo escuchaba ese nombre- y se ofreció a explicármela. Según él, era una teoría que yo podría entender con cuatro o cinco conceptos previos, todos “elementales”. 

Fui una vez por semana al palomar durante un mes. Cuando llegaba él barría a un costado con el brazo la masa de papeles de su tesis de doctorado (temas de geometría diferencial) y de la nada, sin consultar un apunte o un libro, iba construyendo la cadena de definiciones, ejemplos, lemas, intercalando aquí o allá algo que había olvidado introducir antes y rehaciendo pensativo cada prueba, como si la estuviera fraguando en ese mismo momento en su cabeza. Muy pronto ya no pude seguirlo, pero fingí como pude que sí entendía. Supongo que en algún cajón todavía tendré guardados esos papeles  manuscritos en lápiz con el cqp de triunfo en el final. 

No entendí casi nada en ese momento, pero algo sí supe: que había en ese hombre una clase superior de inteligencia. Y que era esa clase de inteligencia, que podía construir sin papeles edificios vertiginosos, a la que yo quería asomarme. Poco después dejé la carrera de ingeniería y en vez de cambiarme a alguna carrera de Humanidades como hubiera pensado quizá unos años antes, decidí estudiar matemática. En gran parte este paso tuvo que ver con ese profesor de barba larga y descuidada, que en pleno invierno iba por las calles de Bahía Blanca con apenas un pulóver estirado y una bufanda, y que formó con su manera siempre cordial y paciente a varias generaciones de alumnos de matemática. 

Me enteré hoy de que murió, a los 81 años. Como dijo Hardy: aun cuando “inmortalidad” quizá sea una palabra absurda, es probable que un matemático –y sobre todo uno como vos, Hernán- tenga más chance de alcanzarla.